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Morimos solos. La vida dice siempre comunión o comunidad, aun en el seno de la madre, – y, ¿dónde se estará en comunidad más íntima? -, hasta el punto que un yo humano aislado, solitario, no puede ni nacer ni subsistir, ni ser, en absoluto, pensado; la muerte, en cambio, logra suspender, por un momento intemporal, esta ley de comunidad, de la comunión de los seres. Y cuando quien muere es el padre o la madre, cuando el que cruza el umbral sin retorno es aquel o aquella con quien nuestra vida ha estado, y en cierta forma se ha hecho, la sensación de soledad y ruptura alcanza su tensión más alta. De momento, el golpe desimanta, la brújula que guía, enloquece. Los recuerdos se agolpan y confunden.

El tramo final, antes de la meta última, se hace en solitario. Los vivientes o dolientes pueden acompañar al moribundo hasta el umbral postrero, y él puede sentirse acompañado por ellos, sobre todo si es la comunión de los santos, – dogma dolorosamente ignorado por los cristianos -, la que lo acompaña por la fe en Cristo que también cruzó en el más completo abandono y soledad esa meta. Esa soledad hace que la muerte sea realmente «el pago del pecado» (Rom.5,12), es lo que le da el carácter terrible de amargura, de hecho incontestable y brutal que cancela todo. «Por el hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte» (Rom.5). La muerte es la enfermedad mortal que los humanos contraemos al nacer, (Agustín). Resulta ocioso especular cómo hubieran sido las cosas en caso contrario, cómo hubieran sido de no haber existido el pecado, ruptura y rebeldía original.

El 5 de mayo de 1968 mi madre cruzó el umbral para salir de este mundo; en agosto de 1977, mi padre la seguía y luego mis hermanos mayores fueron siendo engullidos sucesivamente por el remolino, uno tras otro, en triste y dramática fila, y cuando uno mira hacia atrás ya no hay nadie. Los testigos de la vida, aquellos que avalan los recuerdos que nos hacen, los testigos del hacerse que es la vida, toda la experiencia vital acumulada, queda como difuminada en un erial ingrato y lejano. A mitad del páramo de la existencia solo el sol que abrasa y el polvo que borra las huellas. Ya no hay a quien preguntar cómo fueron las cosas que nos moldearon, quiénes las personas cercanas que nos tejieron y nos arrullaron; cómo se acuñaron los recuerdos aun encendidos. Se es huérfano, entonces. Se está solo ante la responsabilidad de la vida. Solos partieron en la soledad de la agonía y llena de soledad quedó la vida.

Un día de mayo, posiblemente el día 7, me llamó a su despacho el rector del seminario. Cuando entré, se levantó de su escritorio; grave y solemne, caminó hacia mí y me tomó del brazo. Llamándome por mi nombre, para imprimir solemnidad al acto, me dijo, para darme ánimo, “yo sé que tú eres un hombre fuerte, dueño de una gran reserva de fe y fortaleza. Quiero comunicarte lo siguiente: hablaron de tu casa, tu familia, para comunicarte que tu madre ha muerto. Dicen ellos que no es necesario que vayas; ya fue sepultada. Pero si quieres ir, puedes hacerlo cuando tú lo decidas.” No recuerdo si dije algo, si contesté, en todo caso cualquier cosa sin sentido; no recuerdo siquiera cómo salí del despacho. Esto había sucedido al filo de las 10 de la mañana; a las 11 tenía yo clases, y me contemplo enfundado en un hábito negro, dando la lección. Sobre todo pesaba un silencio cómplice, y caí en la cuenta de que todos mis compañeros, e incluso mis alumnos, lo sabían ya y, respetuosamente, calladamente, me acompañaban en aquel dolor ignoto esperando, tal vez, mi reacción. ¿Qué sucederá cuando se dé cuenta? Y es que en esas circunstancias no se pueden decir palabras, no se aceptan fáciles compensaciones. Algo muy dentro, en lo más profundo de nosotros mismos, se ha roto. Ya nada será igual. Algo se ha quebrado para siempre. Todo había adquirido un matiz sonambulesco, irreal. Las cosas comenzaron a discurrir de manera diferente.

Cuando la muerte pega tan cerca algo de nosotros también muere. Fisiológicamente somos un proceso ininterrumpido de descomposición. Pero también en el espíritu sucede este ir muriendo, poco a poco, en la medida en que las experiencias humanas más profundas se revelan inestables. ¿Qué más puro y bello, consistente y gratuito que el amor de mi madre? Pero aquel cinco de mayo estaba muerta. Uno de mis hermanos me contó que, sabiéndose al borde de la muerte, le preguntaron si quería que me avisaran. Ella contestó: “A él no le digan nada. Él está cumpliendo con su deber.” Siempre entendí esta respuesta como un segundo parto de ella y un segundo nacimiento mío. Ella me había entregado a este mundo y, en este momento último de su vida, con su actitud, quería dispensarme de la pena y del dolor, de la distracción, tal vez; me entregaba a una misión que debía cumplirse. Sí; el espíritu se sacude, tiembla, se estremece, pues la inconsistencia parece la regla. Nada perdura, ni los amores más puros y bellos, ni el abrazo ni el beso de los amantes que se pensaron eternos. Entonces, ¿por qué existe en el alma la chispa del deseo de lo eterno, y se presiente y no nos resignamos a la desaparición? ¿Qué misterio es éste? Mientras llega la propia, la muerte de los que hemos amado, de aquellos con quienes nos hicimos tan íntimamente, se traduce en lección y advertencia.

La muerte de la madre ha arrancado páginas sublimes. El Rayo, titula J.V. una de sus más bellas páginas, donde describe la tormenta que se desata en el alma a la muerte de su madre. Sí, el rayo es una imagen perfecta cuando la noticia llega así, de improviso, sin esperarla, que nos estremece y nos deja medio muertos, aturdidos. Juan José Arreola decía que él daba toda su obra por haber escrito estas páginas de Vasconcelos. Aferrado, a la mitad de la noche, a las verjas de La Catedral cerrada, ante lo inasible de Dios, da rienda suelta a su dolor inexplicable: “Una sensación de oquedad y de páramo interno me cortó la vena del llanto. No alcanzaba sosiego y sentía odio del pensamiento […] Sólo una voluptuosidad me consolaba: la de sentirme deshecho del cuerpo y extenuado casi como lo estaba ella en su lecho mortuorio. Cualquier otro consuelo era cobarde. Apenas sí una voz, la voz de ella, clamaba desde la profundidad, aunque me resistía a prestarle oído: «No ames lo que se ha de morir», había dicho ella tantas veces, y «Sólo al Dios eterno has de amar.» Dios, la palabra temida, me sonaba ahora terrible; ni osaba pronunciarla, temeroso de agravar mi secreto […]”. O por temor a la blasfemia. Por sobre el fragor de la tormenta se alcanza a oír la verdad eterna.

 

 

Olegario González de Cardenal ha escrito un bello libro a propósito de la muerte de su madre. Aúna al dolor gigante, profundamente humano, incuestionable y legítimo, la gran perspectiva de la fe. “Si toda muerte es un sobresalto para el viviente, la muerte de los padres es, para los humanos, no sólo un sobresalto, sino un acoso. Éste es percibido como amenaza en un sentido, como injusticia en otro y, finalmente, como arrojo al primer plano de la existencia, cuando uno querría seguir viviendo en el lugar más resguardado de la retaguardia.

“La muerte de los padres significa que ha desaparecido la primera línea en la batalla de la vida, y que los demás somos enviados a la frontera de la responsabilidad última y del peligro supremo. Ellos sostenían la vida, en cuanto que ésta es mucho más que trabajo material o ganancia económica, soporte jurídico o defensa física. Sostenían a la vida en cuanto que la vida es contenido de verdad y de sentido, responsabilidad, memoria acumulada y protectora, finalidad responsable. Todo hombre nace de padre y madre, con padre y madre crece, y sin padre ni madre se queda en la vecindad de la muerte.” Tal es la responsabilidad última, tal la orfandad. ¿Hacia dónde vamos, entonces? O como dijo el poeta, ¿todo es vil mentira, podredumbre y cieno? ¿Vuelve el polvo al polvo, vuela el alma al cielo?

Yo no aconsejo que el sacerdote haga la homilía cuando el cadáver es el de la madre o padre propios. Corre el riesgo de fingir o de perderse, al menos. ¿Cómo honrar padre y madre en el trance de morir? Yo fui víctima de este desastre cuando, joven aún, hube de predicar ante el cadáver de mi padre y de mis hermanos. Más allá del elogio fácil o del dolor evidente, ¿cuáles son esas pocas palabras verdaderas, esas pocas palabras necesarias, esas pocas palabras suficientes que un hijo debe proferir para honrar padre y madre, para encausar el dolor connatural, para pensar la muerte inexorable, para confesar la resurrección esperada? ¿Qué dirá de la muerte, cuando ninguna retórica, ninguna distancia y ninguna objetivación, silenciadoras del corazón, le son posibles? Hay momentos en que la vida nos pone a prueba de toda verdad, uno de ellos es éste en el que hijo tiene que hablar de la muerte, con madre o padre muertos ante los ojos.

Sagrada misión cuando la sociedad esconde la muerte y al moribundo, haciendo toque de queda con silencio porque no tiene palabras, no sabe razones, ni alberga esperanzas. Con cuya ayuda la muerte puede ir siendo personal y familiarmente disfrazada y asumida. También ahí el sacerdote está llamado a participar del desconcierto y del asombro. Y dejar su testimonio honesto.

Ante tal situación, ¿Quedan, entonces, tan solo el absurdo, la náusea, la desesperación? Tampoco fáciles consuelos. El riesgo último radica en la posibilidad de rechazar el amor de Alguien que ha asumido ya y transformado, esa última soledad. Alguien ha muerto, ya, nuestra muerte y nos ha incorporado a su misterio, – en su muerte hemos sido bautizados -. Cristo tomó sobre sí la muerte de los pecadores con radicalismo último, con una densidad dramática, que no solo lo dejó impresionantemente abandonado de todos los hombres; no solo le hizo despedir a los pocos que estaban a su lado, sino entregar, expresamente, al Padre divino el eterno lazo de comunión entre ellos, el Espíritu, – en tus manos entrego mi espíritu -, a fin de saborear hasta    la última gota el total abandono, aún de su Padre. De la soledad y el abandono supremos de la cruz y del Crucificado brota toda certeza en nuestra hora postrera y toda la verdad sobre el amor que es más fuerte que la muerte. El inefable descenso del Hijo, a “los infiernos”, ha redimido, ha restaurado la vida.

Todo esto es la verdad definitiva y última. Nadie como Pablo lo ha expresado escribiendo a los romanos: «si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para él, de tal manera que, tanto en la vida como en la muerte somos del Señor porque para eso se levantó de entre los muertos, para ser señor de vivos y muertos». De hecho, el acontecimiento fundante, el bautismo, es una incorporación a su vida, muerte, sepultura y resurrección, todo como la revelación suprema del amor, del amor que es más fuerte que la muerte, del amor como único punto clarificador del misterio total. Solo viviendo en el amor divino se puede pronunciar la expresión postrera de Teresita de Lisieux: «No muero, entro en la vida». «Morir de amor». Solía decir la santa.

La Iglesia lo canta soberbiamente en la Pascua: «muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida».   Estamos en la etapa de la vida restaurada por la resurrección de Cristo en el amor y todo se resuelve en el dejarse amar. En esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos, en que amamos a Dios como respuesta a su amor y en él amamos a nuestros hermanos. El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor. Y nosotros hemos creído en el amor; y el amor existe, no porque nosotros hayamos amado a Dios, sino porque él nos amó primero. Y el misterio de hombre y el misterio de Dios se resuelven en el amor o no se resuelven. La tragedia de nuestro tiempo inconmensurable consiste en que estamos asesinando al amor, lo estamos negando en todas sus formas y hemos entronizado la muerte. A un mundo así se le reserva la surte a la que alude Papini: “la tragedia del hombre actual es que al diablo ya no le interesa comprarle su alma”.

Cuántas veces había regresado, de vacaciones, a mi pueblo, feliz de volver al principio, a los orígenes, para beber, de la propia tierra y del ambiente vital, la energía que necesitamos para el camino. Ahora todo tenía un carácter lúgubre; la casa estaba vacía y deshecha. Al verme, mi padre lloró: única vez que lo vi llorar en toda su vida. De repente, todo había cambiado; ya nada era igual. Todos se afanaban en cumplir con sus obligaciones, con la misma diligencia, pero faltaba el alma, faltaba el espíritu. El llanto se acumulaba en el alma. Yo no lo entendí entonces, afectado por una especie de bloqueo, pero aquello fue el principio del fin para mi familia. A la muerte de la madre sigue la dispersión.

Sin embargo, yo no percibí el acontecimiento, al menos entonces, como el final de todo. En mi caso, yo no podría saber exactamente si lo que por entonces invadió mi espíritu fue resignación o inconsciencia o un extraño mecanismo de defensa donde me ocultaba del dolor gigante. Y no lo sé todavía. Definitivamente, todo cambió; y eso sí, pasamos de la retaguardia al frente de la batalla por la vida. Y desde entonces, animado por el dulce recuerdo, por el sacrificio de aquella mujer, continuamos el camino, tantas veces difícil. Y en ella, cuya actitud espiritual quedó plasmada en sus últimas palabras respecto a mí, rindo homenaje a las madres que supieron serlo y que ya no están con nosotros en este mundo, pero que viven para Dios por el amor con que él nos ha amado y al que ellas respondieron. Rindo homenaje a las madres que han dejado a sus hijos el legado supremo del ejemplo de una vida digna, cristiana, y me declaro cercano a quienes así lo han experimentado y así lo viven hoy. Cerca del Ing. Enrique Fernández en su circunstancia.