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“Matrimonio y familia…tienen necesidad de la gracia…para ser devueltos “a su principio”, es decir, “al gesto creador de Dios”. (JP.II). No es bueno que el hombre esté solo, dice el Señor en el exordio de la historia. El destino del hombre no es el dominio sino el amor. He aquí el porqué de su grito de alegría, de admiración y embeleso cuando ve a su lado a la mujer. Ninguna otra creatura puede ser la compañía natural del hombre; Dios ha hecho desfilar ante el hombre todos los animales de la creación y ninguno podía ser la compañía para el hombre, solo alguien igual a él en su dignidad, diferencia y complementariedad a la vez, podía ser esa compañía: la mujer. «Esta sí es hueso de mis husos y carne de mi carne». Reconocimiento y unidad totales. Por ello el hombre ya maduro dejará padre y madre, es decir, deja su familia de origen y se unirá a su mujer para formar otra familia. Ellos han sido creados para amarse, para unirse, para «ser una sola carne». La unidad de su amor se irá construyendo a lo largo de toda su vida. (Gen 2,18-24). El hombre completo es el hombre y la mujer unidos por el amor y abiertos a la vida. Tal es el proyecto original de Dios.

Pero el diablo no duerme y un día convence a la pareja primordial que el proyecto de ese Dios no es viable, ni siquiera el mejor, que es un Dios envidioso. Quienes han de decidir todo lo relativo al bien y al mal, son ustedes. Ustedes conocerán el bien y el mal; no hay razón para que alguien interfiera en sus vidas, nadie que les dicte normas desde fuera, nadie que se meta en su recámara. «Ustedes serán como dioses, conocedores del bien y del mal». Es frase de la serpiente primordial y resume la historia humana.

La propuesta diabólica, declaración de autonomía radical ante Dios, es el presupuesto del desastre. Dios pide explicaciones ante la disfunción inaugurada: “La mujer que me diste me sedujo y comí del fruto prohibido, dijo él; la serpiente me engañó y comí”, dijo ella. La serpiente primordial no habla y, aunque, tenga que arrastrarse sobre su vientre y comer polvo toda su vida, se ríe; ha conseguido una gran victoria, ha sembrado la duda y la desconfianza: el proyecto original ha quedado roto. Las consecuencias serán desastrosas. Siempre que Dios inicia un proyecto, surge el anti-dios para frusrarlo. Ahora hay que luchar para recuperar el proyecto original, volver al “principio”. Cierto, el relato del Génesis está construido con material tomado de las mitologías orientales, pero ¡ojo!, mito no significa mentira; es una forma de expresión, se trata de hacer cercano lo que no es inmediatamente accesible, de explicar aquello que nos supera. Así, pues, en ese relato primordial se explica el problema en que tantas veces se resuelven el matrimonio y la familia y el esfuerzo que exige su realización plena.

Jesús, que nos revela plenamente la voluntad de Dios, apela a este relato y dice ante los intentos legales y religiosos propios de cada época que intentan pervertir el plan original: “en el principio no fue así; en el principio, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso el hombre dejará padre y madre y se unirá a su mujer y serán una misma cosa”. Y añade, “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. 

La iglesia “iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad acerca del bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus significados más profundos, siente una vez más el deber de anunciar la buena nueva, a todos indistintamente, en particular a aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan para él, a todos los esposos y padres del mundo”.

Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación del Evangelio se realiza de manera plena toda esperanza puesta legítimamente en el matrimonio y en la familia. De otra manera el diablo se hace cargo de la situación. Error gravísimo es no ver que a la base del desastre social está el desastre familiar.

Queridos por Dios con la misma creación, matrimonio y familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado y ser devueltos «a su principio», es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del designio de Dios. En el matrimonio se unen dos seres imperfectos, con deficiencias, heridas, con un bagaje de vivencias disímiles a donde ninguna sociología, por profunda que se autodenomine, puede llegar necesitan la gracia curativa de Cristo, ayudada por el empeño personal, para sanar. De otra manera, fuerza del pecado domina.

En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad, así como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a la renovación de la sociedad y del mismo Pueblo de Dios”. 

Dostoievski lo planteó de forma radical el problema: “si quitamos a Dios, suprimimos el problema del bien y del mal”. Esta es la cuestión. El problema es que Dios está ahí y millones así lo creen y así lo viven y lo sienten. Si Dios ya no está, el problema desaparece; si bien queda la ley natural, anterior a toda ley positiva, inscrita en nuestros corazones, tal parece que hoy todo esto ha desaparecido. Hemos aprendido a vivir sin ilusión, sin esperanza, sin Dios. Es una equivocación terrible del hombre de siempre. Y queda solo la desesperanza. 

Bertrand Russel expresa la desesperanza cósmica en que el ateísmo puede sumirnos: “Que el hombre sea producto de causas ciegas, que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus temores, que sus amores y sus creencias no sean más que el resultado de agrupaciones accidentales de átomos; que ninguna pasión, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento y de sentimiento puedan prologar una vida individual más allá de la tumba; que todo la obra de siglos, el sacrificio, la abnegación, la inspiración, la brillantez del género humano en su cenit estén condenados a la extinción, a la muerte global de sistema solar, y que el templo entero de la realizaciones humanas deba ser inevitablemente sepultado bajo los escombros de un  universo en ruinas; todas estas cosas aunque no están fuera de toda discusión, sí lindan tan de cerca con  la certidumbre que ninguna filosofía que las niegue puede esperar mantenerse”. (Philosoiphical Essays. p.53). Rusell, el profeta del progreso está asustado de su obra. Pero es extraño que añada: “la educación es siempre un éxito cuando los padres se aman”; era un ateo perfecto. 

Hegel lo entendió mejor cuando en sus “Principios de la filosofía del derecho”, escribe: “El matrimonio, y, esencialmente la monogamia, es uno de los principales absolutos en los que se basa la moralidad de una colectividad. Esta es la razón por la institución del matrimonio aparece como un de los episodios de la fundación de los estados por los héroes o los dioses”. Y este era ya uno de los temas esenciales de sus “Lecciones de filosofía de la historia”: “El estado debe tener el mayor respeto por la piedad filial; gracias a ella cuenta entre los suyos con unos individuos morales en sí mismos y que aportan al estado una base sólida, sabiendo sentirse unos en un conjunto”. En efecto, el subjetivismo y el intimismo no son más facetas del egoísmo.  

A lo largo de los siglos, las legislaciones humanas han atentado, y ahora con especial virulencia, contra ese proyecto divino, la plaga del divorcio, las uniones libres o “equiparables”, etc. etc. La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y la cultura,

En los momentos de duda, de vacilación, cuando no se tienen puntos de referencia precisos y cuando el embate contra la santidad del matrimonio proviene de tantos frentes, es necesario “remontarse al «principio», al gesto creador de Dios; se trata de una necesidad para la familia, si quiere conocerse y realizarse según la verdad interior, no sólo de su ser, sino también de su actuación histórica, como afirma Hegel.

Todo lo dicho es a nivel de principio; cada caso es especial y ha de atenderse de forma personal, con todo el amor y la comprensión: Dios no tiene hijos de segunda. “Se plantea así a la Iglesia el deber de una reflexión y de un compromiso profundos, para que la nueva cultura que está emergiendo sea íntimamente evangelizada, se reconozcan los verdaderos valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena. (JP.II).

¡Familia, sé lo que eres! (JP.II).