[ A+ ] /[ A- ]

 

Hacia Belén la caravana pasa.
R. Darío.

Adviento-Navidad es una temporada muy tentadora para los poetas. Siempre que se vive un recuerdo o nace una esperanza, por breves que sean, brota una navidad, aunque se trate de una navidad equivocada. ¡Dichosa edad de la inocencia! Y, los poetas saben decir, descansan sobre el suelo movedizo del sentimiento firme y despiertan sensaciones que lo duro del camino, muchas veces, ha adormecido. Para cuántos la vida se ha tornado en un adviento sin esperanza de navidad, en una espera de nada; y entonces la vida se convierte en la travesía por un inmenso desierto helado, sin esperanza ya, feneciendo día a día.  

Pero cuando tenemos la esperanza de Navidad el lenguaje de los poetas es inacabable y lo abarca todo. Lope es fascinante:

No lloréis, mis ojos,

Niño Dios, Callad;

Que si llora el cielo,

¿Quién podrá cantar?

O Darío:

Esa visión en mí se alza y se multiplica

En detalles preciosos y en mil prodigios rica,

Por la cierta esperanza del más divino bien,

De la Virgen y el Niño y el San José proscrito;

Y yo, en mi pobre burro, caminando hacia Egipto,

Y sin la estrella ahora, muy lejos de Belén.

 

Para los que no tenemos sensibilidad poética, F. Mauriac, expresa este misterio, si no en verso, sí en poesía: “Porque Dios no es solo Padre; es también el Niño eterno. No es que adoremos la debilidad, sino, al contrario, la fuerza del Niño es la que nos encanta…la omnipotencia del Dios Niño desnudo sobre las pajas, que asume, que concentra en su ser frágil el doble torrente de las dos naturalezas: «El Verbo se hizo carne…». Ahí estás tú, siempre, ternura; ahí estás tú, amor, cuyo reflejo he sabido yo descubrir en los rostros de los Santos que han pasado por mi vida. Amor al que tantas veces he gritado: «Aléjate de mí»”.  Sí, tantas veces hemos gritado también nosotros: ¡Amor, aléjate de mí!  Y quedamos entonces a merced de la desesperanza.

 

La filantropía divina, así se refería el gran Orígenes al amor de Dios al hombre. Al gran amor por nosotros. Tal es la bondad de ese amor gratuito con el que Dios nos ha amado siempre y que tiene su expresión última, definitiva e irreversible en el misterio de la Encarnación. Así lo celebra la iglesia cuando elige las lecturas de navidad.  “Porque el amor de Dios se hizo visible, trayendo la salvación para todos los hombres; nos enseñó a rechazar una vida sin Dios y los deseos mundanos, y a vivir en este mundo con equilibrio, rectitud y piedad, aguardando la dicha que esperamos: la venida de Jesús Mesías, gloria del gran Dios y Salvador nuestro, del que se entregó por nosotros, para rescatarnos de toda clase de maldad y purificarnos con el bautismo, entregados a hacer el bien. (Tito 2,11-14. Ver Tito. 3,4-7).  Con estos textos podemos cruzar toda la vida, los momentos de plenitud y los de abatimiento, de adversidad, de dolor, porque florece la Esperanza en ese Niño que llora en la fría noche de nuestra historia. Esa es la filantropía de Dios. Las liturgias orientales destacan mejor este aspecto en sus celebraciones.  

 

La lectura de Tito nos habla de un amor de siempre y para siempre. ¿No es, en efecto, porque nos amaba y pedía nuestro amor, por lo que Dios se abajó hasta nosotros? ¿No es ésta la manera que halló de ganarse nuestros corazones, desde el pesebre hasta la cruz, forzando la nota, por decirlo así, rebasando los límites de lo estrictamente necesario, haciendo más de lo que habría exigido sencillamente nuestra salvación si se hubiera atenido solo a la estricta justicia? El amor es siempre algo loco, puesto que es extremado. Quiso amarnos hasta morir, pero nos había amado antes con el mismo amor infinito hasta nacer por amor. Así esperaba ganar nuestro amor; él solo quiere nuestro amor. Es el Amor que busca nuestro pobre y pequeño amor. Siendo nuestro Creador y habiéndonos hecho a su imagen, sabía muy bien que si nuestros corazones son inexpugnables para quien se enfrente con ellos (aunque sea Dios, pues nos deja siempre en libertad), son débiles y prontos a enternecerse si se les aborda por el sentimiento. Por eso, la limpia sonrisa angelical de un Niño nos desarma.  

 

Cuando contemplamos la liturgia de estos días bajo esta luz, todo aparece en su verdadera claridad. De lo contrario, seguiremos en adviento, un adviento interminable, sin sentido, con la búsqueda febril de las felicidades superficiales que en realidad poco nos consuelan y más bien, como la hidropesía, nos provoca más sed y así vamos caminando frustrados en lo más profundo de nosotros anhelos.

 

Ciertamente en estos días, lo he denunciado ya, hay corrientes que nos apartan de este espíritu incluyendo muchas devociones populares que compensan raquíticamente la solemnidad. Cierto, hay una intuición, se vislumbra lo que en realidad celebramos.  Y es que en el fondo tenemos lástima de nosotros mismos. Bastantes obligaciones ásperas y duras implica ya nuestra vida, incluyendo la vida cristiana; hay muchas fiestas en el transcurso del año que no nos invita a una alegría semejante y dado que la navidad tiene ese encanto especial, esa suavidad y esa facilidad, ¿por qué no aprovecharnos de ella?

 

También esto entra en el plan divino. Dios ha querido mover nuestros corazones; se ha puesto a nuestro nivel; se ha hecho accesible a todo el mundo.  No solo a los teólogos, a los santos que cultivan especialmente el sentido de la fiesta, sino también a los más pequeños y a los más humildes, a los niños que se apretujan para sus regalos o se preparan boquiabiertos ante los regalos que penden del “árbol de navidad”. Este es uno de los beneficios del culto católico, y a mí me parece admirable, completamente digno de la benignidad y de la condescendencia divina: la iglesia, lo mismo que Dios, nos toma tal como somos. No nos quita nada de nuestra condición de hombres y acepta que tengamos un cuerpo ansioso de moverse y pronto a fatigarse; tiene en cuenta nuestro sentimentalismo de niños grandes y un poco tontos, y saca partido de ello.

 

Porque todo esto es verdad y es bueno. No hay que avergonzarse de ello. Los sistemas religiosos orientales son más etéreos. Nosotros, por nuestra parte, somos convocados por un Niño pequeño, por un verdadero Niño pequeño; en el acontecimiento de navidad hay una simplicidad que se expresa perfectamente en el episodio de los pastores. No hay que hacer remilgos ante esta “humillación”, tiene valor de revelación divina: nos muestra el amor del Padre, nos prepara para comprender las humillaciones de la Pasión.  En este sentido, no es ya un accesorio de la liturgia de navidad: es su misma celebración en lo que tiene de más esencial, puesto que equivale a reconocer en la pequeñez y en la pobreza misma del pesebre y los animalitos y los pastores, el signo y la grandeza divina de ese amor que llevó al Verbo a hacerse Hombre, de Dios que era.  

 

Así la liturgia, aun manteniéndose sobria en este punto, no evita recordar los humildes detalles del nacimiento de Jesús.  ¿Hemos pensado en un dato tan elemental: “Nació en un establo porque no había lugar para ellos en la posada?” ¿Qué es eso de que “se levantó de madrugada, tomó al Niño y a la Madre y huyó Egipto, porque Herodes buscaría al Niño para matarlo”?

 

Navidad es, pues, más que un estado de ánimo. Se trata del día, de la noche; se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre en el seno puro de una Mujer. Todo lo demás o vive de él o bien muere y se convierte en ilusión. El seno de la mujer es lugar de la salvación, el santuario de la vida y de la Vida. Navidad quiere decir: Él ha llegado. Ha hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de nuestra angustia y desesperación, una noche de Dios, una noche santa. Esto quiere decir navidad. El momento en que esto sucedió, realmente, deber seguir siendo realidad, a través esta fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu. Se acabó el “nada nuevo bajo el sol” o el “mito del eterno retorno”.

 

Toda amargura, depresión o tristeza, esa tristeza inexplicable que a veces nos inunda, es advertencia de que no se ha descubierto todavía que la única noche santa del mundo ha comenzado ya y que toda felicidad de esta tierra es la confirmación oculta de que es navidad.

 

De no ser así quedaremos prisioneros de un oscuro adviento eterno, sin Dios y sin esperanza.

 

Oh, créeme, no fueran ya necesarias

Tus primaveras para atraerme a tu seno,

Una, ¡ay!, una sola es ya demasiado para mi sangre.

 (Rainer María Rilke)