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Ap. 11,19;12,1-6.10; Salmo 44; 1Co 15,20-27; Lc. 1,39-56.

Queridos hermanos y hermanas:

Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta de su Asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.

Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque también nuestra existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe luz de la Madre de Dios, de su camino espiritual, de su destino de gloria: un camino y una meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro propio camino y nuestra misma meta. 

En efecto, el Con. Vat. II nos ha presentado a la Virgen María como Madre de Dios, y siempre en el misterio de Cristo y de su iglesia. María es primicia e imagen de la iglesia, signo de esperanza cierta y de consuelo para el pueblo de Dios que peregrina hacia su meta. En el n. 62 de la L.G., están unidos los dogmas de la maternidad de María y de su Asunción a los cielos. “Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente a la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna”.  Ella, pues, está presente en el peregrinar de la iglesia, tal como lo confesamos en el prefacio de este día. En el cielo, ella sigue siendo la Madre glorificada del Hijo glorificado. 

En la exhortación apostólica Marialis Cultus  nos dice Pablo VI: “A las dos solemnidades ya mencionadas, Inmaculada Concepción y Maternidad Divina, se debe añadir…. la solemnidad del 15 de agosto…. La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo, fiesta de su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculado y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo Resucitado; una fiesta que propone a la iglesia ya  la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación es  el destino de aquellos que Cristo ha hecho hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Heb. 2,14)La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la realeza de María que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como reina e intercede como Madre.(n.6)

En este estupendo marco doctrinal colocamos la fiesta de este día y la celebramos en el espíritu mismo de la iglesia que se expresa en la liturgia.  En la oración colecta, luego de alabar al Dios eterno y todopoderoso, que ha hecho subir en cuerpo y alma a la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, al cielo, junto a sí, le pedimos, que nos conceda vivir en este mundo sin perder de vista los bienes del cielo y con la esperanza de disfrutar eternamente de su gloria.

En María Asunta, se ha cumplido plenamente lo que para nosotros es todavía esperanza; en ella se ha cumplido con plenitud aquello de lo que el Apóstol Pablo nos habla en la lectura de este día: la visión final de la historia, la resurrección de los muertos, la abolición de la muerte y la aparición definitiva del Señor. Ella participa plenamente de la victoria de su Hijo; íntimamente unida, como nadie, al misterio de Cristo aquí en la tierra, ahora Ella goza cabalmente, en cuerpo y alma, del triunfo escatológico de Cristo. Esa es nuestra esperanza; en esa dirección apunta nuestra fe. Eso es lo que pedimos en las oraciones de este día: …por su intercesión, ayúdanos a buscarte y a vivir siempre de tu amor; y en la oración después de la comunión le pediremos a Dios Padre por la intercesión de María Asunta: que nos conceda alcanzar la gloria de la resurrección. 

Primicia y figura de la Iglesia.

En la lectura del Apocalipsis, vemos el Signum Magnum, a María figura de la iglesia que aparece radiante envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y coronada de estrellas, pero gimiendo con los dolores del parto. De la misma forma que María puso en nuestro mundo al que es la Vida, así la iglesia tiene la misión de ir haciendo presente a Cristo, sincrónicamente, en la historia. Ha de contar por adelantado que el misterio de la iniquidad, del mal y de la mentira, estará siempre al acecho para matar al Niño en cuanto éste nazca. La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a gobernar todas las naciones con cetro de hierro; y su Hijo fue llevado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios.  Se trata de un pasaje profundamente eclesiológico, pero María es la primicia y la imagen de esa iglesia cuya misión es, ya lo decía, dar a luz a Cristo en la historia, caminar entre las asechanzas del mal, y los consuelos del cielo. Pero, ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su dominio y de su reinado, y del poder de su Mesías.  

El salmo nos la presenta como la Reina, a la derecha del Rey. Luis Alonso traspone al sentido cristiano este salmo de la siguiente manera: Esta figura del rey ideal, el día de su boda. Se funda inmediatamente en la profecía de Natán y utiliza elementos de las cortes orientales de la época; pero desborda la figura real de cualquier rey de Israel o de Judá. Como poema ideal se puede dedicar a cualquier rey; pero en ninguno agota su sentido ideal. La carta a los Hebreos y la tradición litúrgica y exegética han leído este salmo como salmo mesiánico., Heb. 1,8-9. Al cumplirse el ideal, que el salmo reflejaba y hacia el cual tendía todo el poema se convierte en símbolo, cambia su sentido desde dentro y se aplica a Cristo y su esposa, la Iglesia (sentido alegórico), Ef. 5,23, y, en ella, a Cristo y el alma (sentido tropológico) 

Vemos, pues, en esta fiesta, a la humilde esclava del Señor que asciende a los cielos; la escuchamos en su cántico decir que el Señor ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava y que todas las generaciones la llamarán dichosa. Dios se ha complacido en la humildad de su esclava. Así la queremos contemplar hoy.

Dimensión existencial.

Sin embargo, un punto muy importante de esta fiesta es, como lo hemos dicho más arriba, el que en Ella contemplemos también nuestro camino, contemplemos también el final de nuestra meta. 

En esta fiesta pletórica de esperanza y de alegría comprendemos que Jesucristo no ha querido estar solo a la derecha del Padre, y que con ella se clausura propiamente la nueva Pascua. Jesucristo, grano de trigo muerto, no se va solo para encontrarse a solas con el Padre, abandonando a su suerte nuestra tierra. Recibiendo a María, inicia para nosotros, los que estamos en la tierra, nuestra propia recepción para que Dios y nuestro mundo se vayan compenetrando, y aparezca una tierra nueva que lejos de situarse en el futuro ha comenzado ya, y que es un germen para cualquiera de los hombres desde el momento en que se da completamente a Dios.  

Mirar al cielo.

En una homilía del entonces cardenal J. Ratzinger, sobre la Asunción de la Virgen, pronunciada en el Hegenauerpark de Ratisbona, en 1993, hacía notar que en esta fiesta tenemos tres conceptos capitales que debemos entender: María, cielo y cuerpo. María es el ser humano que se nos ha adelantado plenamente y por ello es para nosotros un signo de esperanza. En ella es plena realidad la nueva creación, se deja ver en ella el “hombre nuevo, creado a imagen de Cristo”. Ella se ha revestido de Cristo plenamente y, por ello, es luz en nuestro camino; ella, hermana nuestra, participa de la “nueva habitación” no hecha por mano de hombre. 

Los intentos que se han hecho en los últimos 200 años, para crear un hombre nuevo y con él establecer una tierra nueva, nos han llevado a consecuencias catastróficas. Nosotros no somos capaces de hacer eso; pero Dios sí lo es y lo ha hecho, y nos enseña la manera de prepararnos para el encuentro con él. María es ese signo de lo que Dios puede hacer, también por nosotros.  

Comparto un fragmento de esta bella homilía del Cardenal Ratzinger: Consideremos en su interrelación los otros dos conceptos que la iglesia nos presenta en su liturgia: cielo y cuerpo, o, dicho exactamente, Cielo y tierra. Mencionar el primero parece en la actualidad una antigualla. ¿Quién se atreve a nombrarlo en estos tiempos? La nuestra es una época en la que resuena la voz de Nietzsche: Hermanos, permaneced fieles a la tierra. Nos invita a que, apartando por completo del Cielo nuestros ojos, disfrutemos plenamente de la tierra, y no esperemos otra cosa que lo que ella pueda darnos. Lo mismo Berthold Brecht: Dejemos el cielo para los pájaros. Y, por su parte, Albert Camus, dando la vuelta a las palabras de Jesús cuando decía: Mi Reino no es de este mundo (Jn. 18,36), nos propone como designio: Mi reino es de este mundo. Tal ha sido el objetivo de todo el s. XX y el nuestro. Mi reino es de este mundo: en esto ha resumido sus aspiraciones nuestro siglo, y en esto continuamos resumiéndolas nosotros. Deseamos tener en este mundo nuestro reino, el espacio donde vivamos nuestra vida. Pero ¿qué significa exactamente que nuestro reino es de este mundo?

Significa que pretendemos obtener del tiempo lo que sólo la eternidad nos puede dar. Nos esforzamos por sacar eternidades de lo que sólo es temporal; y, como es lógico, nos quedamos siempre cortos, y corremos sin descanso en pos del tiempo perdido. Cuando el tiempo es lo único que cuenta, el resultado no puede ser otro que impotencia, pérdida y falta de tiempo. Llega un día en que el tiempo mismo se nos va, mientras pensábamos que en él encontraríamos la eternidad. 

Y algo parecido nos ocurre con la tierra, con este mundo nuestro, que vemos convertido en escenario de destrucciones. Si queremos arrancar todo de ella, se nos queda muy escasa y acabamos destruyéndola. De aquí vienen inevitablemente aversiones entre nosotros, hacia nosotros mismo y hacia Dios, rivalidades y violencias. Frente a esto, bien valdría la pena que nos diésemos cuenta del mensaje que quiere transmitirnos esa imagen de la mujer que está vestida de  Sol: que dirijamos nuestros ojos hacia el Cielo, con la seguridad de que también nuestra tierra saldrá regenerada. Volver nuestras miradas hacia el Cielo significa dejar que nuestras almas se abran a Dios para que tome posesión de nuestras vidas.  

Al comenzar la Edad Moderna dijo alguien que deberíamos vivir como si Dios no existiera. Esto ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias. Nuestra regla debe ser exactamente la contraria: vivir en todo instante dando como supuesto que Él existe, y conforme a lo que Él es, porque por fuerza es lo que es. Este vivir significa dar oído a su Palabra y a su Voluntad, sintiéndonos mirados por Sus ojos. De este modo, sentiremos que pesa más nuestra responsabilidad; pero, en compensación, se hará más fácil y más humana nuestra vida. Más fácil, porque nuestros errores, fracasos, privaciones y pérdidas jamás nos parecerán definitivos y fatales, sabiendo como sabemos que detrás de todo ello existe siempre un sentido, y que nada está perdido para siempre. Desde esta perspectiva, nos aparece en primer plano el lado buen de las cosas.  Ciertamente, con mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo; pero su peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo. No nos rebelaremos cuando las cosas no resulten como quisiéramos, o se frustren nuestros propósitos: porque sabemos que, en el fondo, hay algo bueno en ello, toda vez que Dios es bueno. 

Existe una anécdota en la vida de Dostoievski. El escritor solía pasar largas temporadas en Alemania en un famoso balneario donde descansaba y escribía. Una vez al año pedía a su esposa que lo trasladara a Dresden, en cuyo museo existe una hermosa pintura de Rafael en la que aparece la Virgen con el Niño, la Madona Seduta. Se trata de una famosísima pintura que se exhibe todavía en esa ciudad y de la que recientemente se ha descubierto una réplica realizada por el mismo Rafael y que el año pasado (2017), fueron exhibidas juntas en Dresden. Pues bien, Dostoievski pasaba todo el día sentado frente a la imagen de la Virgen y el Niño. En cierta ocasión su esposa le preguntó: ¿Por qué haces eso? Y el escritor le contestó: “Veo a la Virgen para reconciliarme con la humanidad”. 

Eso es la Virgen; Asunta al cielo es la realización plena del hombre.