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¡Buenos días Paloma blanca…!

En una especie de obertura en tono mayor, D. J. V. introducía así un ensayo sobre la Virgen de Guadalupe: “Hay conciencias ciegas para lo sobrenatural; pretender convencerlas es tan estéril como hablarle del color a un ciego de nacimiento. Para el que tiene el sentido de lo divino, es obvio que existen sus manifestaciones. Y lo que en cada caso interesa es averiguar la categoría, el significado de cada particular revelado.

Pocos sucesos hay en la Historia tan notoriamente cargados de predestinación, como la conquista que trajo a la América, con la civilización, una fe, la más alta fe que conoce el hombre. No hay hazañas – entre los miles que se consumaron del Cabo de Hornos hasta California – que no revele una intención consciente de llevar adelante una empresa extraordinaria. Dentro de este proceso dramático, la aparición guadalupana es una culminación; a la vez, una consagración de toda la epopeya inaudita de la conquista. Sin la aparición de la Virgen no hubiera sido completa esa conquista. Nos aparecería como una de tantas peleas que no merecen la atención de la Historia”.  (En el Ocaso de mi Vida. Trono de la Sabiduría. p. 81.1957).

El hecho guadalupano, en efecto, está cargado de un significado tal que hace de él un hecho único y profético, un hecho que sigue interpelándonos de generaciones en generación llamándolas a asumir con responsabilidad nuestro destino y vocación en el concierto general de las naciones. El hecho guadalupano deber ser leído ahora y aquí. Entonces nos revela lo que falta por hacer. Un no sé qué de patético tiene, por ejemplo, las Cumbres de los dueños del mundo que proclama la posibilidad de crear bloques de competencia. Nuestro Continente tiene tantos millones de habitantes, una gran extensión y reserva de materia prima; sin embargo, un porcentaje mayoritario de sus hijos viven por abajo de la línea de la pobreza, millones están sumidos en la ignorancia, en la pobreza que fuerza la marginación, en la violencia, sin acceso a la educación ni a los servicios elementales del bienestar y que gran parte de la política está marcada por la corrupción, por caudillismos espurios. El fenómeno migratorio es de proporciones y consecuencias desconocidas. Guadalupe nos interpela, tal es el hecho. No basta solo una devoción ocasional. 

El Ing. C. Cárdenas acaba de decir, en una intervención en la FIL: “Estoy viendo al país con muchos rezagos todavía y sin propuestas sobre cómo superar estos problemas de pobreza, empleo, seguridad, escaso crecimiento económico, deterioros ambientales, todas las cuestiones que tienen que ver con género, etcétera. No veo iniciativas de quienes tendrían que presentar iniciativas, como son, entre otros, los partidos políticos que buscan gobernar al país”. Pobreza, desigualdad, violencia, impunidad, mentira, ambición, siguen, no solo vigentes, sin en aumento. “En México no hay paz interna”. 

El hecho guadalupano, pues, debería ser un impulso para superar esas fallas lamentables que hacen de nuestros pueblos entidades desesperadas ante las que parece cerrarse el futuro; “Guadalupe expresa la solidaridad, el compromiso sobre todo con el desposeído; constituye una invitación a la unidad. La ciencia necesaria para vencer la heterogeneidad racial de un pueblo, el secreto de la paz y la dicha en un destino nacional, todo esto se haya contenido en el mensaje del Tepeyac, que es un mensaje de amor, no simple humanismo sino sobrenatural amor en Cristo”. (J. V. ibid). Obvio, no se trata de clientelismo electoral. 

 Su imagen es un códice, y como tal no es obvio para nosotros; era obvio, según dicen los especialistas, para los indios que la contemplaron por primera vez y supieron leerlo e interpretarlo inmediatamente lo cual desencadenó una conversión en masa de los habitantes de esas tierras. Luego de la catástrofe esperada, surge la nueva esperanza, el nuevo Sol que explica los duros vaivenes crueles de la historia. Cada generación debe leer el evento en su circunstancia. 

Una de las obras de mayor envergadura escritas sobre el tema, se la debemos a José Luis G. Guerrero que aborda desde el punto de vista de la traducción, de la exégesis, de la crítica textual e histórica, el hecho guadalupano. En el capítulo primero abre con estas palabras: “«Algo pasó en México en 1531».  El gran historiador Robert Ricart, autoridad máxima en «La Conquista Espiritual», constata escuetamente que «es cosa cierta que la media de los bautismos fue mucho más elevada de 1532 a 1536 que de 1524 a 1532. Bautizos ciertamente hubo numerosos, y desde un principio, desde la llegada de Cortés, (aún antes de que hubiera misioneros); pero los más de ellos, o fueron niños pequeños, o puede desconfiarse de su validez moral, pues fueron bajo coacción, física o moral….. En cambio, para 1533 las conversiones y la cantidad de bautismos era tal que los misioneros no se daban abasto ni para el trabajo físico de los bautismos. Mendieta, en su “Historia Eclesiástica”, afirma, “la conversión y bautismo de esta Nueva España, tanto por tanto, comparando los tiempos, pienso que ninguno le ha llegado desde el principio de la primitiva Iglesia”.

Pero no era solo cosa de bautismos. El cristianismo no lo es. Pablo dice: Cristo no me envió bautizar, sino anunciar el evangelio. El bautismo es solo el inicio de un proceso. A ello vino la Virgen al Tepeyac. Papa Francisco, en su mensaje en la Basílica, dijo: «A su luz, (del Magíficat), nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos”. “Y hacemos esta petición porque América Latina es el “¡continente de la esperanza”!, porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva». 

»Pongamos estas realidades y estos deseos en el altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria pascual de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único Señor, el “libertador” de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida más humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos».

Dentro de toda la compleja realidad simbólica que la imagen comporta, múltiple y variada, yo destacaría solamente una de ellas que me fascina: su rostro. El rostro de María de Guadalupe no es un rostro indígena ni es un rostro español. A diez años de la caída de Tenochtitlán no era previsible el resultado final del cruce de las dos razas y ya en María de Guadalupe aparece el rostro de la raza que habría de surgir, y esa raza somos nosotros, ni indios ni españoles, ni vencidos ni vencedores, sino miembros de una nueva familia étnica que emerge con novedad radical.  Algo de esta idea esté a la base de la tesis – siempre arbitraria, decía él – de “La Raza Cósmica”, la nueva raza determinada por la simpatía que emerge de la fusión, del mestizaje de las dos razas, de las dos culturas.  En México no hubo un simple trasplante de europeos, como en Estados Unidos, ni se practicó el exterminio sistemático,  “limpieza étnica”, como el que tuvo lugar en ese país apoyados en la teología calvinista; aquí hubo mestizaje. El rostro de la guadalupana es la profecía y la esperanza de la nueva raza. 

“La Aparición domina y aplaca a los vencedores; les recuerda lo que no comprendió jamás el pagano y es ley del anunciador del evangelio: que la victoria impone responsabilidades y que no la merece el que no la usa para engrandecer y redimir a las vencidos. La aparición, al mismo tiempo, despeja el ánimo de los vencidos, lo aleja de la congoja y les entrega el tesoro inagotable de la esperanza”. (JV. Ibid.). 

“Suplicamos a la Santísima Virgen de Guadalupe –a la Madre de Dios, a la Reina, a la Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos con los que se dirigen a Ella en la piedad popular–, que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a nuestros pueblos. Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, y especialmente en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en el santo pueblo fiel de Dios, en los que sufren y en los humildes de corazón. Que así sea. ¡Amén!”

La intensión evangelizadora de la Virgen está en sus bellas y consoladoras palabras dirigidas a Juan Diego y, en él, a nosotros; “¿NO ESTOY AQUÍ YO QUE SOY TU MADRE? ¿NO ESTÁS BAJO MI SOMBRA Y REGUARDO? ¿NO SOY LA FUENTE DE TU ALEGRÍA? ¿NO ESTÁS EN EL HUECO DE MIS MANOS, EN EL CRUCE DE MIS BRAZOS? ¿TIENES NECESIDAD DE ALGUNA OTRA COSA? QUE NINGUNA COSA TE AFLIJA, TE PERTURBE ….” 119.