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Saber envejecer. “Sabia virtud de conocer el tiempo”, amar a tiempo y correr a tiempo.  Después de todo, la vida es un progresivo desasimiento, un ir soltando las cosas y hacernos ligeros de equipaje para el viaje último. 

¿Cuándo comienza la vejez? Ahora el sofisticado desarrollo  de la medicina y las ciencias médicas, las nuevas condiciones para una mejor calidad de vida hacen difícil la respuesta. Pero la pregunta decisiva es: ¿cómo vivir la vejez? No podemos pensar que sea sólo y únicamente la mayor cercanía de la muerte. La muerte es muy democrática, tal vez la más democrática y universal de las realidades que conforman nuestra existencia, como el sufrimiento.

Si pensamos en la vejez como la cercanía de la muerte, también debemos afirmar que, tal vez, hoy, pocos mueren de viejos; son tantos los jóvenes que están muriendo en nuestra cultura enloquecida: adicciones, suicidios, estrés, infartos, cánceres, guerras, hambre, desnutrición y enfermedades derivadas, crimen organizado, delincuencia, pandillas; hablamos de gente joven, a veces demasiado joven, jóvenes maduros para morir e inmaduros para vivir.  Dato más que documentado. Muchos no han tenido tiempo ni de vivir, han preferido la muerte. Sobre ello se reflexiona poco, cuando pareciera un suicidio colectivo.

¿Cuándo pues, somos ya viejos? Se escribe mucho sobre las otras etapas de la vida: niñez, juventud, familia, pero parece que a los viejos los hemos olvidado y sepultado en vida. Poco pensamos en que los viejos necesitan nuestra ayuda, no sólo asistencial sino espiritual, que les ayude a encontrar sentido en esa etapa de la vida, que necesitan un poco de calidez, de paciencia, de ternura.

La vejez se caracteriza porque las formas de experiencia y actividad y todos los impulsos vitales pierden espontaneidad e intensidad. La fuerza y la profundidad de los instintos se ven reducidos, lo pasional desaparece de la imagen global, corporal y anímica. La capacidad receptiva de los sentidos disminuye, los órganos empiezan a fallar, la fiabilidad y finura de la percepción desaparecen considerablemente. Se hace difícil adaptarse a nuevas situaciones, la vida adquiere una cierta rigidez, los procesos y movimientos de todo tipo se hacen más lentos, el impulso de lucha desaparece, la persona senil cada vez se interesa menos por lo nuevo. Cuanto mayor se hace, menos llevada se siente a cambiar las cosas, sino que lo que quiere es que la dejen en paz. Se cierra a cualquier interés de la vida colectiva que vaya más allá de su círculo vital, y éste se va estrechando progresivamente: la persona llega a ser indiferente a cuanto lo rodea. Estos son sólo algunos síntomas.

De esta manera lo primero y más decisivo es, por tanto, algo que constituye el fundamento de toda sabiduría de la vida: que sólo sabe envejecer de manera correcta quien acepta interiormente su envejecimiento. La vejez, como todas las cosas de la vida, la misma muerte, si no han de ser un fracaso, han de prepararse. Debemos preguntarnos cómo habremos de vivir la última etapa de la vida. Sabia virtud de conocer el tiempo. Cuando no aceptamos esta realidad se hace cierto el refrán: the worst fool is the oldest fool. La aceptación es la primera exigencia para vivir la vejez. Cuanto más sincera se haga, cuanto más se ahonde la mirada en su «sentido» y cuanto más pura sea la obediencia a la verdad, tanto más auténtica será la fase de la vida que lleva ese nombre.

Y es que la vejez también es vida. No significa solamente que se va secando una fuente o que pierda consistencia una estructura antes fuerte y plena, sino que ella misma es vida, con un modo de ser y un valor propios. No considero aquí los aspectos médicos, sino el aspecto humano, es decir, de la totalidad de la vida. Por eso afirmo que la vejez también es vida. Es cierto que implica el acercamiento a la muerte, pero también lo es que la muerte misma sigue siendo vida y que la muerte siempre está cerca. No supone sólo sensación de aniquilación, sino que posee sentido en sí misma. De esta manera la vejez puede significar el arribo final al puerto; se trata, entonces, de la culminación de un proceso. “Toda vida que no se malogra es un proceso ascendente”. (JV). De esta manera la muerte no es la anulación de la vida, sino la suma final: algo que nuestra época ha olvidado.  La vida verdaderamente humana, plena, es llevar a cabo, terminar de perfeccionar un proceso; que podamos decir también nosotros con Jesús: “Todo está cumplido”, o con Pablo: “He peleado una buena pelea”

Se trata de una espiral siempre ascendente que lleva al ser humano a su verdadera plenitud. Así pues, no podemos ver la vejez como un segmento aislado de la existencia, sino como la plenitud de la existencia, y si me urge más, como una oportunidad.  Con ello no pretendemos negar nada de la amargura que le es propia; de la necesidad de ayuda; de la desconsideración que provoca su debilidad y en definitiva, de todo lo que subyace en la afirmación del libro del Eclesiastés, cuando nos dice “Acuérdate de tu Hacedor durante tu juventud, antes que lleguen los días aciagos y alcances los años en que dirás: «no me gustan» (ver 12,1).

Desde la perspectiva de nuestra fe, podemos decir que la “ancianidad venerable” no se mide por el número de años. El libro de la Sabiduría dice: “la vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de años; canas del hombre son la prudencia y edad avanzada, una vida sin tacha”. (Eclo. 4,7-8). Sin embargo, debemos considerar la vida como el proceso que se desarrolla en el tiempo en etapas sucesivas e interrelacionadas, que conoce el comienzo   iniciado   en el seno materno, que evoluciona, crece, se desarrolla y llega, previo el desgaste, al final, al seno de la madre tierra.

Viejo, Miguel de Cervantes decía: «no estoy ya en edad de jugar con la eternidad». Esto es don y clarividencia, es seriedad con las cosas. La vejez se ha de caracterizar por la seriedad propia del momento que nos pone frente a lo inconmensurable de la eternidad, frente a lo verdaderamente importante, aquello que define y cualifica la vida. el momento cuando “la figura de este mundo pasa”. En este sentido, la ancianidad es oportunidad, o, si se prefiere, gracia.

El sentido de la vejez. Todos conocemos personas que han asumido hermosamente esa etapa de la vida, la han vivido heroicamente, plenamente asumida, es decir, con sentido.  En 1998, el Cardenal Ratzinger, escribía en un homenaje a JP. II, el viejo Papa y enfermo: “El sufrimiento físico y espiritual del Papa es también un mensaje…. Hoy todo está orientado a la obtención de resultados y a la funcionalidad. El hombre político debe transmitir un empuje juvenil para ser electo; las modernas profesiones de negocios presuponen una buena forma física. Es curioso cómo, precisamente en una sociedad que se hace vieja a ojos vista, sigue creciendo el culto a la juventud. La enfermedad y la vejez deben quedar ocultas lo más posible. Y el papa no las esconde, no puede y no quiere esconderlas. Así cumple un servicio importante para nosotros. También la edad tiene un mensaje propio, el sufrimiento tiene una dignidad propia y una fuerza salvífica propia”.

Ahora, B. XVI, puede hacer suyas aquellas palabras. Hombres como ellos nos enseñan el valor de la vida y que la vejez forma parte, culminante y bella, de la vida. No está exenta de sufrimiento y de penas, de soledad e incomprensión. Del olvido. Pero puede ser luminosa y aleccionadora. Una forma bella de envejecer. B. XVI vive ahora en su retiro dedicado la oración, “continuando el camino a la casa del Padre”.

Cuando cumplió 85 años de edad y 7 de pontificado, en la misa dijo: “Me encuentro ante el último tramo del recorrido de mi vida y no sé qué me aguarda. Sé, sin embargo, que la luz de Dios está ahí, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a caminar con seguridad. Esto nos ayuda a todos a seguir adelante, y en esta hora doy gracias de corazón a todos aquellos que continuamente me hacen percibir el «sí» de Dios a través de su fe”. Tales palabras tienen una buena carga de dolor personal, revelan lo impenetrable del futuro, la debilidad humana y el peso de la carga, pero al mismo tiempo, revelan una certeza indestructible cuyo fundamento no es otro que la fe en Alguien que es el Alfa y Omega, Principio y Fin de toda realidad. “No sé lo que me espera”; sí, nadie lo sabemos, sólo sabemos que hay una «luz» al final, una esperanza cierta, gratuita que habrá de dar plenitud y sentido a toda la vida y sus anhelos más auténticos, una vida, además, en este caso, asumida como totalidad.

  1. ¡Que gesto tan bello ha sido la donación de un espacio que se convertirá en una escuela de lujo! El hecho nos recuerda el espíritu del Ing. Federico de la Vega. Bien por su familia que ha interpretado, no un testamento, sino el espíritu del Ingeniero. Lo demás son solo discursos.