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No quiero escribir sobre el tema recalentado de Iguala. Pero, ¿Por qué no vemos a través del prisma familiar lo que nos ha sucedido en  Ayotzinapa, en Iguala, en todo el Estado,  realidad,  por lo demás, latente en todo el país? (Microcosmos del país, llama a esta zona R. Palacio, en un inquietante artículo en el que desnuda las connivencias). Sabemos, como decían los romanos, que una pequeña chispa provoca un gran incendio. Y sabemos que hay demasiado material inflamable acumulado. Sabemos que alguien puede hacer saltar la chispa. Una circunstancia así no se sabe a qué hora se va a salir de control. Jóvenes son, lo he dicho aquí mismo, los que matan y los que mueren. ¿La familia habrá dejado de ser esa “primerísima e insustituible escuela de humanidad”? (JP.II). O, ¿simplemente habrá dejado de existir para efectos prácticos? Después de todo, para que exista una familia no basta la coexistencia de un grupo de  individuos desvinculados y que coinciden en una casa  para  comer y  dormir. ¿Cuál es la diagnosis familiar, por ejemplo, de los que ultimaron a los jóvenes normalistas? ¿No hay quien advierta, por lo demás, a los jóvenes del riesgo de determinadas acciones, alguien que los invite a reflexionar sobre, si sus opciones y actitudes, van por el camino indicado? Cuál es la radiografía familiar  del  joven de ¡23 años!, aquí, al que se  acusa, incluso, de mutilador? El proceso de deshumanización es muy profundo y acelerado.

 

Todo parece resolverse en la crecida de un gran río revuelto. Malo cuando comienzan a surgir comisiones y a oírse la gastada frase de: “hasta  las últimas consecuencias”, “caiga quien caiga”, “tope donde tope”, “todo el peso de la ley”, y cosas como esas. Malo cuando los partidos aparecen como los defensores y usan todas las artimañas para defenderse amparados en el nombre de la democracia y en los líderes “morales”. Malo cuando el contingente está formado por una multitud amorfa y heterogénea. La ley, simplemente la ley, aplicada eficientemente, por quienes juraron “cumplir y hacer cumplir la ley”, bastaría. Por  lo demás, también los padres, (y las madres, pues a veces, son las únicas que están), no esperar  llegar a las marchas para ver dónde están los hijos, qué hacen, qué les dicen.  Está la fiesta rave, los jovencitos (as) a todo lo que dan, de tocho morocho; los papás llegan con admirable celeridad solo cuando la policía ha intervenido. Antes, nada importa. ¡Qué experiencias hemos vivido! Remember…!

No, el presente, no versa sobre lo que sucede en Guerrero, hecho que con modulaciones diversas, se extiende por todo el país, con notas de réquiem, y puede explotar, y ha explotado ya. No. Quiero escribir sobre la familia que, a pesar de las dificultades y factores disgregadores, tales como el divorcio, el aborto, la violencia, la pobreza, el abuso, la pesadilla de la precariedad, la inmadurez,  el desequilibrio causado por las migraciones, la familia es siempre  “escuela de humanidad”. ¿No es mejor ver a los padres implicados en la escuela de sus hijos, vigilando también el desempeño de sus maestros, no es mejor verlos implicados con su iglesia, que verlos marchar cuando el horizonte se tiñe de rojo, como la luna de estos días? A la iglesia no le faltan documentos; por documentos no paramos. El problema es saber si hay comunidades receptoras, comunicadores que con empeño y alegría traduzcan y hagan comprender a la comunidad la trascendencia y  belleza del proyecto, trabajo de cada día, del ser familiar. Sí, tenemos que mirar a la familia con esperanza, anunciando su valor y su belleza, ya que no es un “modelo fuera de curso”.

 

Vivimos en un mundo solamente de emociones, en el que la vida “no es un proyecto, sino una serie de momentos” y “el compromiso estable nos parece temible” para el ser humano, al que el individualismo ha hecho muy frágil, alérgico a la disciplina, a la constancia en el trabajo y, por ende, débil en la adversidad y el esfuerzo. El hombre tiembla siempre ante lo definitivo. Prefiere dejar vías de escape siempre, también en cuestiones vitales; la moral termina siendo una cuestión de cálculo. Quemar las naves ya no es filosofía de vida. Pero es precisamente aquí, frente a estos “signos de los tiempos” que el evangelio de la familia se presenta como un “remedio”, una “verdad medicinal”, que hay que proponer. Graves son los desafíos pastorales sobre la familia, muy graves y muy complejos, tanto como el hombre mismo.

 

En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la «familia humana» (y en la «familia de Dios», que es la Iglesia). Creo que no se ha pensado suficientemente en las relaciones que existen entre la familia y la sociedad. Sin hombres ni familias nuevas, con la novedad de Cristo, no es viable la sociedad.  La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad porque constituye su fundamento y alimento continuo  mediante la función de su servicio a la vida y la educación. (JP.II). De aquí deriva que sea considerada como la “célula de la sociedad”. Pero, lo sabemos, el cáncer que acaba con el sistema orgánico, comienza en una célula y determina una multiplicación anárquica de las células, hasta descomponer todo el sistema. El cáncer es antisistema. “La acogida de la vida, el asumir responsabilidades en orden a la generación de la vida y al cuidado que ésta requiere, sólo es posible si la familia no se concibe como un fragmento aislado, sino que se percibe insertada en una trama de relaciones”. “Quien engendra un hijo aún no es un padre. Un padre es quien engendra un hijo y se vuelve digno de él”. (Dostoievski).  Respecto a la función de servicio a la vida, la familia no es criadero. ”La familia es casi la última realidad humana acogedora en un mundo determinado casi exclusivamente por las finanzas y la tecnología. Una nueva cultura de la familia puede ser el punto de partida para una renovada civilización humana”. Por eso, es cada vez más importante no dejar a la familia o a las familias solas, sino acompañar y sostener su camino. De este modo se advierte que detrás de las tragedias familiares con mucha frecuencia hay una desesperada soledad, un grito de sufrimiento que nadie ha sabido escuchar.

 

Leamos un texto célebre de JP.II. “El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la ayuda deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto, todos aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable.

 

Pero como complementario al derecho, se pone el grave deber de los padres de comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los profesores y directores de las escuelas.

 

Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar, deben con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso la familia tiene necesidad de ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no deben olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial”. ¿Tales pastores existen o habrán estado a la altura de las circunstancias? Triste cosa es que los jóvenes de la Normal de Ayotzinapa tuviesen que recurrir al secuestro de autobuses y camiones con alimentos para subsistir; triste cosa que esas escuelas estén destinadas a los segmentos de mayor pobreza y que las educación que reciben este ideologizada. (fuente TV Milenio 09.10.14. 6.pm).  Entonces, no se está cumpliendo con los cometidos fundamentales no obstante lo abultado del presupuesto.

 

Pero no se trata de  “catastrofismo o  abdicación” ante el problema. ”Existe un patrimonio de fe claro y ampliamente compartido. Por ejemplo, las ideologías tales como la teoría del género o la equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio entre hombre y mujer no gozan de consenso entre la gran mayoría de los creyentes, mientras que el matrimonio y la familia siguen considerándose ampliamente vistos como un ”patrimonio” de la humanidad, que se debe proteger, promover y defender. Ciertamente, entre los creyentes, la doctrina es a menudo poco conocido o practicada, pero “esto no significa que se ponga en tela de juicio”.

 

Pareciera que en la sociedad existe un acusado sentido de solidaridad; pero no pocas veces, ésta es difusa, no bien encausada. Mire usté, se llevó a  nivel mundial la discusión sobre si dar muerte o no, a un perro, con probabilidades de estar contagiado con el ébola, – esto en Madrí -, mientras que ahí, se ha legislado sobre el aborto con  leyes que permiten que una niña de 15 años aborte, aun sin consentimiento de sus padres. Se trató de derogar esa ley y ante el fracaso, el ministro Gallardón, sin necesidad de referéndum renuncio a su cargo por simple dignidad.  Para la cuestión del aborto, a los padres se les quitó la patria potestad. Nadie, en el D.F., ha realizado una marcha para, siquiera recordar a los más de 150 mil niños abortados legalmente. Y como ya nos dimos cuenta que no hay limbo, pues ni una misa.

 

Urge  recuperar el sentido de una verdadera solidaridad y  superar la “privatización de los afectos” que vacía de sentido al hombre y a la familia y la confía a la decisión del individuo; es necesario crear en el plano institucional, las condiciones que facilitan la acogida de un niño y la asistencia a un anciano, como ”un bien social que hay que tutelar y favorecer”.

Estamos ante una emergencia educativa. Muchas veces, en las reivindicaciones, se cometen actos punibles. La iglesia tiene una  presencia capilar en la sociedad, por ello una tarea y una responsabilidad. Ojalá que, si no en todas, sí en muchas de nuestras parroquias hubiera escuelas. Ojala que las autoridades civiles comprendieran que, antes que “obras”, se necesitan más y mejores escuelas. La familia es la primera, pero no la única y exclusiva, comunidad educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y religiosa del hombre exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las diversas fuerzas educativas. Estas son necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su competencia y con su contribución propia.

 

Privatización de los afectos, vivimos en un mundo solamente de emociones, en el que la vida “no es un proyecto, sino una serie de momentos”. Queremos que todo quede desregularizado. Emancipación absoluta.  “Si en la actualidad la familia es un nido de todos los resentimientos, (B. Russell), no es solo porque frecuentemente se transforma en un nido de víboras, sino, principalmente, porque los descontentos de la humanidad moderna ven en ella el principal obstáculo para sus más profundos deseos, para sus reivindicaciones más esenciales. Y este obstáculo de la familia es, ante todo, el de la autoridad paterna”.  Así se expresa el filósofo Jean Lacroix.

 

Como un resplandeciente ejemplo de lo dicho lo dejo con este artículo que publica El País, el diario más anticatólico de habla castellana,- y el que más leo -. Claro, El País sabe que en Roma se lleva a cabo la reunión mundial de los obispos que trabaja en el tema de la familia. El artículo es de una mujer argentina, (¿?), Leila Guerriero. “Casados”, se titula. Helo aquí.

 

“Yo no quiero casarme. Nunca quise. Ahora, en la Argentina, aprobaron un nuevo Código Civil según el cual las parejas que vivimos en concubinato tendremos derechos parecidos a los que tienen las parejas unidas en la institución del matrimonio. Ya saben: compartir bienes, no quedar desamparados en caso de muerte de uno de los dos. Y yo, perdón, quiero enviar todos esos derechos de regreso al remitente como si fueran una carta que me hubiera enviado el diablo. Yo no quiero que ninguno de esos derechos me cobije. No casarme es más que una omisión. Es mi bandera: un gesto. Es mi forma de decir que jamás haré parte de una institución anquilosada que devora personas y las devuelve —no a todas, sí a muchas— convertidas en un pedazo de carne sin apetitos, en un magma de mezquindades que nada tienen que ver con el amor. Y yo sólo quiero esto que tengo: tus ojos de lobo. Maldita sea yo si espero que me cobijes con nada que no sea tu forma mansa de aplacar el viento negro que me arrasa. Maldita sea yo si necesito de vos algo más que tu silencio o que tus bromas tontas. No quiero dinero, ni casa, ni auto, ni cobertura social: a vos te quiero. Solo, entero, crudo, despojado. De vos no quiero la mitad de nada: quiero todo —todo— el continente de tu inmensa soledad en compañía. Maldita sea yo si quiero algo más que tus recuerdos y tu manera de no retroceder, de no tener miedo, de ser noble. Dirán que tampoco es grave: que para que estos derechos sean reconocidos los convivientes deben registrarse y dejar constancia de esa unión. Pero se llevan mucho: se llevan la bandera, el gesto. Yo iría a ese registro. Y firmaría, con tinta de mis huesos, que cuando venga la muerte tendrá tus ojos. Y que, con eso, a mí me basta”. (08.10.14).

 

El sentido de la familia se concreta así: la familia es un hogar de amor, es decir, el lugar mismo de la perfecta reciprocidad, y el motor interno que lo dinamiza no puede ser más que el amor. Y el amor, es precisamente lo que nuestra cultura ha asesinado, incluso, cuando la unión de un hombre y una mujer, antes que amor, es el egoísmo de dos. Todas las instancias están llamadas a trabajar por la familia. Es la prioridad.