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Comienzo con una cita de Angelo Silesius, (Johann Scheffler, poeta, teólogo y médico alemán. Sus epigramas profundamente religiosos se cuentan entre las obras líricas más importantes de la literatura barroca y el misticismo europeo. 1624-1677): “Jesus puede nacer mil veces en Belén; si no nace en tu corazón, estás irremisiblemente perdido”.

¡Qué lejos estamos de celebrar, realmente, el misterio de Navidad! ¿Qué es Navidad? ¿Qué celebramos en realidad? No cabe duda de que la navidad la hemos envuelto para regalo, la hemos reducido a comida y bebida y el Reino de Dios no es comida ni bebida, (porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Rom.14,17). Así no somos capaces de preguntarnos seriamente, ¿Qué es lo que realmente sucedió? La falla radical de nuestra predicación consiste en haber olvidado el dogma, la verdad y la Verdad. Entonces, todo se reduce un desabrido moralismo, a un vano ajetreo, a preocupaciones inútiles, a una algarabía insulsa. Bueno, hay quienes ha hecho una navidad para los ¡perros de la calle!

Del olvido de la Trinidad, el misterio íntimo de Dios, proceden males incalculables: el primero de esos males es la pérdida de nuestra fe, puesto que siendo la SS. Trinidad el misterio capital de nuestra fe, quien olvida este misterio no hace ya, por consiguiente, lo actos de fe y, por lo tanto, no vive ya la vida cristiana. Haciendo las obras de la fe sin la fe, se cree seguro porque hace las obras, pero está en peligro porque le falta la fe y sin fe es imposible agradar a Dios. El inmenso peligro consiste eh pasar así de largo junto a la fe para hacerse una religión que aun siendo un extracto del cristianismo, podría convertirse en su falsificación. La fe se sustituye por el sentimiento o por la imaginación, la presunción ocupa el lugar de la esperanza, la caridad es reemplazada por la sensibilidad. Cuantas veces, la autosugestión, la inducción psicológica o la sensiblería, suplen la verdadera fe. incluso ciertas piadosas tradiciones nos ocultan el misterio. Así, pues, ¿qué celebramos en esta fiesta?

Si el camino ya está hecho en la obra de los grandes hombres que con razón llamamos “Padres de la Iglesia”, si en su obra vemos la harmonía de dogma y vida, del dogma y la repercusión de éste en la vida de cada día y en la vida en su totalidad, ¿por qué, entonces, no nos nutrimos en su vida y en su obra? ¿Por qué no aprendemos a contemplar el misterio antes de hablar y hacemos pasar como buena moneda felices ocurrencias?

Leyéndolos podemos ver la distancia que nos separa de esa floración de cristianismo. ¿Cómo queremos que nuestra fe ilumine verdaderamente nuestra vida si no se alimenta de los misterios que son su misma fuente?

Por ello, y debido a mi ignorancia, hoy quiero leer con ustedes, levemente comentado, una homilía de S. Agustín sobre la Navidad.

 

De los Sermones de san Agustín, obispo

(Sermón 185: PL 38, 997-999).

LA VERDAD BROTA DE LA TIERRA Y LA JUSTICIA MIRA DESDE EL CIELO.

“Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos, y Cristo con su luz te alumbrará, (Ef.5,14); Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre.

Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. (ver: Rom.7,24-25). Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte. (Esto es Navidad, ¿dónde vemos la navidad en toda esa algarabía, todo es reduccionismo empobrecedor en que la hemos envuelto?).

Celebremos, pues, con alegría la venida de nuestra salvación y redención. Celebremos este día de fiesta, en el cual el grande y eterno Día, (el Hijo), engendrado por el que también es grande y eterno Día, (por el Padre),vino al día tan breve de esta nuestra vida temporal. (en el trasfondo está el misterio del Dios Trinidad).

Él se ha hecho para nosotros justicia, santificación y redención. y así -como dice la Escritura- «el que se gloría que se gloríe en el Señor.» (De él les viene que estén en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención a fin de que, como dice la Escritura, el que se gloríe que se gloríe en el Señor. ICor. 1,30).

La verdad brota, realmente, de la tierra, pues Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació de la Virgen. (Ver artículo mío en el Diario: Navidad y la mujer). Y la justicia mira desde el cielo, (ver Sal. 84 y 85), pues nadie es justificado por sí mismo, sino por su fe en aquel que por nosotros ha nacido. La verdad brota de la tierra, porque la Palabra se hizo carne. María, tierra virgen). Y la justicia mira desde el cielo, porque toda dádiva preciosa y todo don perfecto provienen de arriba. (Santiago. 1,17). La verdad brota de la tierra, es decir, la carne de Cristo es engendrada en María. Y la justicia mira desde el cielo, porque nadie puede apropiarse nada, si no le es dado del cielo. (es pues, el misterio de la Encarnación).

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se besan. (ver. Sal. 85,11-12). Por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad brota de la tierra. Por él hemos obtenido el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios. Fíjate que no dice «nuestra gloria», sino la gloria de Dios, porque la justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por ello el que se gloría que se gloríe no en sí mismo, sino en el Señor.

Por eso también, cuando el Señor nació de la Virgen, los ángeles entonaron este himno: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.

¿Cómo vino la paz a la tierra? Sin duda porque la verdad brota de la tierra, es decir, Cristo nace de María. Él es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, para que todos seamos hombres de buena voluntad, unidos unos a los otros con el suave vínculo de la unidad. (Ef. 2,14). Alegrémonos, pues, por este don, para que nuestra gloria sea el testimonio que nos da nuestra conciencia; (2Cor. 1,12), y así nos gloriaremos en el Señor, y no en nosotros. (2Cor. 2,17). Por eso dice el salmista: Tú eres mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. (Sal.3,4).

¿Qué mayor gracia pudo hacernos Dios? Teniendo un Hijo único lo hizo Hijo del hombre, para que el hijo del hombre se hiciera hijo de Dios. (cuando decimos que Dios nos dio a su Hijo, hay que tomarlo en serio: nos ha dado a su Hijo único).

Busca dónde está tu mérito, busca de dónde procede, busca cuál es tu justicia: y verás que no puedes encontrar otra cosa que no sea pura gracia de Dios”.

Todo en este sermón es admirable, el equilibrio, la fluidez, la elegancia, el manejo magistral de la Escritura, teniendo en cuenta el dogma sin lo cual todo queda flotando, reducido a un moralismo aburrido; pero sobre todo, el conocimiento y manejo de las Santas Escrituras y la admirable concatenación de las citas para formar un unidad perfecta, cadenciosa, nunca un atiborramiento de citas sin ton ni son. La homilía es siempre sobre un texto, es sobre la Escritura, por ello decía S. jerónimo, “ignoratio enim scripturarum, igonoratio Christi est”. Y la regla de la buena homilía, la pone Agustín en el axioma: “Sit orator antequam dictor”, ser hombres de oración antes que predicadores. Orar antes de hablar. Contemplata allis tradere, dice el lema de los dominicos.

Estamos a años luz de esta sencilla belleza impregnada de santidad de vida. El gran reto de nuestra hodierna homilética está en unir el dogma y la vida, -primero la nuestra -, en la predicación. Pero ¿cómo queremos que nuestras homilías, que no lo son en sentido estricto iluminen al pueblo; cómo queremos que nuestra fe ilumine verdaderamente nuestra vida si no nos alimentamos de los misterios que son su misma fuente?

Dar a los demás lo que hemos comprendido en la contemplación, tal la norma.