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Is.43,16-21; Sal.125; Fil.3,7-14; Jn. 8,1-11.

Is.43,16-21 – Yo soy el camino – El pueblo hebreo había sido deportado a Babilonia. El profeta tiene la obligación de recordar la misericordia y la bondad de Dios, su fidelidad a las promesas. Como había liberado a los hebreos de la esclavitud de Egipto, superando los obstáculos del mar, así ahora liberará a su pueblo y lo llevará a su tierra trazando en el desierto un camino seguro. Cuando en el A.T. se habla de «un mundo nuevo», inevitablemente se trata de un anuncio de Cristo. He aquí porque él podrá decir «yo soy el camino». Encontrar un camino en el desierto, es la salvación; es un camino gozoso, porque es seguro. Dios, no solo ha trazado este camino en el desierto de las miserias humanas, sino que se ha hecho él mismo nuestro camino en la persona de su Hijo.

Sal.125 – Refuerza esta idea. Cuando Dios cambia nuestra suerte. Acción de gracias pensando en la vuelta del destierro. Quizá una nueva desgracia provoca la súplica del v- 4 y hace recordar con confianza la experiencia histórica del destierro.

Cuando Cristo se apareció resucitado, también los discípulos creían  ver un fantasma. Era el cambio inesperado de suerte. Y cuando subió al cielo, volvían llenos de alegría. Cristo ha utilizado esta imagen agrícola, invitándolos a sembrar, dejando que otros cosechen; ninguna gavilla se perderá cuando el Señor cambie nuestra suerte, en la gran vuelta a casa, «porque sus obras los acompañan».

Fil.3,7-14 – No mirar atrás – Pablo acaba de recordar su pasado de hebreo piadoso, ferviente, estimado, convencido de obtener la salvación por su celo y su consagración a la ley de los padres. Pero, luego que Jesús lo ha atrapado, dando un significado nuevo a su vida, Pablo se ha enamorado de él. Ha perdido de vista todo lo demás, no ve nada más que a Cristo. Tiene siempre su nombre en sus labios, y no tiene otro pensamiento más que servirlo e imitarlo. No es ya a los padres a quien quiere permanecer fiel, sino al único «Padre» celeste, y a su Hijo Unigénito que se ha hecho hermano y amigo nuestro. Después de todo, el proyecto de Dios no se interrumpe; los verdaderos descendientes de Abraham, somos nosotros, los que somos justificados por la fe. 

Jn. 8,1-11 – Tiempo de gracia – Ahora somos tan indulgentes ante el adulterio que la actitud de Jesús no nos sorprende. Pero ¿no habrá un malentendido entre el modo de actuar de Jesús y el nuestro? Si somos indulgentes, ¿no dependerá del hecho que no tomamos en serio la realidad del pecado? Jesús, por su parte, no relativiza el pecado de aquella mujer. No intenta tranquilizarla diciéndole que lo que ha hecho no tiene importancia. Al contrario, le dice: «de ahora en adelante no peques más». Sin embargo, no quiere encerrar a los hombres en su pecado; cree en la posibilidad de la conversión de cada uno de nosotros. Jesús no tranquiliza, sino que llama a una vida renovada, a un amor reconstruido más allá de los egoísmos y de las incomprensiones recíprocas. En realidad, lo que este extraño relato quiere subrayar es la hipócrita dureza con la que juzgamos, aún en nuestras comunidades, a los demás. Jesús nos invita a ser misericordiosos, comprensivos, porque «con la vara que midamos seremos medidos». (cf. Lc.6, 37-38).

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El recuerdo que actualiza el amor. (Is. 43, 16-21). La primera lectura, tomada de Is. 43, refiere “un oráculo de salvación”. El profeta promueve el recuerdo; no debemos olvidar lo que Dios ha hecho por nosotros.  Sólo el que “no olvida” hace oración como nos lo refiere el salmo 102: “Bendice, alma mía al Señor y no olvides/ sus beneficios”.   El mismo salmo responsorial nos indica esta pista de reflexión: “grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”. Este salmo es un “recuerdo”, o si preferimos un memorial; el recuerdo de lo que Dios ha hecho por nosotros nos da la certeza de su amor en el presente y la garantía para el futuro. Este salmo, como la lectura de Is. canta la maravilla realizada por Dios cuando ha hecho volver a su pueblo del destierro. 

Oráculo, pues, de salvación, comenta el Padre Luis Alonso, con una interesante concentración de tiempos: a) el presente o pasado próximo, que es la liberación de Babilonia, (43,14-15); b) el pasado remoto y glorioso del éxodo (vv. 16-17); y un futuro próximo que supera todo el pasado (v. 18-21).  La ley básica del pueblo de Dios es la memoria. Pensemos nosotros en la Eucaristía. Lo era para Israel:  recordar, transmitir, y proclamar las acciones salvadoras del Señor (cf. Salmo 78).  De ahí brota su sentido de la historia. Y la capacidad para una lectura de la historia desde la fe. Pero la memoria no debe ser una fuga nostálgica hacia el pasado, un reposar inerte en el recuerdo, un añorar cobardemente el seno materno. El recuerdo es válido cuando prepara y abre el futuro. El profeta en esta lectura concentra todo en “la esperanza”. Como toda obra de Dios, también la nueva salvación ocurre en la humildad y en el silencio: “no recordéis lo antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”. (v. 19). La historia, pues, no es recuerdo estéril, simple añoranza; el creyente ve en ella la acción de Dios que garantiza nuestro futuro. Y para el nuevo pueblo de Dios rige la misma ley; la eucaristía es el memorial de nuestra liberación y la plenitud de todas las promesas.

La certeza de al amor que celebra el recuerdo es la que hace posible el retorno. La conversión es un retorno del pueblo al Dios de la Alianza, un retorno que solamente es posible porque se sabe de antemano que hay un Amor que nos aguarda.  El amor de Dios es lo que hace posible el retorno, la conversión.  La conversión no nos vuelve, primeramente, a nuestros pecados, por el contrario, nos hace descubrir, antes, el amor que libera y que perdona.  En última instancia creo que, es el tema de este domingo.

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La conversión. (Fil.3,7-14). En la segunda lectura tomada de los Filipenses, encontramos una ilustración de esta verdad.  En el ensayo al que hacía mención más arriba, escribía lo siguiente: Para evitar el peligro de la pura teoría es necesario ver un ejemplo viviente de lo que es la conversión. Se trata de un fragmento auto biográfico del Apóstol Pablo que nos ha transmitido, precisamente, en Fil. 3,7-14.  El contexto es una agria polémica de Pablo con los judaizantes, es decir, contra los que querían mantener el cristianismo sujeto al judaísmo, contra los que querían esclavizar a los cristianos a la observancia de la ley, nulificando la novedad radical de Cristo. 

Tras enumerar detalladamente los “motivos humanos” que pudiera tener para gloriarse, Pablo parte ahora de un nuevo punto que es el encuentro con el Mesías Jesús; el fragmento de Filipenses 3,7-14, es la síntesis apretada de su experiencia profunda de Jesús y el impacto radicalizador que ésta tuvo en su vida. «Ahora todo lo que era ganancia lo tengo por pérdida, todo es pérdida comparado con lo grande que es haber conocido a Cristo Jesús, mi Señor» (v. 7-8). Aquí tenemos los primeros elementos de una conversión: conocimiento existencial, profundo de Jesús y el reconocimiento de su Señorío, que permiten emitir un juicio valorativo del antes.  Se inicia un movimiento. Conviene citar el texto de Pablo: 

Por él perdí todo aquello y lo tengo por basura

Con tal de ganar a Cristo e incorporarme a él,

Y no por la justicia de la ley, sino por la

Justicia que da la fe en Cristo, la que Dios

concede  por la fe.  (v.8-9)

Así pues, tenemos un elemento de capital importancia para entender la conversión; la conversión no nos devuelve a nosotros mismos, ni a nuestros pecados, sino a la fuente del amor, a alguien, a Cristo. 

Los vv. 10-11 refuerzan y profundizan la idea: Pablo anhela un conocimiento “más profundo y existencial del Mesías y de la potencia de su resurrección con la clara intención de una asimilación vital (synmorfisómenos), a su sufrimiento y a su muerte para obtener él mismo la vida que no termina. Pablo sabe que esto es un trabajo de toda la vida: «no es que ya haya conseguido el premio, o que sea ya perfecto; sigo corriendo haber si lo obtengo, pues el Mesías Jesús me conquistó”. Esto es más o menos el proceso dinámico psicológico de lo que llamamos conversión.

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El escándalo del perdón. (Jn. 8, 1-11). La verdad que hace posible la conversión, el amor irreversible y gratuito de Dios revelado por Jesucristo, queda plenamente de manifiesto en el inquietante episodio del perdón de la mujer adúltera que la iglesia ha elegido para este V domingo de cuaresma. Es una página intensa. Y escandalosa. El perdón y el amor de Dios tienen siempre algo de escandaloso. No es posible entrar aquí en todos los detalles exegéticos de esta página.  Diremos solamente que la historia del texto revela que se trata de una página “incómoda”.

Este relato posiblemente no pertenecía originalmente al evangelio de Juan; nada tiene que ver con él el plano literario del resto del evangelio.  Schnackenburg escribe: «para el IV evangelio representa un cuerpo extraño, que incluso estorba y rompe la unidad de los capítulos 7 y 8». Por este motivo hay comentaristas que lo han dejado de lado. “Si, pese a todo, yo abogo por presentarlo y exponerlo en este lugar, ello se debe principalmente a que este relato ofrece un buen contraste respecto del evangelio y de la teología de Juan. Es como si nos hiciera bajar de las alturas contemplativas y abstractas de Juan y nos colocara en el plano del Jesús de la historia, tal como aparece en los Sinópticos, haciendo así palpable la tensión que existe entre la imagen sinóptica de Jesús y la que tiene Juan”. (J. Blank).

La “incomodidad” de este texto se refleja en el hecho de que no aparece en muchos de los manuscritos más antiguos del N.T.  Refleja la tensión entre fidelidad a la tradición de Jesús y los intereses de la disciplina de la iglesia; como la iglesia naciente propendía a un cierto rigorismo en el tratamiento del divorcio, el adulterio y los pecados de índole sexual, la clemencia que Jesús había demostrado hacía aquella mujer adúltera les resultaba incómoda. 

La escena. Hemos escuchado el relato; resalta la hipocresía de los acusadores que, en el fondo, intentan poner una trampa a Jesús. En Mulieris Dignitatem, JP.II aborda el tema en el contexto del feminismo contemporáneo. La multitud acude a Jesús y el los instruye. La escena es sugestiva: el círculo de acusadores, la mujer sola, inerme, temblando; Jesús sentado. Los acusadores insisten en la pregunta: Jesús está frente a la Ley, y la Ley no salva, a lo sumo condena.  Ellos insisten “para tener de que acusarlo”.

“Quien de vosotros esté libre de pecado tire la primera piedra”.  “No hay ninguna palabra de Jesús que exprese de manera tan categórica la corrupción de todos los hombres y mujeres por el mal.  Es una palabra lapidaria con la claridad cortante de una verdad que penetra hasta lo más profundo.  Jesús la lanza sin ningún otro comentario, y vuelve a inclinarse para seguir escribiendo en el suelo.  Y es esa palabra la que opera, afectando a todos hasta lo más íntimo”. (J. Blank). 

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Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Nadie, señor. Le dijo Jesús: yo tampoco te condeno. Vete y no peques más.

Francois Mauriac. “Me parece haber comprendido, o al menos haber intuido profundamente, qué cosa es el amor infinitamente libre o qué cosa es la misericordia, que Bernanos llamaba «la dulce piedad de Dios», océano sin orillas. Ante el elenco de los pecados, ante las tarifas establecidas con minucia farisaica en los confesonarios, resuenan las palabras que, en el evangelio, bastan para limpiar el camino de todas las miserias y vergüenzas de una pobre vida. «Tus pecados te son perdonados». De cualquier cosa que aquel hombre o aquella mujer hayan hecho, no queda, ya, nada: todo es posible para Dios, todo le es posible, incluso haber perdonado ya todo pecado – ¡qué misterio! – antes de cualquier arrepentimiento.” Es más, diría yo, ¿para qué vino Jesús si no es para perdonar, para quitar el pecado del mundo?

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Tú no eres un juez que condena, sino un salvador.

Tú no pierdes, tú encuentras.

Tú no matas, tú das la vida.

No mandas al exilio, nos conduces a casa.

Tú no traicionas, liberas.

No hundes, sino salvas.

No maldices, sino bendices.

No tomas venganzas, sino perdonas.

(S. Gregorio de Nerek.

Nuevo doctor de la Iglesia).