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«EL HABLADOR»

 Continúo con el tema de hace ocho días porque es necesario concluirlo. Nos quedamos en que el apoyo estadístico es casi nulo.  Cabe advertir que la reserva de fe del pueblo mexicano, que constituye por sí misma un milagro tras siglo y medio de laicismo, está profundamente arraigada a grado tal que, si bien no hay una práctica constante, la fe cristiana se deja sentir de nuestra vida.  Jean Meyer  afirma que solamente en Rusia y en Francia existen reservas de fe comprables a las de México.  Tal vez el busilis está en el hecho de que el laicismo nos han convencido que la fe ha de tratarse como un asunto estrictamente privado. La presión cultural actual nos enseña a avergonzarnos de la manifestación pública fe.

Sin embargo, a este nivel cultural resulta cierto lo que afirma la Doctora Glendon en la conferencia ya citada, que más allá de la situación de diáspora, es decir, de dispersión, aislamiento e incomunicación en el catolicismo norteamericano,  existe un problema más profundo: “los católicos ya no saben hablar sobre lo que creen o por qué creen. La «gente-llamada-a estar unida» (los católicos) han perdido su identidad y ya  no sabe a qué está llamada”.

La doctora se cuestiona sobre el laicado católico norteamericano de la siguiente manera: “¿están los aproximadamente 63 millones de católicos – y que representan más que un quinto de la población – evangelizando la cultura, tal como ha de hacer cada cristiano, o la cultura los está manipulando a ellos?”.   La misma pregunta cabe hacerla del laicado católico de México.  Para mí es claro que los grandes problemas del País ya no pueden ser resueltos con categorías meramente socio políticas; los graves desequilibrios, las carencias y desigualdades sociales abrumadoras las injusticias flagrantes contra las minorías étnicas, los obreros y campesinos, en cuyo nombre se han hecho las revoluciones, el palmario e hiriente fenómeno de la corrupción, requieren para su solución mucho más que slogans sexenales. El mismo trabajo y alcance de las organizaciones sociales es limitado y fragmentario. Necesitamos hombres y mujeres morales en el manejo de la cosa pública. (Y de la vida privada también). Algo así pareció admitir el Presidente Fox en su informe al afirmar que el cambio que requiere la República tiene que ser el resultado del cambio de actitud de todos y cada uno de los mexicanos y esto incluye a los partidos políticos. (Peña Nieto se expresó de la misma manera, el martes). Mientras el egoísmo, personal o de grupo, siga siendo la norma, la situación es irreversible. No podemos menos que estar de acuerdo, entonces, con una reciente declaración perdida del fantasmal sub comandante Marcos: “los partidos políticos tienen a México en la desgracia”. Necesitamos, pues,  otras categorías que nos inviten a sacar del fondo de nosotros mismos actitudes mucho más positivas.

Dentro de las mismas denominaciones cristianas todo parece resolverse en una cuestión clientelar, proselitista, con sesgos fundamentalistas, sin mayor compromiso con la historia. La fe, decía el Papa el domingo pasado a unos seiscientos mil fieles reunidos en Loreto, no nos saca de la historia, nos hunde más profundamente en ella. Pero para poder cumplir esa misión iluminadora se necesita un cambio de actitud ante la realidad tal y como la vemos, tal y como la conocemos, un cambio de mentalidad, una transformación, una metamorfosis mental y espiritual y solamente de la religión, entendida  en la mejor de sus acepciones y referida explícitamente al cristianismo, puede proveernos de energía, de fortaleza y decisión. Esto nada tiene que ver con deformaciones lamentables que mezclan elementos de política y religión. Y negocio.  Muchos de los líderes del Pentágono y de la Casa Blanca, por ejemplo,  son líderes  religiosos, forman parte de una ultraderecha conservadora instalada en el  andamiaje de la política y la súper economía capitalista. Por ello, es necesario hablar, mejor, de fe cuyo origen y término es Cristo mismo, que de religión. Y en el núcleo de dicha fe esta la doctrina de la “nueva creación”; donde hay un cristiano, hay humanidad  nueva, dice Pablo. Y tal novedad hay que entenderla como una afectación ontológica; afecta al ser. Entre un cristiano, (que lo sea de verdad), y uno que no lo es, hay un abismo.

Debe de quedar claro  que cuando hablamos de este tema no nos referimos principalmente a ciertas manifestaciones externas de religiosidad, cuanto a permitir que los grandes principios universalmente aceptados y juzgados buenos por muchos hombres, emanados del cristianismo, influyan en la forma como nosotros  orientamos y resolvemos nuestra existencia cotidiana. En sentido más estricto, el laicado católico, debidamente capacitado por sus líderes, debe estar pronto y dispuesto a permitir que la honradez, que la fidelidad, que la honestidad, que la sinceridad, que la humildad, que el espíritu de servicio y de pobreza, que la renuncia a mirar sólo por el propio beneficio, se transformen en políticas de vida; que las familias inspiradas por las verdades de la fe se conviertan en auténticas escuelas de humanidad. “A los laicos les corresponde testimoniar la fe a través de las virtudes que son más específicas de su estado de vida: la fidelidad y la ternura en la familia, la competencia en el trabajo, la tenacidad a la hora de servir al bien común, la solidaridad en las relaciones sociales, la creatividad para emprender obras útiles para la evangelización y la promoción humana”. (Juan Pablo II).

Pero el hecho es que entre las denominaciones religiosas, los católicos están en el nivel de kinder en lo que respecta a su fe; se caracterizan por desconocer, y por lo tanto, por una actitud de desinterés por las verdades de su fe. Sé que esto es escupir para arriba. Esto ha determinado, volviendo a  Glendon, que los católicos no tengan elementos suficientes para enfrentar críticamente la cultura que nos circunda. “Pero lo que sucedía en Estados Unidos y en otros países desarrollados, afirma, hacía más difícil que nunca que el mensaje pudiera llegar. La rotura de amarras en el campo sexual, el incremento de familias separadas y la entrada masiva de madres con niños pequeños al mundo laboral, constituyó un experimento social masivo, una revolución demográfica sin precedentes para la que ni la iglesia ni las sociedades afectadas estaban preparadas”.

“En estos años turbulentos, los católicos sufrieron presiones para tratar su religión como un asunto meramente privado y para que adoptaran un catolicismo parcial destinado a elegir con qué partes de la doctrina se quedaban y cuales rechazaban”.  Y los laicos católicos se quedaron solos, casi abandonados en esta lucha sin igual. De tal manera pues, que más que desprecio, que existe en buena dosis, hay ignorancia.  La figura de Cristo sigue siendo atractiva en extremo; en el siglo pasado se escribieron más de 80 mil títulos sobre él y el  filme “La Pasión” ha  vendido 9 millones de DVDs en una semana.

La situación de los católicos,  afirmar  Glendon, es una situación de diáspora, es decir, una situación de dispersión, de incomunicación en la que es imposible confrontar los ideales y propósitos comunes.  Ya alguien denunciaba que existía mucha más solidaridad en los grupos guerrilleros de los 60s, 70s, que entre los católicos.  Una situación de dispersión equivale a la disolución de un organismo.

Dado que muchas veces los artistas nos ayudan a ver las cosas de una forma nueva y con más claridad, la doctora nos propone, a fin de comprender tal situación de dispersión, acercarnos a esta cuestión a través del prisma de un observador literario del mundo moderno.  Se trata de la obra de Vargas Llosa, «El Hablador». La obra trata de los “machiguengas”, una tribu del Amazonas, en el oriente de Perú. La Doctora norteamericana ha leído El Hablador. ¿Lo conoce Ud.?

El protagonista de «El Hablador», es, en realidad, no tanto una persona sino más bien un grupo, una  tribu nómada que habita en la selva. Los extranjeros la conocen como «los machiguengas», pero ellos se llaman a sí mismos «la gente que anda». El lector nunca llega a encontrarse con los machiguengas cara a cara; sólo sabemos de ellos a través del narrador, que intenta averiguar si existen. Nos dice que, desde tiempos inmemoriales, las historias y tradiciones de «la gente que anda» fueron recordadas, enriquecidas y transmitidas de generación  en generación por «habladores», las personas que les recuerdan su historia. Esta historia ayudaba a la tribu a mantener su propia identidad – a seguir andando-, pasara lo que pasase, a través de muchos cambios y crisis de todo tipo. Pero a medida que la selva fue cediendo terreno a la agricultura y a la industria, los Machiguengas se dispersaron. Durante un tiempo, sus «habladores» viajaban de un núcleo familiar a otro; y así se mantenían unidos. Los «habladores» eran «la savia viva que circulaba y convertía a los Machiguengas en una sociedad, en un pueblo de personas interconectadas e interdependientes». Pero los antropólogos creen que los «habladores» murieron, que los Machiguengas fueron absorbidos por pueblos y ciudades, y que sus historias sobreviven sólo para entretener. El narrador piensa de manera distinta, y el drama de la novela viene dado por el esfuerzo que hace para ver si realmente es verdad que un extraño pelirrojo, con el fin de que no pierdan su historia y el conocimiento de quiénes son, se ha convertido en el «hablador» de los Machiguengas.

Yo he leído muchísimo, y en los mejores autores posibles, sobre “los orígenes del cristianismo”, humanamente inexplicable, y uno acaba por preguntar, ¿cómo fue posible que a partir de un grupo de desarrapados e iletrados como eran los primeros cristianos,  de gente sin peso social y político específico, sin prestigio y desprovistos de cualquier título de nobleza o académico,  (ver  ICor. 1,20-21), con sus excepciones, llenaran toda la Cuenca del Mediterráneo con sus “historias”?, Me parece que en ésta narración de Vargas Llosa se encuentra una verdad ausente en los grandes e imponentes estudiosos del cristianismo. Éste fue posible por “los habladores”, por los Machiguengas que fueron de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de familia en familia, hasta donde su vida les alcanzó, contando su historia y manteniendo la unidad.  Esto dio unidad al primitivo cristianismo, le prestó identidad y lo capacitó para enfrentar las crisis de la civilización más espectacular, como la caída del Imperio Romano, y lo sostuvo en la larga noche de la Edad Media. Esa «gente que anda», que se desplaza, que cuenta, que habla, que recuerda, que hacía saber quiénes eran ellos, – nosotros los llamamos misioneros -, en realidad era los “habladores”. Esto hizo posible el cristianismo.   Esto evitó que las gentes dispersas perdieran su identidad, aquello que las hace ser.

Este problema – la dispersión, la pérdida de identidad de los católicos –  es lo que está a la base del problema, según la Glendon; a la base de las dificultades con que se enfrenta la Iglesia que podría ser llamada, entonces, «gente-llamada-a estar unida».  “Los católicos se constituyen como personas en virtud de la historia de la salvación del mundo, y parte de esta historia requiere que sean activos en el mundo, diseminando la Buena Nueva allá donde estén.  La «gente-llamada-a estar unida» está llamada a dar testimonio, y a seguir dando testimonio pase lo que pase, a tiempo y destiempo, con oportunidad o sin ella. ¿Cómo han cumplido los católicos esa historia viva a través de las crisis, los cambios, las tentaciones y las oportunidades con las que se han encontrado en el territorio de misión que es Estados Unidos?” Obviamente la pregunta nos la hacemos nosotros aquí, en nuestra ciudad en donde sicarios y narcotraficantes, violadores y asesinos, lo mismo que ilustres hombres y mujeres de nuestra comunidad, políticos, empresarios, lo mismo que obreros e indígenas, se confiesan católicos. La única pregunta es saber dónde están, si en el 90% que nunca o muy esporádicamente “oye” al «hablador», o si en un 10% que cada domingo “oye” algo, o en un 2% que quiere crecer como cristiano y convertirse, a su vez, en «Machiguengas». ¿O, en el cristianismo también se habrán extinguido los Machiguengas?

 Diez años después. A lo largo de diez años, en este espacio, ha quedado registrado desde una óptica particular los acontecimientos que han marcado nuestro tiempo. Aquí encontramos lo relativo a la preparación e invasión de Irak, la oposición férrea de JP. II. Registramos el pontificado de BXVI y el significado de su renuncia; escribimos sobre los vaivenes de México y sus peripecias. ¿Qué ha cambiado, realmente, en este tiempo? Los cristianos, ¿han hecho sentir su presencia?

Diez años después, el mundo está más amenazado todavía. Los yihadistas, como seres mutantes, han hecho temblar el mundo occidental. Bastan las palabras del vicepresidente de EE.UU. para definir la situación: “Perseguiremos a los yihadistas hasta las puertas del infierno”. Eso es la consecuencia final de toda guerra. La guerra no soluciona nada, advirtió JPII en su momento, solo deja la semilla para futuros conflictos.

La OTAN afronta hoy el mayor reto al que ha tenido que hacer frente desde la Guerra Fría. Los líderes de Estado y de Gobierno de los países aliados se reúnen en Gales con dos desafíos sobre la mesa: la confrontación con Rusia y el terror que está sembrando la estrategia del Estado Islámico  en Irak, Siria y Libia. Estos líderes se muestran muy preocupados por la nueva organización, armamento y estrategias de los yihadistas. Pero ese armamento es proporcionado por los países occidentales.

Solo se levanta sobre el horizonte la bandera de la paz que plantó Cristo; y sigue hondeando con la esperanza de nuevos «Machiguengas».

NB. ¡Qué poca …. sensibilidad y capacidad organizativa en sus directivos, revela el caos vial generado por la JMAS y demás! De por sí, Juárez tiene severos problemas de vialidad; con esta forma de arreglar los problemas del drenaje, empalmar obras y el PMU que no acaba de cuajar, los ciudadanos, además de impotencia y rabia, tiene que soportar el desdén.