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Jer. 20,7-9; Sal. 62; Rom. 12,1-2; Mt. 16,21-27.

Queremos un cristianismo  sin cruz. (Pablo VI).

 

«Aléjate de mí».  La orden de Jesús a Pedro, «retírate de mí» (Vade retro, Satana,), puede ser interpretada por cada cristiano como una invitación a seguir al Maestro: como Cristo, el discípulo no puede separar de su vida, la cruz y la salvación.  Verdaderamente, los pensamientos de Dios no son los del hombre.

Se dice que hoy la fidelidad es un valor en crisis. Somos capaces de entusiasmos y decisiones generosas, pero incapaces de mantenerlos inalterados en el transcurso del tiempo. Capaces de impulsos momentáneos: menos capaces de jugarnos la vida para siempre, de entender la vida como totalidad. Pedro nos da un ejemplo de ello; fue capaz de sacar la espada y luego negar a su Señor. Se necesita un proceso humilde de conversión, un orar y vigilar porque la carne (el hombre) es débil. Es duro aprendizaje de los discípulos, seguir a Jesús también por el camino de la pasión y de la misma muerte. Jeremías nos muestra lo duro de ese aprendizaje. Igual nosotros, debemos comprender el seguimiento de Jesús por el difícil camino de la fidelidad confiada y humilde.

 

Jer. 20,7-9.- La palabra de Dios, fuego devorador – Jeremías hubiera preferido ser un profeta de prosperidad y consuelo, sin embargo, debe serlo de contestación, de desgracias. Como Moisés, incomprendido; como Elías, a disgusto y desilusionado; como Jesús en Getsemaní, prueba al mismo tiempo el derrumbe ante su misión y la potencia de una palabra que vence toda resistencia. ¿Por qué te he encontrado? Parece decir Jeremías. «Me sedujiste, fuiste más fuerte que yo». La vida es ya difícil de por sí, ¿para qué complicarla más con la experiencia quemante de la fe?

 

Salmo 62. Para superar la tentación del desaliento, tantas veces resultado del cansancio y de las dificultades de la misión, es necesaria la intimidad con Dios que refleja líricamente el salmo 62, avivando el deseo de la comunión con él, intima, intensa e ininterrumpida. Separados de Dios no podemos resistir la tentación de abandonar la vocación, o terminar convertidos en eficientes burócratas. De esa intimidad con Dios, a la que se refiere el salmo, de ese ardiente deseo de estar con Dios, es de donde el apóstol saca su fuerza. Recordamos la alegoría de la vid y los sarmientos: sin mí nada podéis hacer. S. Agustín decía: la vida del verdadero cristiano es siempre un anhelo. Es lo que nos dice el salmo de hoy. Ese íntimo y ardiente anhelo es lo que impide la claudicación de Jeremías. O de Elías o Isaías, etc.

 

El cristiano repite la experiencia religiosa, encontrando a su Señor presente en el templo y en el culto: en la manifestación de su gloria, en el banquete eucarístico, en los himnos de la asamblea, en la gracia y unión íntima. Y esta maravillosa experiencia le llena de nostalgia, como una sed total, por aquella unión plena y definitiva en el santuario del cielo.

 

Dice San Pablo: «Aunque poseo el premio porque Cristo Jesús me lo ha entregado, yo a mí mismo me considero como si aún no hubiera conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús». (Fil 3,12-14)”.

 

Rom. 12,1-2.- El verdadero culto es nuestra vida. ¿Qué le importan a Dios nuestras plegarias, nuestras liturgias si la vida que llevamos no es un eco de su voluntad?, ¿cómo presentarnos ante él si, el resto del tiempo, hacemos exactamente lo contrario de lo que él nos pide? A lo largo de la biblia Dios nos advierte: «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt. 9,13). Ninguna acción, ningún momento de nuestra vida, son dignos de ser presentados a Dios como ofrenda, si no están llenos de amor.  Nuestra participación en la cena del Señor está en la urgencia amorosa en descubrir la voluntad de Dios en toda actitud nuestra y en conformar en ella nuestro modo de juzgar.

 

Mt. 16,21-27. También Pedro es ocasión de escándalo.  Pedro, y con él la iglesia, que poco antes ha confesado su fe en Jesús, recibiendo en cambio las llaves del Reino, ahora viene probado en su fe. Cuando reconoce en Jesús al Hijo de Dios, él se convierte en su vicario; sin embargo, cuando no acepta el misterio de la muerte que marca el destino de Jesús, igual que marca el destino de la iglesia, él se convierte en Satanás.  Veinte siglos después, el evangelio, la iglesia de Pedro, se ha difundido por todo el mundo. Ella debe estar dispuesta continuamente a perder su vida, sus privilegios y sus seguridades, para aceptar y abrazar la cruz de su Señor.  

 

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La donación de la entera existencia es el hilo conductor de la historia de Jeremías que, a la postre, es la historia de todo discípulo según lo atestiguan las tres lecturas de este domingo. La vida entendida como totalidad tal como aparece en el texto programático del texto de Rom. 12; no podemos ser discípulos de medio tiempo o de tiempo compartido. Se ha de llegar a ofrecer la vida “como sacrificio vivo y santo, agradable a Dios”. Cuando el Señor llama exige una entrega sin reservas hasta dar la vida misma.

 

Esta donación solo puede ser rechazada bajo el influjo de Satanás (Mt. 16,23) dado que tal donación expresa «el pensamiento y la voluntad de Dios» (Rom. 12,2). Esta verdad queda de manifiesto en la celebré confesión de Jeremías que hemos escuchado. La voz del profeta nos estremece por la amargura casi desesperada que contiene. Con una muy audaz metáfora, él evoca la hora decisiva de su vida: su vocación.

 

En aquel día el Señor «me sedujo» (20,7); lo ha arrastrado con la fascinación irracional con que se seduce a un inexperto, como a un iluso al que arrastran con falsas promesas, como a alguien que estúpidamente cree en los planes de quien le manipula. (ver 1,18-19). Rozando la blasfemia, Jeremías acusa a Dios de abuso y engaño y prepotencia. El ministerio profético, de hecho, le ha traído solo «oprobio y burlas» (v.8), porque él debe anunciar siempre y solamente desgracias, y proclamar: «!Violencia! ¡Opresión!».

 

La tentación de renunciar es muy fuerte, se convierte casi en una decisión: «no pensaré…no hablaré más» (v.9). Pero la palabra de Dios es un incendio que quema el alma, los huesos, y que el hombre no puede aplacar o apagar: «¡Ay de mí si no predico el evangelio!» (1Cor.9,16). Y así, el profeta retorna a su «martirio» cotidiano consumiéndose por aquella palabra que lo quema, que lo supera y que, después de todo, es seductora. ¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste! Célebre página autobiográfica, ésta, de Jeremías; pero que es la misma historia de Jesús y de Pablo y de todos los apóstoles y discípulos y misioneros que en el mundo han sido. Por ello la tentación de tirar el arpa, de poner la mano en el arado y seguir mirando atrás, es demoníaca y permanente. Recuerdo una frase del señor Talamás: la tentación del apóstol es siempre el desaliento.

 

Queremos una iglesia a la carta. (B.XVI).

El relato evangélico de este domingo, según decíamos hace ocho días, ha de ser leído como la segunda parte de una unidad: la proclamación del mesianismo de Jesús solo es verdadera si acepta   el camino del sufrimiento, de la cruz y de la muerte. Nada de triunfalismos. En Mc. esto da lugar al llamado “secreto mesiánico”. El pasaje del domingo pasado terminaba con la advertencia de no decir a nadie «que él era el Mesías». Mucho ojo con esto.

 

Decíamos el domingo pasado: “¿Cuál es entonces el tema común a estos relatos de introducción al capítulo 18? Parece evidente, al menos para el conjunto de estos capítulos: la narración se centra en la persona de Jesús rodeado de sus discípulos, el diálogo con los jefes del pueblo se hace cada vez más difícil y se insiste en la idea del sufrimiento del Maestro; dicho sufrimiento se relaciona con el sufrimiento análogo, si no idéntico, que espera a los discípulos, e introduce el gran tema de la dulzura, la ayuda y el perdón fraternos que domina el capítulo 18. Se podría resumir todo esto de manera siguiente: «puesto que los discípulos siguen a un Mesías doliente y no triunfante, deben saber acoger a los pequeños y perdonarse mutuamente»”. (P. Bonnard).

 

En tres ocasiones, según los sinópticos, Jesús anuncia su pasión, su muerte y resurrección.  (Mt.16,21-28; 17,22ss; 20,17-19).  Habla de ella como de una «necesidad». Esta necesidad no se debe a la determinación individual o heroica de Jesús ni a la oposición creciente de sus adversarios, aún cuando es real, ni a una ciega fatalidad, ni a la arbitrariedad impenetrable de una Divinidad lejana, ni a las necesidades sicológicas o religiosas de los judíos o de los hombres en general, si no a un designo de Dios, ciertamente impenetrable para los no creyentes, pero que la fe podía descubrir particularmente en los textos del A.T. sobre todo en los llamados «cánticos del siervo» de Isaías. Los evangelios no hacen de esta necesidad un proceso que se desarrolla al margen de la historia en un destino a todas luces excepcional. Al contrario, nos demuestran que Jesús debía de terminar en la cruz, que su destino, en las condiciones históricas y psicológicas dadas, fue una consecuencia natural. Pero los evangelistas quieren que en esas consecuencias naturales descubramos el cumplimiento de un designio de Dios. Así lo ha entendido y vivido la mística, la oración y la contemplación de la iglesia a lo largo de los siglos, siguiendo los evangelios; esta gran verdad constituye la estupenda liturgia del Misterio Pascual: con su muerte destruyó nuestros pecados y resucitando nos dio vida nueva. En definitiva, rozamos el misterio central del cristianismo: Dios ha querido salvarnos mediante la entrega a la muerte de su Hijo querido al que resucitó de entre los muertos y lo constituyo Señor de cielos y tierra.

 

Podemos leer el evangelio de este domingo en dos partes; la primera, referente al anuncio de la pasión y reacción de Pedro, y la segunda, al seguimiento de Jesús.

 

Alexander Sand resume así la primera parte: aquí, como siempre en el evangelio de Mt, Pedro es el representante de la comunidad de los discípulos, por lo tanto, el que presenta el doble carácter de la comunidad de Jesús. Pedro no ha entendido en toda su profundidad el proyecto salvífico de Dios, por el contrario, intenta banalizarlo. Por ello se convierte en un «escándalo» con el que Jesús no tiene nada que tratar al respecto, o sea, en el asunto de la salvación. Como advertencia a la comunidad se acentúa el rol negativo de Pedro: Cuando se trata de mostrar el único camino valido para la salvación, el pensar con ideas humanas es un escándalo, y aquel que piensa así, también es un escándalo.

 

De esta manera Jesús traza el camino del discípulo, Jesús mismo es la fuente de inspiración del discípulo. No se debe buscar otro camino para la salvación que no sea el que Jesús ha trazado. Sand lo sintetiza así: Para la comunidad, que se encuentra en la secuela de Jesús, vale el testimonio de que el seguimiento es siempre un seguimiento por el camino de la pasión. Esto debe ser así porque con Jesús está en juego lo que es grande y definitivo. Es grande, de hecho, el peligro de perder lo que es eterno y auténtico, por el amor a las ganancias terrenas. Este peligro es reconocido de modo exacto solo si se le ve en el transfondo de la parusía del Hijo del hombre; en efecto, esta corresponde a la venida para el juicio, donde se revela y se valora «el desarrollo de la existencia, de la vida». La palabra, en cuanto palabra escatológica decisiva, es una amenaza para la comunidad, y así debe de ser. Pero a la palabra del juicio, Mt. agrega un consuelo: hay algunos, quizás la mayoría, quizás todos, que no están destinados absolutamente a la muerte hasta el tiempo de la parusía del hijo del hombre, al cual está ligado el inicio de la vida eterna, vencedora de la muerte.

 

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San Agustín comenta El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo: “Esto que nos ha mandado el Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, parece duro y penoso. Pero no es ni duro ni penoso, porque el que lo manda es el mismo que nos ayuda a realizar lo que nos manda. Por otra parte, ha dicho Jesús: MI yugo es llevadero y mi carga ligera, de modo que todo lo que es duro en el mandato, el amor hace que sea suave. Sabemos bien de qué prodigios es capaz el amor: ¡Cuántas dificultades soportan los hombres, cuántos tratos indignos e insoportables sufren para llegar a lo que aman! El gran trabajo de la vida debe ser saber escoger bien qué es lo que se debe amar. ¿Sorprende, entonces, que el que ama a Jesucristo y quiere seguirle renuncie a sí mismo para amarle? ¿Qué significa lo que sigue: Que tome su cruz?; significa que sepa soportar lo que es doloroso y, de esta manera, le siga. Porque cuando un hombre empiece a seguirle comportándose según sus preceptos, encontrará a muchos que le contradirán, muchos que se le opondrán, y muchas cosas para desanimarlo. Y todo eso de parte de los que pretenden ser compañeros de Cristo. También caminaban con Cristo los que impedían a los ciegos que gritaran. Si quieres seguir a Cristo, todo se te convierte en cruz, sean amenazas, adulaciones o prohibiciones; tú, resiste, soporta, no te dejes abatir.

 

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Cristo destaca su identidad pascual. El amor de Dios vive en la historia marcado por el triduo pascual. Pedro que estaba tan dispuesto a proclamarlo Hijo de Dios, empieza ahora a abjurar del sufrimiento que le espera. No consigue juntar al Señor y la pasión. La mente humana, de hecho, no logra ver juntos a Dios y al sufrimiento. Más aun, normalmente la mente humana se justifica acusando a Dios de todo mal, mientras que Cristo como Hijo de Dios, es el mesías que asume el mal sufriéndolo. Cristo será vencido por el mal porque así puede entrar en el imperio de la muerte para liberar a los prisioneros del mal. El amor vive muriendo, adquiere dando y se hace fuerte sufriendo. La mentalidad de la que Cristo ha venido a liberarnos es la mentalidad de creer que podemos salvarnos a nosotros mismos con nuestros propios recursos. Quien piensa en salvar su vida la ofrece al Señor, porque solo él la arrancará de la corrupción de la muerte.