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Hay una anécdota en la vida de Dostoievski según la cual, durante sus largas estadías en Alemania, en un famoso balneario, una vez al año  pedía a su esposa que lo acompañara a Dresde; una vez ahí se trasladaba al Museo de la ciudad donde se encuentra, hasta la fecha, una pintura de Rafael en la que aparece la Virgen sentada con el Niño en los brazos. Por cierto, Rafael pintó dos veces la misma imagen con mínimas diferencias de detalle y con muy poca diferencia de tiempo, y hace cosa de un par de años, por primera vez se juntaron en Dresde las dos obras. Obviamente se trata de una obra genial en la que el artista plasma la plena humanidad de la Virgen y del Niño envueltos en la tierna intimidad de una madre de verdad y un hijo de verdad envueltos en halo de la divinidad.  Pues bien, Dostoievski pasaba todo un día sentado frente a la imagen contemplando a la Virgen y al Niño, un día de silencio y de soledad interior, un día contemplación. En cierta ocasión su esposa le preguntó el por qué de ese gesto anual, y el atormentado autor ruso le contestó: «Porque quiero reconciliarme con la humanidad».

María, en efecto, es descendiente de Adán, es creatura; no es diosa ni figura mítica. Y este 15 de agosto  celebramos una festividad en la liturgia católica que responde plenamente a lo dicho por Dostoievski. Contemplándola Asunta a los cielos descubrimos nuestro destino último, el para qué de esta peregrinación nuestra que llamamos vida.

Este día 15 la prensa internacional nos mostró en la retahíla de cadáveres en Egipto un fracaso más en nuestra humanidad; el término de la otrora llamada pomposamente primavera árabe, ha sido muerte, sangre, desesperación, miedo y la mezcla fatídica de religión y política. Ese conflicto hunde la zona entera en una espiral descendente de angustia y de muerte. Muchos son los signos ominosos que pareciera cancelan nuestra esperanza. Los observadores de nuestra cultura están de acuerdo en señalar una crisis de esperanza que ensombrece la humanidad de nuestros días; la guerra, el terrorismo, la violencia, el hambre, el narcotráfico, la pornografía desatad, son signos desesperanzadores que significan una crisis de la cultura. Pero la crisis es más que económica o cultural, es una crisis antropológica. A este hombre debemos mostrarle la razón de nuestra esperanza tal como brilla en Cristo glorificado y en María que hoy es llevada al cielo como signo y primicia nuestra.

Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por las aspiraciones sin límite, siempre anhelante de comulgar con lo divino y siempre fallido en su intento; turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náuseas y hastío, la Virgen contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya concedida en la ciudad de Dios, nos ofrece una visión serena y una prueba tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la ansiedad, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea,  de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte. Sí; contemplando a la Virgen, creatura humana, pero que porta en sus brazos al que es la Vida misma, nos reconciliamos con la humanidad, como intuyó Dostoievski, porque en Ella  brilla nuestra esperanza, nuestro destino final.

Metáfora y misterio. Los artistas, más que los especialistas, suelen captar el misterio íntimo de la cosas y saben expresarlo. Así, Rainer María Rilke se expresa de la Virgen Asunta  en el verso siguiente:

El Ángel que un día

le trajera el anuncio de su alumbramiento,

está ahí otra vez, aguardando que

reparase en él.

Y le dijo: ya es tiempo de que

resplandezcas.

Y, lo mismo que entonces, se sobrecogió,

y demostró de nuevo ser la esclava

con un signo de profundo acatamiento.

 

¡Qué hermosa concreción metafórica del poeta! Y es que no podemos separar la Asunción de la Anunciación. En aquél primer momento María recibe al Hijo eterno del Padre en sus entrañas purísimas; ahora, cuando ya todo se ha cumplido, cuando ya también María puede decir “consumatum est”, es asumida en el infinito mar de la divinidad.  ¿No es acaso éste, acaso, el destino de todo creyente? ¿No estamos llamados a fundirnos en la misma beatitud divina,  culmen y término de nuestra esperanza? ¿No es ésta, a la postre, el objeto de nuestra fe?

Un poeta anónimo del Libro Sagrado canta así:

Levántate, amada mía,

Hermosa mía, y ven a mí

porque ha pasado el invierno,

las lluvias han cesado,

brotan flores en la vega,

y es el tiempo de la poda.

Son los versos del Cantar de los Cantares. En el oído de la Virgen, tal vez resonaron, al ritmo de su póstuma respiración, las palabras del Hijo: “Voy a preparaos un lugar”. Cuando el Hijo haya sido glorificado, ¿para quién prepararía primero un lugar? María Asunta, glorificada, es en la gloria la Madre del Hijo glorificado. Y esto suena  hermoso en nuestro valle de lágrimas, en nuestro día a día marcado por el cansancio de la peregrinación, por el sufrimiento, por el dolor, por las incomprensiones. Por la tardanza. ¡Ven, Señor Jesús! ¡Cuántas veces la Madre en su soledad repetiría esta súplica que es la súplica de la iglesia! La iglesia que en su camino, en su soledad, en su martirio cotidiano sigue ansiando la pronta manifestación de Señor, llegar al reposo, donde el Hijo y luego la Madre nos han precedido. Dice el poeta J. Bergamin:

Volver a Dios es morir,

pero morir de una muerte

en la que empieza el vivir.

Y Rilke añade que “a la muerte le pertenecemos con la sonrisa en los labios”. Es el estilo cristiano de recibirla luminosamente, como una dorada tarde de otoño cuando se recogen los frutos maduros. Así, también la Virgen, al sentir que el Hijo la llamaba a seguirle, se presentó rodeada de luz y alegría, como una lámpara que antes de extinguirse lanza su último destello brillante. De esta suerte, aquella paloma del Señor, rompió los lazos que la aprisionaban, se levantó en vuelo hasta la gloria bienaventurada bañada en el oro del sol último. ¿Qué de raro tiene, pues, que el sentido de la fe de los cristianos le rece millones y millones de veces al día: “ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”?

María es mujer. Así reza un documento de la iglesia; parece demasiado obvio pero es necesario reflexionar seriamente sobre esa frase. En efecto, todo su ser mujer fue puesto en disposición del misterio divino. María es mujer. Por el ministerio maternal de María,  Dios realiza la total cercanía con la humanidad. Desde el lado humano, Ella determina el momento de la redención. En Ella, Dios, en su Hijo, se hace cercano, compañero de camino, hermano y redentor nuestro. María no es el centro, pero es central. Al final del camino, porque todo camino, cuando lo es, tiene final, María llega a donde todos nosotros esperamos llegar.

A esta capacidad de proyectarse en las situaciones humanas, me refiero al señalar que la Asunción contiene una insospechada beta de significados aplicables. Nada es eterno sino la plenitud de belleza que encierra la Asunción. Las utopías no mueren a diferencia de los bienes pasajeros y los males que no duran cien años. También las ideologías mueren, mueren nuestros odios y nuestros amores, somos una tarea inconclusa. Inalterable es el deseo de no envejecer, de rejuvenecer sin necesidades de cirugías estéticas. La promesa de resurrección y glorificación realizadas en María permanece y tira de nosotros.  “Ella, como humilde sierva, escuchó la palabra y la conservó en su corazón: admirablemente unida al misterio de la redención, perseveró con los apóstoles en la plegaria mientras esperaban al Espíritu de la verdad, y ahora brilla en nuestro camino como signo de consuelo y de firme esperanza”, reza la Iglesia.

Una invocación muy antigua, que nace, tal vez, en el mundo de los marineros antiguos, saluda a María con una bella oración que comienza así: “Salve Estrella del Mar”, “Ave Maris Stella”. La comparaban con la estrella que en medio de los mares ignotos y procelosos guiaba a buen puerto a los navegantes. Y la piedad cristiana conserva esta invocación. Este hermoso poema pertenece a Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, siglo V, y Mozart musicalizó admirablemente. Y es sublime.

Primicia y figura. Desde su Asunción gloriosa a los cielos, sigue mostrando su protección a la iglesia que peregrina hacia la vida eterna, hasta que llegue el Señor lleno de gloria. También en la adolorida situación de nuestra ciudad, oscura y pesada noche de nuestra noche particular, en el momento cuando no brillan las estrellas y los horizontes están cerrados, porque el corazón de los hombres también se han cerrado a Dios; en el momento que todo calla y todo cae, en la hora que las fronteras se hacen borrosas, cuando el egoísmo, la rabia y la codicia parecen tener la última palabra, cuando no vemos ni verdad ni justicia ni belleza, sino el horror y la muerte, y las lágrimas y la orfandad, la Asunción es una estrella en esta noche oscura.

De muchas otras cosas se puede escribir; hay quien lo hace. De esto no escribe nadie. El mundo nos desconcierta; “ésta incorregible raza humana”, decía Dostoievski, que no se detiene ante nada ni ante nadie, que se complace derribando todos los diques que hacen más humana nuestra vida, que no aprende, raza a la que parece no enseñarle nada la historia, continúan, en una fuga desesperada hacia ninguna  parte, “ciegos ante el desfiladero”, según palabras de Pascal, necesita un punto de referencia fijo e inamovible para orientarse, necesita reconciliarse con su humanidad.

NB.  Y siempre me he preguntado, ¿qué andan buscando en Colombia? Un país con tres décadas de guerra intestina, con un territorio secuestrado, y que produce gran parte de la droga del mundo. Allá van unos y otros,  los delincuentes que aprenden rápido y bien, y otros de lento aprendizaje. A ver quién aprende más. A unos de metros de nosotros tenemos una de las la ciudades más tranquilas y seguras de la Unión.