[ A+ ] /[ A- ]

 

Hech 10,25-26.34-35.44-48; Sal 97; 1 Jn 4,7-10; Jn 15,9-17

 

Hech. 10,25-26.34-35.44-48 – Salvación universal – Pedro, impulsado por el Espíritu, a pesar de sí mismo, derriba el muro de la separación que se levantaba en todas las ciudades entre los hebreos y los paganos. Ahora que Jesús ha resucitado, no es ya el Señor y el Mesías de un pequeño pueblo, sino de la humanidad toda. El Señor no hace discriminaciones, somos nosotros quienes las hacemos; Dios no es parcial, da también a los paganos los mismos privilegios espirituales que a los apóstoles. También hoy el Espíritu de Dios nos exhorta a encontrar a aquéllos que desde siempre una tradición católica errada a considerado lejanos y extranjeros, para hacer junto a ellos el camino.

 

Sal. 97 – Himno al Señor rey.

  1. Comienza según la fórmula clásica invitando a la alabanza y enunciando el motivo.
  2. Las victorias de Dios son acciones salvadoras en la historia: el brazo de Dios se manifiesta con poder irresistible. Y la victoria, ganada para salvar a un pueblo escogido, es revelación para todas las naciones; porque es una victoria justa, es decir, salvadora del oprimido y desvalido.
  3. Esta victoria histórica no es un hecho particular, sino un punto en una línea coherente de amor: el Señor es fiel a sí mismo, se acuerda de su fidelidad. Su amor por Israel es revelación para todo el mundo.

4-6. Segunda estrofa: intermedio orquestal con aclamaciones del pueblo al Señor Rey.

7-8. En la tercera estrofa la naturaleza es invitada a la alabanza.

8-9. El salmo culmina en la venida del Señor a establecer su reino en la tierra: un reino de justicia y rectitud.

 

1 Jn 4,7-10 – El amor tiene dos dimensiones – Dios nos ha amado solo para que nosotros lo amemos y para que aprendamos de él a amarnos unos a otros. Es espejismo y presunción querer amar sólo a Dios, porque ante lo que él ha hecho por nosotros, toda respuesta nuestra es indigna e insuficiente: no se puede hacer otra cosa que recibir su amor y reflejarlo sobre los hombres, hermanos nuestros. Y si los amamos con tal desinterés que sea eco del amor de Dios, entonces “Dios permanece en nosotros”. No me alejo de Dios cuando camino en medio de los hermanos; es más, es él mismo el que me impulsa hacia ellos.

 

Jn 15,9-17 – El testamento de Jesús – Las últimas palabras de Jesús a los discípulos reunidos antes de la Pasión, son la promulgación de la nueva alianza fundada en el amor. También aquí, como en la antigua alianza, se trata de una elección de parte de Dios, a la que debe corresponder un compromiso de fidelidad por parte del hombre. El amor del Padre en Cristo se convierte en la razón de ser del nuevo pueblo elegido, y el amor se convierte en la razón de ser de toda su acción. La semejanza entre el hombre y Dios, insinuada en la Creación, es ahora, en Cristo, un hecho concreto, y el nuevo Adán tiene la posibilidad de asemejarse a Dios, en el amor.

 

++++++++

 

La liturgia de hoy es rica en palabras de amor, simples y sin embargo extraordinarias. Se antojaría que son demasiadas: entonces se siente el deseo de un poco de silencio y la necesidad de la meditación para dejar cantar el amor dentro de nosotros. ¿Qué es lo esencialmente cristiano en el cristianismo?, se pregunta von Balthasar, “el amor”, responde. Proclamar y vivir, o vivir para proclamar el amor, es la única posibilidad que el cristianismo tiene ante el mundo actual, este mundo destrozado por la violencia.

 

Primera Lectura. En este domingo leemos una serie de vv. de Hech. 10. Este capitulo es uno de los relatos más largos del libro y se refiere a una experiencia vivida, casi en paralelo, por Cornelio, capitán de la compañía itálica, devoto y adepto a la religión judía, y del apóstol Pedro. Ambos reciben en una visión las indicaciones de lo que han de hacer a fin de tener un encuentro. El relato toca muchos puntos, pero en nuestra lectura atendemos sólo a unos cuantos elementos.

 

El punto que nos concierne está en los vv. 34-35.  El evangelio se va abriendo paso, poco a poco, hacia el mundo no judío; se va manifestando su vocación universal. El encuentro de Pedro, que en una visión ha recibido la enseñanza según la cual no hay alimentos impuros, “porque todo lo que Dios ha hecho es puro”, y de Cornelio, un militar romano y devoto del judaísmo, vienen a significar la apertura de la fe a todos los pueblos. El fragmento de este domingo dice: “Pedro tomó la palabra: “comprendo verdaderamente que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que le es fiel y obra rectamente, sea de la nación que fuere”. Tal vez este sea el punto central del relato.

 

En seguida, Pedro expone una amplia catequesis sobre Jesús; es el kerigma primitivo tal como lo hemos venido leyendo a lo largo de la Pascua en Hech.: “Jesús de Nazareth, hijo de Dios y Mesías que fue entregado a la muerte y resucitó al tercer día y ha sido constituido Señor de vivos y muertos”. Aquí encontramos una frase muy llamativa, muy sugerente: “Me refiero a Jesús de Nazareth, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (vv. 38); se trata de un sumario perfecto de la predicación primitiva.

 

Pedro termina su enseñanza diciendo: “El testimonio de los profetas es unánime: que todo el que cree en Él recibe por su medio el perdón de los pecados” (vv. 33b). En el texto de este domingo leemos enseguida los vv. 44-48 que nos ponen frente a otro Pentecostés, es decir frente a una nueva efusión del Espíritu Santo: “aún estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban el mensaje”; el acontecimiento sorprende al propio Pedro y demás judíos que se quedaron desconcertados de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los no judíos. Entonces la conclusión de Pedro es el remate del relato: “¿Se puede negar el agua del bautismo a éstos, que han recibido el don del Espíritu Santo igual que nosotros? Y dispuso que recibieran el bautismo de Jesús el Mesías”.

 

Esto es lo que se llama una teología narrativa. El relato, siguiendo su técnica y propósito, desemboca en la idea que quiere transmitir: el cristianismo, al que se accede por la fe, por el bautismo y el Espíritu Santo no tiene fronteras. En la estructura general de Hechos, es la forma como el escritor nos va preparando para la gran apertura de la fe a todos los pueblos y que llevará adelante el apóstol Pablo y sus acompañantes. “Pues sepan ustedes que esta salvación de Dios es enviada a los paganos y ellos sí escucharán”, con estas palabras termina el libro de los Hechos.

 

Evangelio Juan 15,9-17. Seguimos leyendo el segundo discurso de despedida que, según San Juan, Jesús pronunció en la última Cena. En la primera parte, vv. 1-8, lo veíamos hace ocho días, Jesús destaca la necesidad de la unión vital que ha de existir entre la comunidad y Jesús; él es el principio vital a partir del cual vive la comunidad y produce fruto. La alegoría se hace clara cuando Jesús habla de la necesidad de permanecer en él como condición absoluta para dar fruto.

 

A partir del v. 9, donde comienza el fragmento de este domingo, el tema dominante es el del amor: “Como me amó el Padre, así los amé yo: permanezcan en mi amor” (v. 9), “Este es el mandamiento que les doy: que se amen unos a otros” (vv 17), entre estas dos llaves, como dentro de un paréntesis, se repite en forma de espiral y con ligeras variantes el tema del amor como principio de unidad y de permanencia. “Permanezcan en mi amor”, advierte Jesús; para permanecer en ese amor es necesario cumplir los mandamientos. De esta manera se evita el riesgo de falsos misticismos o deformaciones lamentables en las que puede caer la expresión religiosa. A ejemplo de la permanencia de Jesús en su Padre, “porque cumple sus mandamientos”, así, los discípulos si han de permanecer en Jesús, es porque cumplen sus mandamientos. (Fijémonos cómo, desde la alegoría de la vid y los sarmientos, su máxima expresión, el tema «permanecer en…», es el tema de base).

 

Y luego se introduce un tema nuevo sobre el que tendríamos que reflexionar mucho: “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena” (v. 11). Y retorna luego al tema del amor. Los especialistas titulan este fragmento “los amigos de Jesús”. Luego de enfatizar el mandamiento del amor mutuo, a ejemplo suyo, sentencia: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (v. 13).  Y una vez más esa amistad tiene el fundamento en el cumplimiento del mandato de Jesús. La prueba más grande posible de amistad es dar la vida por el amigo; no se puede hacer más una vez que se ha dado la vida. La sentencia de Jesús apunta a su muerte en la cruz por nosotros. El fragmento está compuesto por una sucesión de frases yuxtapuestas, pero unidas por el motivo de la unión con Jesús.

 

Jesús no llama a sus discípulos siervos, simples trabajadores; los llama Amigos y esa amistad se manifiesta en el hecho de que Jesús ha revelado a los suyos el secreto de Dios. Luego pasa al tema de la elección, al tema que ya había enunciado al principio: la seguridad de que en su nombre Dios nos concederá lo que le pidamos, para terminar, en fin, con el tema fundamental: “esto es lo que os mando: que se amen unos a otros”.

 

Para entender este fragmento hay que fijarnos en un pequeño detalle. El contexto es lo que nosotros llamamos la última cena; para Juan esta cena fue una cena de despedida. Jesús, al estilo de los grandes patriarcas bíblicos se reúne con su “familia”, con los suyos y les entrega su testamento moral. De hecho, mediante este recurso literario el escritor del IV evangelio habla a unos destinatarios que ya no conocieron personalmente a Jesús y que se plantean el problema sobre cómo permanecer unidos a él, cómo seguir creyendo en medio de las dificultades del mundo y la tardanza del retorno de Jesús; cómo enfrentar las dudas que surgen ante la ausencia de Jesús y su tardanza en volver, en otras palabras, ¿cómo permanecer unidos a un Jesús, cómo seguir siendo sus discípulos, cuando ya no le vemos con los ojos de la carne? A estas preguntas intentan responder los discursos de adiós que Juan pone en los labios de Jesús y que según esto fueron pronunciados la noche de la despedida. Si leemos estos fragmentos en esta clave, los entenderemos mejor. Necesitamos permanecer unidos a Jesús, como el sarmiento a la vid, necesitamos vivir el principio del amor fraterno, como reflejo del amor a Jesús, tal es el leit motiv de estos discursos. Y de la teología de Juan.

 

También nosotros hoy, si queremos permanecer unidos a Jesús para seguir siendo sus discípulos a tal distancia y en circunstancias tan adversas, necesitamos buscar por todos los medios vivir la unidad vital con él y atenernos al mandamiento supremo que él nos ha dado. El test sobre nuestra verdadera unidad con Jesús y permanencia en él será el amor fraterno; ese es el fruto al que Jesús se refiere en este fragmento. No es extraña la actitud nuestra de querer amar a Dios sin amar a nuestros semejantes; nos brincamos al hermano para amar, supuestamente, a Dios. Y esto es imposible. Muy peligrosa es esa idea falsa según la cual podemos arreglárnoslas directamente con Dios sin contar con nuestro hermano. El mandamiento principal es este, todos lo recordamos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos. No hay mandamiento mayor que este. En la parábola de Lucas del buen samaritano este principio queda suficientemente ilustrado.

 

Es exactamente lo que nos dice Juan en la segunda lectura de hoy (1 Jn 4, 7-10): “Hijitos amémonos unos a otros porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”. La manifestación del amor de Dios por nosotros tampoco es un sentimiento fácil y genérico, es más bien la manifestación de un amor comprometido que se hace visible en el hecho de que nos envió a su Hijo Unigénito para que tengamos vida por medio de Él. “Y el amor consiste precisamente en esto: ‘No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y nos envió a su hijo como víctima de expiación por nuestros pecados’ ”.

 

Visión de conjunto. La liturgia de hoy nos propone unos textos muy hermosos sobre el amor de Dios. Algunos de ellos han sido comentados por Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus Caritas est, y vale la pena tener presentes las enseñanzas del Papa a la hora de meditar sobre ellos.

 

Refiriéndose a las palabras de san Juan: Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor, señala B. XVI: “Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama”. Y pone el ejemplo de la beata Teresa de Calcuta, quien encontraba fuerzas para amar a los más pobres, en la Eucaristía y, al mismo tiempo, en su servicio a los menesterosos comprendía mejor el amor de Dios. Es una dinámica que, teniendo siempre su fuente en Dios, muestra la unidad de los dos preceptos: amar a Dios y al prójimo.

 

El ejercicio de la caridad, que puede resultarnos a veces costoso, es un camino para comprender mejor cómo Dios nos ama y de esa manera también conocer mejor a Dios. No son pocas personas que se han abierto al amor de Dios y a la fe gracias a experiencias de voluntariado o de servicio a los más pobres. En su entrega generosa a los demás, han comenzado a ver el amor que Dios les tiene a ellos. Por eso, el bien que realizamos también tiene consecuencias en nosotros y sentimos esa alegría que muchas veces no sabemos explicar. A esto se refiere Jesús en el evangelio de hoy al unir la observancia de los mandamientos a la plenitud de la alegría.

 

Si atendiéramos verdaderamente a lo que sucede en nuestro corazón constataríamos la verdad de lo que dice Jesús. Una vida entregada, de donación, produce alegría. En cambio, cuando nos cerramos en nosotros mismos, nuestro corazón se va llenando de una tristeza que es síntoma de egoísmo, de una existencia que se aparta de su plenitud. Y ello tiene consecuencias también religiosas. Dice el Papa: “Cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”. La experiencia de la caridad, de la que la Iglesia es rica en ejemplos, nos lleva también a descubrir que Dios nos ha amado primero, como señala el Apóstol. Esa anterioridad del amor de Dios no debe entenderse sólo cronológicamente (me amó antes en el tiempo y por eso me creó), sino que también ahora Él sigue amándome siempre primero. La elección de la que habla el evangelio, por la que Dios se ha fijado en nosotros con independencia de nuestros méritos, se actualiza continuamente. Dios sigue derramando su misericordia sobre nosotros y, precisamente por ello, somos capaces de obras buenas. Al mandarnos el amor, el Señor nos introduce en su misma dinámica: la de elegir al otro con independencia de sus cualidades y volcar sobre él lo que inmerecidamente hemos recibido: el amor de Dios.

 

En la contemplación del Corazón de Jesús, vemos la absoluta liberalidad de su amor y su infinitud, ya que fue traspasado por nuestras culpas. Ese corazón que sigue inflamado de amor por nosotros es la escuela en la que nosotros aprendemos el amor al prójimo y experimentamos la alegría que, a veces y de manera vana, buscamos en otras partes.

 

Himno a la alegría.

Los amigos de Jesús. Así titula Josef Blank su comentario a Juan 15,11-17. Este fragmento inicia con la frase llamativa: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena”. Esto nos invita a una reflexión de mucha actualidad. F. Nietzsche decía que el cristianismo era “la religión de la angustia”, y lanzaba a los cristianos un reto, a mi juicio el más difícil que puede lanzársenos: “Demuéstrenme con su rostro que están salvados y yo creo en su salvador. Cantad los cánticos más alegres; tengan un rostro más de salvados”. ¿No habremos hecho, los cristianos, del cristianismo la religión de los mandamientos, de los legalismos, de la angustia y de la tristeza? ¿No habremos proyectado eso sobre el mundo?

 

Blank comentando este fragmento dice: “Alegría, entusiasmo y júbilo pertenecen, en la tradición bíblica, al núcleo esencial de la experiencia religiosa”. ¡Cuántas veces encontramos en la sagrada escritura la invitación a alegrarnos con el Señor! El encuentro con Dios, que crea la salvación y libera al hombre, expande alegría entre los hombres. Todos recordamos ese paso crucial de la navidad: “No tengan miedo. Les traigo una buena noticia que será causa de grande alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2,10). Así suena el alegre mensaje del ángel a los pastores acerca del nacimiento de Cristo. Cuando se anuncia y se experimenta la salvación, domina la alegría. La presencia de la salvación aparecida con Cristo es también la que da sentido a las festividades cristianas del año eclesiástico. La alegría, el ánimo levantado, forman parte del día festivo.

 

Pero, por lo demás, hay que admitir que hoy ni los cristianos ni las iglesias están ya a la cabeza por lo que se refiere a la difusión de la alegría, lo cual es sin duda un mal signo. Esto se presta para reflexionar largamente”.

 

Hace mucho tiempo, el 9 de Mayo de 1976 Pablo VI escribió una hermosa joya de su magisterio: «Gaudete In Domino»; son palabras tomadas de la carta del apóstol Pablo a los filipenses donde nos invita a la alegría: “Estad alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres”. Pablo VI advertía un cierto pesimismo que nada tiene que ver con el espíritu cristiano, el espíritu de filiación, de infancia espiritual. Y nos sorprende con este precioso documento breve que deberíamos leer con nuestro Pueblo. Pablo VI en este documento se siente urgido por Dios a exhortarnos apostólicamente a esa “alegría sobreabundante que es don del Espíritu”.

 

En el número 5 dice: “No se podría exaltar de manera conveniente la alegría cristiana permaneciendo insensible al testimonio exterior e interior que Dios creador da de sí mismo en el seno de la creación”; en la creación en el antiguo y en el nuevo testamento el llamado a la alegría es constante.

 

Veamos el número 73 de este documento: “La alegría nace siempre de una cierta visión acerca del hombre y de Dios: Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo será luminoso. Tocamos aquí la dimensión original e inalienable de la persona humana: su vocación a la felicidad pasa siempre por los senderos del conocimiento y del amor, de la contemplación y de la acción. ¡Ojalá logréis alcanzar lo que hay de mejor en el alma de vuestro hermano y esa Presencia divina, tan próxima al corazón humano!”.

 

Un minuto con el evangelio.

Marko I. Rupnik, SJ.

 

El hombre se realiza plenamente cuando ama. Según el Evangelio, el sentido de la vida del hombre está en el amor. Cristo da casi un solo mandamiento: el de amar, pero el amor sólo se realiza a través del sacrificio de uno mismo. Por esta razón, la tentación consiste en amar sin una verdadera renuncia a sí mismo, sin hacer pasar la propia voluntad a través de la muerte; es evidente que no se puede servir al amor buscando la propia autoafirmación. Morir a uno mismo puede llevar también a la autodestrucción si se trata simplemente de un propósito moralista. Se puede renunciar a uno mismo sólo porque un amor más grande y más fuerte nos ha cautivado. Se puede renunciar a uno mismo porque es Dios quien nos acoge. Se puede amar porque Dios nos amó primero. Con el amor con el que Cristo nos ha amado podemos amarnos y salvar así nuestra vida.