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La nuestra, creo, no es una época propicia para la esperanza; difícil virtud, ésta, porque hay que echar mano de ella en los momentos oscuros de la vida o de la historia. La paradoja es que no podemos dejar de ser hombres y mujeres de esperanza so pena de suicidarnos. Y pareciera que las masacres, desaparecidas ya por decreto pero que siguen, ilustran una especie de suicidio colectivo. Son hechos que oscurecen el futuro y que revelan una sociedad que vive una crisis de identidad muy grave. Un análisis al respecto requiere profundidad. Un futuro más halagüeño no es posible por arte de magia sino por el despertar de una conciencia más humana que nos impulse a la responsabilidad y la conciencia social, que despierte nuestra voluntad de sentido. De verdad, debemos ser mucho más críticos ante la realidad y dejar de “profundizar en la superficie” del acontecer. 

Una frase venida desde muy lejos nos da la pauta; “Que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes” (Is.55.7). Las calles bien pavimentadas e iluminadas no garantizan por si solas una mejor convivencia. El discurso político, por sí mismo es igualmente ineficaz aun siendo bien intencionado. No está entre sus prerrogativas mover los corazones o cambiar las mentes. Más de más de116 mil asesinatos directos, en lo que va del sexenio, que se sepa, más los desaparecidos, los que están en tumbas clandestinas, solo cabezas o cuerpos desmembrados, los secuestros etc., revelan un gran fracaso, un capital perdido. Cierto, la cultura  postmoderna, nos impone su cuota. 

Un capital social perdido que hemos de recuperar. Es una idea de F. Fukuyama, analista de talla mundial, con la que el autor busca que la sociedad civil en su conjunto, que cada hombre y cada mujer, luchemos por recuperar lo que es nuestro legado, la herencia recibida de las generaciones pretéritas, tomar de nuevo contacto con las firmes tradiciones y valores antiguos. La actualidad es falsa porque no es tan actual. Gran sofisma es la idea “del hombre actual”. El hombre actual no existe en estado puro por la simple razón de que cargamos una herencia. Todos cargamos una historia personal de la que no podemos despojarnos, una experiencia existencial y un sello que nos marca. La pura actualidad no existe. Los hombres y mujeres de hoy serán diferentes a los de antes, pero siguen siendo humanos. El viejo hombre de la biblia nos dice que “nada hay nuevo bajo el sol”. “¿Quién puede pensar alguna cosa tonta o sensata que no haya sido pensada en el pasado?”, hace decir Goethe a su Fausto. 

Igual, dice Fukuyama que una persona puede recibir una herencia y hacerla fructificar o, bien, dilapidarla, nosotros como sociedad, como individuos de esa sociedad, hemos recibido una herencia que, o   podemos hacerla rendir o perderla. Y, según Fukuyama, nuestra generación ha perdido gran parte de esa herencia, de ese conjunto de valores sólidos, pérdida cuyo resultado final bien podríamos resumirlo en la afirmación de A. Camus: “la desnudez espiritual” de nuestra época. 

¿Y cómo recuperar la herencia perdida?, (¿el paraíso perdido?), ¿Quién nos la devolverá? Nadie nos devolverá esa herencia, afirma Fukuyama; ha de ser la misma sociedad la que ha de recuperarla. Por ejemplo, este autor, libre de toda sospecha de dogmatismo y moralismo, ha demostrado contundentemente el efecto devastador que ha significado para la familia norteamericana el ingreso masivo de la mujer al mercado laboral. 

La citada frase de Camus nos invita a una reflexión seria porque a mi juicio, define la situación de nuestra época. Camus fue un pensador honesto, – “la honradez desesperada” -, y su obra literaria es de carácter profético. No fue un creyente, pero eso no le impidió sentir el drama de la época que vivió y barruntar el futuro de la humanidad.  La desnudez espiritual, la cancelación de la dimensión espiritual en el hombre, ha significado un empobrecimiento inmenso para el ser humano y lo ha dejado a merced de sus dioses. Esta crisis espiritual ha desencadenado una desorientación radical en el hombre.

Voces significativas y autorizadas a nivel mundial y hondamente preocupadas por la «profunda crisis de sentido que conmueve a la sociedad contemporánea», se alzan aquí y allá en el mundo y muestran su resistencia a reducir la vida humana a «producir, consumir y divertirse». Precisamente cuando las conquistas humanas han conseguido «aliviar el sufrimiento, mitigar la dureza del trabajo, expandir la posibilidad del conocimiento…Hemos desencantado el mundo, lo hemos hecho obra nuestra, ya no es obra de Dios, para entregarlo a un mecánico engranaje de causas y efectos, de funciones y utilidades», sin encarar, «el sentido del mundo ni percibir el misterio de la trascendencia. Durante siglos este misterio ha sido llamado Dios. Hay que plantear la cuestión de Dios en el mundo actual». Así se expresan A. Mutis y Ruiz Portella en una sugestiva obrita titulada: «Manifiesto contra la Muerte del Espíritu». Esta es la auténtica crisis que vivimos; encerrados, decía, BXVI “en un edificio de cemento armado sin ventanas”. Eso es vivir sin dios. 

De aquí deriva la tendencia nihilista. Tal tendencia en nuestra cultura es evidente. Nihilista se refiere a una tendencia que vira hacia la nada. Níhil  en latín significa nada.  Podría parecer contradictorio que en una cultura del bienestar y de la satisfacción, cobre fuerzas al mismo tiempo la tentación nihilista.  Sin embargo, muchos expertos sagaces la detectan como una de las constantes de nuestro tiempo. Esta tendencia es la consecuencia natural de la falta de sentido. 

Ha dicho un filósofo francés que “nunca hasta ahora el hombre ha conocido tanto de sus orígenes y nunca ha sabido tan poco de su destino” Esta frase nos retrata acertadamente, es la era del vacío. Conocemos cada vez mejor cómo funcionan las cosas y el mundo, pero «falta el fin, falta la respuesta a la pregunta: ¿para qué?». (Nietzsche). Para N., la realidad que somos y conocemos no tiene valor porque no tiene sentido, un para qué: en esto consiste el nihilismo.  Cuando estas preguntas se vuelven insistentes en nuestro interior, «¿qué otra cosa nos queda sino aprender a vivir solos, sin Dios y sin moral? Todo da igual: nada vale en realidad la pena». (N). ¿Qué sentido tiene la muerte, acontecimiento ineludible?; ahora hemos visto la cara a la muerte. La pandemia que los diarios no dejan morir y el incesante goteo de la sangre del hermano, es la adoración de la nada.

Sin un sentido que englobe también la muerte podemos, en el mejor de los casos «ir de victoria en victoria hasta la derrota final». (N). Muchos son conscientes de la necesidad de un sentido global y lo buscan. Algunos lo encuentran en la fe cristiana que nos recuerda que toda nuestra vida está envuelta en la mirada de Dios Padre y en un amor que por ser más fuerte que la necesidad de morir nos asegura una vida plena, perpetua, comunitaria, dichosa en su Presencia. Pero otros muchos, recelosos ante la tradición y desconfiados ante todo lo que no se puede «tocar, pesar y medir» no alcanzan, en esta cultura a descubrir en Dios el sentido total de su existencia. Y cuando el viajero se pierde en la niebla, tarde o temprano todo le pesa para seguir caminando. 

La dimensión espiritual, pues, es el capital que debemos recuperar con carácter de urgencia; de otro modo, seremos una sociedad de seres expuestos a todas las deformaciones y a todas las esclavitudes. Podemos terminar con las palabras del filósofo alemán Heinrich Rombach: “La noche del ser, (Heidegger), o La noche de los dioses (Hölderlin). En ambas proclamaciones de la noche se trata de «una época necesitada», en la que la esfera del sentido, el contenido para la vida humana en general se ha oscurecido, cosa que se muestra sobre todo porque ciertas palabras han perdido su contenido y se han convertido en sospechosas, palabras como espíritu, alma, vida, libertad, patria, verdad, fe, santidad, Dios.  Si la antropología estructural intenta mostrar un viraje esencial, debe ser del tipo que conduzca a que estas palabras vuelvan a estar llenas de sentido”. (El hombre humanizado. 1993).

+ Se suplica a todos los espías rusos y rusas pasen, por favor, a registrarse a las oficinas de Migración.