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«Sed fugit interea,
fugit irreparabile tempus».
Virgilio.

Sí, el tiempo huye irremediablemente. Es fin de año y bueno es hacer un balance. Empresas, instituciones, negocios, gobiernos abren un espacio para hacer un “balance” de fin año, (aunque sea fiscal); y es muy importante porque de otra manera no se sabría cómo marchan las cosas y, de haber fallas, cómo corregirlas. ¿Y qué negocio o proyecto   más importante que la propia vida? Bien merece un buen balance.

¿Y cómo llegamos a saber que el don más precioso que es nuestra vida, no se ha convertido en un desperdicio lamentable? Y el tiempo que hemos perdido y los talentos desperdiciados, ¿acaso podremos recuperarlos? El tiempo no vuelve atrás como el río jamás vuelve a su cabecera. Y el tiempo que pasa y nos lleva inexorablemente a un final, como quiera que deseemos entenderlo, ¿cómo lo hemos invertido, en qué lo hemos gastado? Lo aprendí de mi padre: “el tiempo perdido los santos lo lloran”. “Tarde te conocí, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé”. Sentía Agustín que le faltó tiempo para amar el Amor. Sentía que había descubierto tarde aquello que hace inteligible la vida, aquello que la libra del vacío, del absurdo.

Un año más y nos sentimos más viejos; ya no tenemos los mismos bríos, el mismo entusiasmo. A cierta edad preferimos la tranquilidad y el silencio. ¿Qué sentido tienen, pues, nuestros anhelos, proyectos, logros materiales, amores y odios, tantos ires y venires? Comamos y bebamos, decían los estoicos, que mañana moriremos, (Menandro). En el fondo, el problema es el hombre. ¿Qué es el hombre? Y la pregunta no es para curiosas y vagas disquisiciones filosóficas o teológicas. Es algo muy concreto; y los santos lo han adivinado a la perfección. Si no hay una finalidad, la vida se destruye. ¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí? ¿A dónde voy? ¿Por qué tengo que irme un día y a dónde? Sin una respuesta la vida sería como una brújula enloquecida. Nuestra vida, ¿no irá por un camino que no lo es? Un balance debería llevarnos a contemplar nuestra vida ante Dios, verdad última y fundadora de sentido.

Cierto, nuestra sociedad no descansa ya sobre bases cristiana. El verdadero creyente ha de saber que va en sentido contrario a los esquemas del mundo. Hoy las cosas son muy diferentes de como fueron otros tiempos ya idos.

No solo por el ateísmo militante y estatalmente organizado, que cuenta con partidos en todo el mundo, sino porque hoy vivimos una época en que puede vivirse el ateísmo de manera casi inadvertida. Hoy se ha hecho posible vivir como si Dios no existiera (B. XVI.). El ambiente en que vivimos no está solo fuera y alrededor de nosotros. Lo que ese ambiente trasluce y lo que ese ateísmo inspira y exhala, adopta unas formas concretas, históricas, políticas y sociales, que de algún modo están dentro de nosotros mismos. Un balance de año nuevo debe analizar si de algún modo ese ateísmo ambiental no ha penetrado en mi vida. ¿Dónde está Dios, en mi vida, en el día a día de mi vida, en mi vida en sus circunstancias? Las buenas obras que debo hacer por el amor a Dios, el amor mismo, mi vocación a la santidad, mi compromiso social, mi presencia activa en mi comunidad, también religiosa, el amor a los míos, ¿dónde ha quedado todo eso? ¿No estaremos haciendo las obras de la fe sin fe, obras de caridad sin caridad? ¿No habremos sustituido la fe por el sentimiento o la religión? Si he de presentarme ante el Señor, ¿qué cuentas llevo? ¿Qué llevo en las manos? ¿De dónde ha de partir nuestro balance?

Ignacio de Loyola pone un principio rector vital al inicio de los Ejercicios de manera insuperable: “El hombre ha sido creado para alabar, para hacer reverencia y servir a Dios N. S., y mediante esto salvar su alma; y la otras cosas sobre la faz de la tierra tanto ha de usarse de ellas cuanto ayuden a conseguir el fin, y tanto debe privarse de ellas cuanto para ello le impidan”. (23).

Sin lugar a dudas este es el punto central de un balance cristiano de nuestra vida: somos creaturas de Dios, de él salimos y hacia él nos dirigimos; para eso es esta vida, para conocerlo, amarlo, darle culto y, así, salvar la vida. todas las demás cosas serán buenas o malas en la medida que me ayuden o me impidan “lograr el fin para el que fui creado”. Si se malogra la vida y no llegamos a ese fin, hablamos entonces de la condenación eterna, es decir, de la eterna frustración; ver con verdadera desesperación la pérdida de lo que pudo haber sido y no fue. ¿No habremos sustituido al Creador por las creaturas?

Pablo dice de manera diferente: “dado que sabemos que, si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu”. Pablo habla de nuestro cuerpo corruptible en oposición al cuerpo “revestido de inmortalidad” que nos aguarda. Lo fatal sería que mientras nuestro cuerpo mortal se va destruyendo, carcomido por el tiempo, no hagamos lo conveniente por que se vaya construyendo esa otra mansión, esa morada eterna.

Un balance cristiano debería versar sobre este tema. ¿I’m going for the right way?, tal ha de ser nuestra pregunta, nuestro balance. ¡Sí!, concluye Pablo, los que estamos en esta habitación (terrestre) gemimos angustiadas. (2Cor.5,1-4).

¿Cómo vamos haciendo el camino de la vida?, pide un buen balance.