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Is.7,10-14; Sal. 23; 1Rom. 1,7; Mt. 1,18-24.

«Un feliz acontecimiento»; así se designa comúnmente el nacimiento de un niño. ¿Qué decir de la espera de este Niño? Según S. Mateo, es José quien recibe el anuncio del nacimiento del Niño y se le pide se haga cargo de la situación. Con humilde obediencia asume la misión esencial. Sí, en Mateo, la “anunciación” es dirigida a José. No se trata de la historia de una familia como tantas otras, sino de la historia de una familia donde tendrá lugar el acontecimiento del «Dios con nosotros», de la historia de la salvación.

Is.7,10-14 – Dios con nosotros – El pueblo de Israel se encuentra deprimido. Hace mucho tiempo que ha rogado a Dios que intervenga, y él no hace nada para mejorar la situación. El rey Acaz, que desespera de la ayuda divina, intenta realizar alianzas con los pueblos vecinos. Pero el profeta sabe que Dios intervendrá, y preanuncia tal intervención con un «signo» desconcertante: la debilidad de un niño, signo de Dios en medio de los hombres.

Sal. 23. Pieza litúrgica en acción de gracias con dos grupos participantes; Es una procesión a las puertas del templo; un grupo se presenta y otro grupo abre y recibe. 

La trasposición cristiana es la siguiente: “El templo de Jerusalén y sus ritos no eran más que sombra, preparación e imagen de Cristo, verdadero templo de Dios, verdadero rey de la gloria por su resurrección gloriosa. En Cristo, Dios se hace presente a los hombres, y en el acto litúrgico, en el sacrificio cotidiano, en el ritmo anual del adviento, Cristo vuelve a venir a su Iglesia: la Iglesia lo trae como en una procesión, y él viene a los suyos. Pero también los suyos han de buscarlo sinceramente: bienaventurados los «puros de corazón», porque ellos verán a Dios. Todo el tiempo de la iglesia es de nuevo preparación y símbolo de la consumación celeste: por eso el salmo puede ser proyectado hacia la parusía, cuando el Señor de la gloria se manifestará para instaurar su reino celeste; también entonces declarará las condiciones para entrar y él mismo guiará la procesión gozosa, final de todas las liturgias”. 

1Rom. 1,7 – El evangelio de Pablo – Pablo, en pocas frases que constituyen una obra maestra de teología cristiana, presenta el «misterio» de Cristo en dos tiempos sucesivos. Primero el hombre Jesús, hijo de David, pobre y desprovisto, con la lista de antepasados como cualquier hombre. Después el Resucitado, hijo de Dios, cuya vida es ahora la misma sobrehumana potencia de Dios. Todos nosotros, («amados de Dios»), y cada uno de nosotros, («siervos de Cristo»), entramos en este proyecto del Padre que se llama Jesús Cristo, para ser santos y anunciar al mundo la fe. La iglesia y todo cristiano reviven en sí la historia de Cristo.

Mt. 1,18-24 – La colaboración de los hombres – Dios llama, también a José, a colaborar en el misterio de la redención asumiendo el papel de esposo de María y padre putativo del Niño y entroncarlo con la ascendencia davídica; la misión de José es insertar legalmente a Jesús en la familia de David, según la promesa de Natán (2Sam. 7,12). La encarnación tiene lugar con la colaboración de los hombres. Al contrario del rey Acaz, José acepta el signo del Niño, nacido de una virgen, superando todo miedo y todo escrúpulo. Y nosotros, ¿cómo colaboramos al nacimiento de Cristo en el mundo de hoy? 

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Reconocer el carácter tardío de los “relatos de la infancia” de Jesús, no significa minimizarlos. A la luz de los acontecimientos pascuales, éstos fueron insertados en las tradiciones referentes a Jesús de Nazaret, «nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios con la potencia según el Espíritu Santo mediante la resurrección de los muertos». (Rom. 1,3-4). La temática de estos días es especialmente densa e intensa, da para mucho, para meditación, contemplación, celebración gozosa y para catequesis.

Con otras palabras, Pablo, nos dice lo que en, definitiva, es la Navidad:   “Por medio de Jesucristo, Dios me concedió la gracia del apostolado, a fin de llevar a los pueblos paganos a la aceptación de la fe, para gloria de su nombre….”.  Ese evangelio viviente, fue anunciado de antemano en las Sagradas Escrituras, es el Hijo de Dios, es Jesucristo nuestro Señor, que, en cuanto a su condición de hombre, nació del linaje de David y, que, a través de su Resurrección, se manifestó como Hijo de Dios. La densidad cristológica del texto es de primera importancia: verdadero Dios y verdadero hombre, tal es el misterio. 

En los sermones de S. León Magno y de otros padres que leeremos estos días en el Oficio de Lecturas, se insistirá en este aspecto. ¿No habremos descuidado este aspecto fundamental en nuestras predicaciones navideñas olvidando lo tremendo e inefable del misterio de la Encarnación? ¿Cómo aparece este misterio en nuestra predicación? ¿Y si lo estuviéramos inconscientemente soslayando?  

Is. 7-12, el Libro del Emmanuel. ¿En qué pensaba el Primer Isaías (7,10-14) cuando redactó este texto que leemos hoy? La comunidad de Israel se encuentra destrozada, sujeta a presiones de política exterior y gobernada por políticos ineptos y cobardes. Desde hacía mucho tiempo Israel pedía a Dios la salvación y Dios interviene de una manera desconcertante. El Rey Acaz decepcionado de Dios, intenta hacer alianzas con las potencias vecinas: “¡Ay de los que bajan a Egipto por auxilio y buscan apoyo en su caballería! Confían en sus carros porque son numerosos… Pero no han puesto sus ojos en el Santo de Israel”. 

El Rey, alegando religiosidad y respeto, rechaza categóricamente la oferta de Dios que le presenta el profeta. En realidad, ni quiere un signo ni quiere la fe. Tentar a Dios es exigirle pruebas o condiciones como los israelitas en el desierto. Ante la hipocresía del rey, el profeta reacciona en nombre de Dios. El título heredero de David recuerda que Acaz es el continuador de la salvación prometida a David, es el representante histórico de la dinastía elegida. Con su actitud, falsa y dilatoria, está cansando a los hombres y a «mi Dios»; Isaías ya no dice «tu Dios» como en el v. 11. Así viene entonces el signo que Dios envía: «Mira: la joven está en cinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios con Nosotros».

El profeta sabe que Dios intervendrá y anuncia el nacimiento «de un Niño»: la debilidad de un niño, un nacimiento, es todo lo que Dios tiene que decir ante la situación de emergencia que vive Israel. Es verdaderamente desconcertante. Los hombres buscamos más espectacularidad, hechos “más contundentes”; juzgamos las acciones de Dios como demasiado débiles y nos sentimos tentados a imprimirles mayor impacto, apoyados en todos los medios disponibles, los que cada época nos brinda. No creemos ni en la humildad, ni en la sencillez, ni en el amor ni en la libertad, ni en lo paradójico de los caminos de Dios y esperamos un golpe de estado para imponer el reino de Dios. No podemos menos que recordar las palabras del mismo Isaías: sus caminos no son mis caminos, sus pensamientos no son mis pensamientos….

El Anuncio a José. Transmitiéndonos el anuncio a José, Mateo no intenta detenerse en las reacciones psicológicas del personaje. Su intención es simplemente la de responder a la pregunta: «¿Quién es el Mesías?» Para él, «Jesús es el descendiente de David, el que salvará al pueblo de sus pecados, el Dios-con-nosotros», es el heredero último de Israel. La misión de José es insertar en la estirpe davídica al hijo de María, su esposa. Se trata de un “programa literario” trazado en la primera frase del evangelio de Mateo: Genealogía – (bíblos genéseos=libro del génesis) – de Jesucristo, «Hijo de David», Hijo de Abraham. (1,1) 

La misión de José, según Mt., es la de otorgarle a Jesús, el carácter de mesías davídico. Con esta clave podemos leer el relato de la infancia según Mt. y todo el evangelio. Se trata del cumplimiento de las promesas.

Advertido desde el comienzo, – ¿y quién se lo advertiría, sino su misma esposa, María? -, del nacimiento inesperado, bendito e inefable, en un primer momento piensa que debe retirarse ante el misterio en el que él no tiene absolutamente nada que hacer. Él sabe que está ante un misterio que lo trasciende absolutamente, que está frente al misterio mismo de Dios, que María su esposa está dentro del círculo divino y, por lo tanto, él no tiene mucho que hacer ahí. No se trata de dudas ni de malos pensamientos. Él siente temor, el temor que se apoderaba del hombre justo ante la presencia de lo Divino. Por eso el ángel le dice: José, hijo de David, no temas en recibir a María como esposa tuya. (1,20). Y él obedece: Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el Ángel del Señor le ordenó.  La reacción de un marido que duda de la esposa no es precisamente la del temor, y siendo él un varón justo, esa misma justicia lo hubiera impelido en otra dirección. El Ángel no le dice que se calme o serene, sino que «no tema». Nada de eso. José sabe que está frente a un misterio que lo rebasa. 

Ante esta actitud, Dios interviene. Sin duda el niño que María lleva en su seno «viene del Espíritu Santo» pero José tiene una misión especial: debe asegurarle el estatus davídico, debe ponerle, él, el nombre: José, le puso el nombre de Jesús, (Jesús, hijo de José, hijo del Carpintero), como su padre en la tierra; Dios le confía esa gran misión.  Debe atender a las necesidades más elementales en la vida, como se verá enseguida cuando asuma la responsabilidad de proteger al niño y a la madre. Dios ha querido que su Hijo el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, viniera a nosotros y viviera en una familia completa. Pero, sobre todo, José es el que le confiere la pertenencia a la estirpe davídica dado que, entre los judíos, era el hombre el que transmitía la ascendencia. Es un dato esencial en la cristología de Mateo; el mismo Pablo se declara servidor del evangelio, que se refiere a Jesucristo, nuestro Señor, que nació, en cuanto a su condición de hombre, de la estirpe de David. (cf. Rom. 1,7). Tal es el rol de José.

En (NRT 135 (2013) 529-548), Agnes de Lamarzelle trae un buen ensayo titulado «Joseph, le père du fils de la Pomesse. ETUDE DE MT 1-18-25: L`ANNONCIATION A JOSEPH». Yo no había pensado suficientemente en el hecho de que, mientras que en Lc. la anunciación es a María, en Mt la anunciación es hecha a José. Se trata de un buen ensayo. Para entender el rol y la importancia de José en Mt., es necesario salirnos mentalmente de Lc. donde María tiene el rol principal y al que estamos más acostumbrados. El rol de José en Mt. está en la línea teológica del relato: el mesianismo davídico de Jesús. José es el elegido para dar cumplimiento a esta promesa; con su obediencia y humildad hace posible que Dios sea Dios con nosotros.

Comparto contigo solo unos puntos:

Y él le puso su nombre: Jesús. Así se concretiza el acto por el cual José enraíza a Jesús en la descendencia de Abraham y de David.

A José se le ha revelado el misterio y se le pide su colaboración en ese proyecto: “No temas, José, en recibir a María, tu esposa, …” “José hizo lo que el Ángel del Señor le mandó…” Por esta obediencia al Dios que le habla, José manifiesta que ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas mesiánicas: él entra en este pueblo nuevo, capaz de llamar a Dios Emmanuel; pueblo que reconoce la presencia de Dios en medio de él.  Mediante la cita de Isaías, 7,10-14, situada como el cumplimiento entre la anunciación y la realización, José es presentado como aquél por el que se cumplen las escrituras. Luego de que el lector mismo ha sido interpelado por el hecho de dar un nombre, (Isaías 7, Emmanuel), lo que este nombre significa   nos es abierto por José, el mismo nombre que José dará al Niño de la Virgen para que, así, el Hijo de Dios esté entre los hombres, insertado entre los «nacimientos» de la Promesa. 

Su obediencia es cumplimiento, en lo singular de una historia, de que la profecía de Isaías es ahora universal: todos los hombres están llamados a reconocer en Jesús al Emmanuel. Más, para que esta salvación universal propuesta llegue a la historia de los hombres, ha sido necesario pasar por la obediencia de un hombre, José, que inscribe este gesto de salvación en un pueblo particular, Israel, para que en él sean benditas todas las naciones de la tierra”.  (Gen.12.1-3).

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Un Minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

La semana de Navidad se abre con el evangelio de la virginidad de la Madre de Dios: misterio éste convertido luego en dogma de la Iglesia y uno de los puntos más originales de nuestra fe. 

La unión entre el hombre y Dios es posible y es real. La unión con Dios no puede pertenecer a un mundo inferior al hombre. Por eso ocurre de un modo radicalmente nuevo, superior, total, elevando al hombre a la vida divina. La unión con Dios lleva al hombre a ser fecundo en el amor de Dios, a la manera de Dios. Por eso, sobre el fundamento de la maternidad divina de María, cada cristiano está llamado a convertirse en Madre de Dios, es decir, hacer visible a Dios a través de él mismo. En la vida espiritual, este dogma nos protege también del moralismo, porque el paso de la palabra de Dios a la práctica vivida tiene lugar en colaboración con el Espíritu Santo. Él es el artífice principal de cada obra de la encarnación.

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«El rey me introdujo en sus apartamentos» (Cant.1,4), canta el poeta del Cantar. Si en verdad hay uno que pueda cantar este verso con una alegría silenciosa y profunda, es aquél mismo que Dios ha introducido en el hogar de la Virgen que lleva en su seno la luz del mundo. Es hermoso contemplar, en este embrión, al Rey que trae a su mansión al que ha escogido para ser su padre en este mundo. Y maravilla el abajamiento de este Rey Davídico: para introducir en su palacio al humilde José, él se abaja hasta confiar al carpintero la misión de guardar esta casa en la que él viene a habitar entre nosotros. El pequeño niño tiene necesidad de un hogar judío en la línea de David: para introducir a José en sus aposentos él se coloca en la situación de aquél que necesita de la ayuda del hijo de David; necesidad de ser acogido en la línea que él ha trazado en sus promesas para realizarlas sobre abundantemente.

Así pues, porque José, llamado a la inefable misión de ser padre del Hijo del Padre, entra en este designio bienaventurado, él permite al Emmanuel estar “con nosotros”: con él y su esposa, con el pueblo que lo aguardaba, con todos los hombres que aceptaron estar con él, comenzando por el lector que entran en éste «nosotros» y que llama a vivir la Alianza”. NRT 135 (2013) 529-548. Agnes de Lamarzelle.