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Veo gente por todas partes, solo que no parecen personas. (A. Platónov).

No dudo en afirmar que soplan vientos apocalípticos. Se respiran en el ambiente ansiedad y miedo; quienes gobiernan parece no llevar la nave a buen puerto, están desorientados. Vemos solo una lucha sórdida por el poder, astucia, mentira, golpes precisos, en tiempo y forma. En estrategias inauditas juegan con la vida humana. Los analistas nos pintan a diario el desorden, el mal que parece ser omnímodo. Cierto, el bien no es noticia, no hace ruido. Pero el mal es hiriente. Los artículos de R. Palacio, de Fnz. Meléndez, de Sarmiento, etc., pintan sucesivamente cuadros de alarma.  Reales. Y no pasa nada. Urge, pues, otra lectura, una teología de historia; de otra manera todo se reduce a un anecdotario. 

Hace mucho tiempo, tal vez en 2006, citaba para mi entrega a R. Palacio que hablaba del caldo de cultivo de donde está brotando el mal que nos atosiga. Documentaba el fenómeno con alcances de sociología: «el esquema de los carteles se aplica en los sectores de la población más marginados, provenientes de núcleos familiares rotos, de violencia intrafamiliar, sin educación, ni ingresos y, sobre todo, sin ninguna esperanza o expectativa de mejora. Son parte de la generación “Z”, la de la crisis, (la generación perdida, digo yo), en el fondo de la cadena productiva; vienen del lumpen, o de los linderos de la vida más miserable. En esos segmentos sociales, el reclutamiento es mucho más sencillo; los grupos criminales lo saben». 

Persiste la causa, persisten los efectos. Y el hecho es que la pobreza, los círculos de miseria, ese lumpen humano, ciénega de miseria y desesperación, de hacinamiento, donde no pueden brotar ni subsistir siquiera las relaciones humanas más fundamentales del hombre, como la familia, ahí donde los horizontes no existen, esa realidad, digo, no sólo sigue intacta, sino que se amplía y ahonda, el problema sigue latente, como el virus.  Por lo tanto, esa situación de millones de seres humanos sigue siendo la cantera donde se abastecen las filas del crimen. Hay que pagar con hijos, muchas veces. Esto decía yo hace mucho tiempo, ¿cuánto hemos avanzado? Leamos, este miércoles, a J.F. Menéndez: ‘Ante su espejo’. Urge, pues, otra lectura.   

El eminente biblista, italiano, A. Penna, en su comentario a Isaías, tiene un párrafo muy importante: Estos hombres, los profetas, reconocen en el pecado la fuente de sus desgracias y, por lo tanto, saben que en el arrepentimiento van a encontrar la salvación de Dios. Desgraciadamente nosotros hemos perdido el sentido de la historia, y esto vale también para la vida litúrgica cuando ésta se reduce a una práctica desvinculada y desvinculante. Nos resulta muy difícil dar una interpretación teológica a la historia. ¿Qué historiador de la iglesia hoy tiene el valor de decir que un determinado acontecimiento sea signo preciso de la voluntad de Dios? El profeta da una interpretación propia de la historia en cuanto hombre carismático. Hoy, un creyente podrá tal vez aceptar que la última guerra haya realizado un cierto proyecto de la providencia, pero difícilmente se atreverá a decir cuál. Cualquiera que fuera la interpretación específica dada por un profeta, la cuestión sería diversa”. ¿Qué nos ha dicho Dios con esta pandemia? ¿Solo un sálvese el que pueda?

No hicieron cosa diferente los genios del cristianismo al derrumbarse el Imperio; desde hacía tiempo crujían los cimientos. Espíritus finos, como Agustín o Jerónimo, lo presentían. El 24 de agosto del 410 entraron a Roma las huestes de Alarico destruyéndola a fuego y hierro. Aquel suceso hizo templar a los espíritus más fuerte del paganismo y del cristianismo con una depresión moral generalizada. Jerónimo, desde Belén donde preparaba el comentario a Ezequiel, expresa su queja desolada. “Y me vino a la mente la sentencia bíblica: La música en el duelo está fuera de tiempo”. Y Agustín dictaba su obra maestra, para todos los tiempos: La Ciudad de Dios. Casi en agonía, e Hipona sitiada, dictó los últimos capítulos. Intentaba una lectura del derrumbe desde la fe, hacía una teología de la historia. «La Ciudad no son las murallas, son los ciudadanos». ¿Dios se habrá callado? ¿O los profetas, enmudecido? Y el hombre solo, como un náufrago, lucha por sobrevivir. ¿Se habrá cumplido la profecía de B.XVI: “El hombre de hoy ha aprendido a vivir como si Dios no existiera? Para mí, esto es fría realidad. K. Rahner acuñó una sentencia inquietante: “Si Dios es borrado del mundo a grado tal que su imagen sea cancelada de la mente humana, dejaremos de ser humanos y nos convertiríamos en animales muy astutos, muy hábiles; y nuestro destino sería demasiado horrible para contemplarlo”. Pero no, nuestro Dios es el Dios de la palabra; viene a nosotros en su Palabra hecha carne. Dios no abandonará a su hijo pródigo. 

El gran juego de la libertad. En ese diálogo con Dios, que parece imposible, el hombre se juega todo. Se trata del juego más radical jamás expresado por ningún pensador sobre la libertad del hombre: «Mira: hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal. Si obedeces los mandatos del Señor tu Dios, que yo he promulgado hoy, vivirás y crecerás y el Señor te bendecirá. Pero si tu corazón se aparta y no obedeces, yo te anuncio hoy que morirás sin remedio. Hoy cito como testigos contra ustedes al cielo y la tierra, te pongo delante la bendición y la maldición. Elige la vida y vivirás» (cf. Dt 30,15-20). Tal es el problema radical y último del hombre. Elegir entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, tal es el dilema.

Este texto formidable se refiere a las Mandamientos de Dios. Lo que pasa cuando no se cumplen los mandamientos se ve y se oye a diario en los medios, en las redes. Cuando las personas ya no saben lo que está bien y es correcto, cuando las fronteras entre el bien y el mal se hacen borrosas, cuando no se cumplen las reglas y normas preestablecidas, el mundo se deshumaniza. Entonces, un mundo sin reglas da miedo. Uno ya no se puede fiar de nada. Al negociar entre empresas, ya no se puede garantizar la honestidad. El impedimento para matar se hace cada vez más débil. Uno siente que la sociedad se convierte en una amenaza. Ya no se puede estar seguro de nada. Incluso en la propia casa no se encuentra refugio. Cuando el asesinato y el robo se convierten en delitos menores, la vida se impregna de miedo. Cuando el matrimonio no es sagrado, dejan de nacer familias donde los hijos encuentren un hogar. Y la célula nuclear de la sociedad empieza a desvanecerse. Y con eso la sociedad pierde su fundamento constituyente. 

Tus preceptos son admirables. (Salmo 118). Y uno empieza a desear cumplir y que todos cumplamos los mandamientos. Entonces nuestra convivencia sería en paz, serena y tranquila, marcada por el respeto, por el amor. Quejarse del hecho de que los Mandamientos se hayan olvidado o sean menospreciados, no hace mejor al mundo. Con meros actos de culto desvinculados, con fundamentalismos con sermones moralistas no aportamos nada en esa dirección. Los Mandamientos son, a la postre, un diálogo de Dios con el hombre. En su misericordia, al crearnos y marcarnos un destino, nos ha enseñado el camino, nos ha dicho por dónde tenemos que caminar. Un día Jesús nos dirá que “él es el camino, la verdad y la vida”, simplemente todo lo que el hombre necesita para hacer su camino, para encontrar el “sentido”. Si por las más diversas razones no aceptamos esta ayuda, caminamos a tientas y caeremos siempre en los mismos errores. 

Con sus mandamientos, Dios protege nuestra libertad; no son unas trancas, son un cauce suave por donde podemos alcanzar nuestra plenitud, indican el camino hacia una vida plena. Por ello, constituyen para todos los hombres de todos los tiempos y razas, un patrimonio común. Dios busca nuestra felicidad. No puede ser de otro modo cuando  nos pide no sustituirlo por ídolos, no usar mal su nombre; cuando nos pide reservar un tiempo, un día a la semana, para la oración y el descanso, cuando nos pide respetar y venerar a nuestros padres, para salvaguardar la estructura fundamental familiar: no puede ser de otro modo cuando nos pide no matar y nos invita a respetar y humanizar la potencia sexual, buena en sí misma, don suyo, cuando nos pide no calumniar, no defraudar, no robar, no corromper, no mentir, no desear al cónyuge del prójimo, lo hace para nuestra felicidad y plenitud; es más, su objetivo propio es la salvación eterna.

El año 2000 visitó México Lech Walesa, fundador de la nueva Polonia; Zabludovsky lo entrevistó y le preguntó: ¿Qué aconseja Ud., a los políticos mexicanos? ¡Que cumplan los mandamientos!, contestó en seco. Vamos a unos anuncios, dijo D. Jacobo, y en seguida volvemos. Cuando volvimos de los anuncios ya no estaba Walesa.