[ A+ ] /[ A- ]

Hch. 2,42-47; Sal. 117; 1Pe. 1,3-9; Jn. 20,19-31

Hch. 2,42-47.-  Los primeros cristianos – La resurrección de Cristo es un evento único, pero es necesario encontrar el modo para vivirla día a día. A los ojos de los primeros cristianos, la mejor forma de hacerlo, era la vida comunitaria; es decir, aquello que se expresaba en una liturgia doméstica en torno a los recuerdos y los testimonios de los apóstoles, en un clima de gozo y de participación. (Eucaristía). Nosotros, al contrario, no ponemos nada en común, ni en la liturgia, con frecuencia descolorida y aburrida, ni en la vida. La pasividad y el replegarse sobre sí mismo jamás podrán ser un signo de la presencia del Resucitado.

Sal. 117; Ver domingo de la Octava.

1Pe. 1,3-9. El futuro no es, ya, un vacío –  Quien cree en Jesús Cristo resucitado de entre los muertos es alguien que ha sido «regenerado», hace de nuevo proyectos para el futuro, da los primeros pasos hacia la salud perfecta; la muerte ya no le asusta, ya no es un peligro inminente que cierre su horizonte. Una esperanza viva, Jesús que ha vencido la muerte, lo sostiene en el camino. Pero, para llegar a ser preciosa como el oro, esta fe debe pasar la prueba. “Por ello, alégrense aunque ahora tengan que sufrir un poco de tiempo toda clase de puevas…”

Jn. 20,19-31.  – Saber ver – Jesús resucitado se aparece a los discípulos y les da la paz y la alegría del Padre. Solo ahora ellos reconocen el motivo y el valor de su muerte: Ha sido, de hecho, de su propio costado herido y de sus manos traspasadas de donde brota para ellos la paz del Espíritu. La insistencia con la que Juan habla de las manos y del costado de Cristo evoca la previsión profética que no se había realizado para los Apóstoles bajo la cruz, debido a su debilidad: «Mirarán al que traspasaron» (Jn. 19,37). Es una mirada la que cancela el pasado, el miedo, el dolor y la duda, la misma vileza, la cobardía, y hace surgir el grito de la fe total y del amor: «Señor mío y Dios mío».

+++

Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

El miedo hace cerrar las puertas. Los discípulos temen que a ellos les suceda lo mismo que a Cristo. El miedo ahonda sus raíces en la muerte, y el hombre hace de todo para detener la muerte. Cristo se ha hecho partícipe de esta condición humana para reducir a la impotencia, mediante la muerte, a aquel que tiene el poder sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a los que, por medio a la muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida. Cristo pasa a través de la puerta cerrada y asegura a los discípulos en la paz. No tienen nada que temer, porque están con él y su amor traspasa los cerrojos que el miedo impone. Su miedo es destruido desde la raíz porque aquel de quien se han fiado sigue entrando a través de las puertas cerradas. El Espíritu Santo insuflado sobre los discípulos los hace partícipes de la victoria de Cristo sobre su propia muerte, y aquello de lo que han tenido miedo se convierte en su fuerza.

+++++++

Nueva forma de presencia. La muerte y la resurrección de Jesús no marcan un final, al contrario, son el episodio abierto hacia el verdadero futuro, de la historia y del mundo. A la manera del camino que, al terminar el pueblecito, se pierde en lontananza, así, Jesús y su mensaje, su obra, avanzan hacia el futuro total, en la voz y los pies de los evangelizadores. 

La muerte y sepultura de Jesús, afirma J. Blank, no representan, pues, la última palabra para la tradición del N.T. sobre el Señor. Más bien se marca para qué la persona de Jesús fue reconocida después por los discípulos bajo una nueva actividad.  El mensaje de que Dios había resucitado al crucificado Jesús, la fe pascual, pertenecía desde el principio al evangelio tal como la comunidad primitiva lo presentó a la opinión pública: «A éste Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello… Sepa, pues, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a éste Jesús a quien ustedes crucificaron». (Hech 2,32.36). no son capítulos sino el proyecto unitario del Padre que se realiza en admirable unidad.

Este mensaje de la resurrección de Jesús no es, por lo tanto, ninguna apéndice suplementario, y en el fondo superfluo, al relato de los evangelios sobre Jesús, sino que expresa la nuevas relaciones con  Jesús de Nazaret en que se supieron inmersos, tanto la comunidad como los propios evangelistas, después de Pascua; para ellos la persona y la causa u obra de Jesús no había terminado en modo alguno sobre la cruz, ni en la tumba, antes bien, se mostraron como iniciadores que podían poner en marcha un nuevo movimiento o desarrollo.

Jn. 20,19-31.-  Esta perícopa consta de dos episodios independientes y de extraordinaria profundidad. El primero está constituido por el tema de la paz. La paz es el saludo del Resucitado. La paz es un don de Dios dado al mundo por medio de su Hijo; esa paz es posible sólo porque Jesús ha vencido el pecado y la muerte, “en el más fatídico de los conflictos”. («Vida y  muerte trabaron/ en singular batalla/. Y, muerto el que es la vida/, triunfante se levanta»). Don y conquista, porque debemos ser trabajadores  y anunciadores del evangelio de la paz.

La paz es simple y llanamente el don del Resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del Resucitado es una realización del crucificado; es decir, que solo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de los conflictos.

 Hoy el mundo vive, una vez más, la experiencia de la incertidumbre; los señores de este mundo alistan las armas, rige la mutua intimidación, brota con fuerza la enfermedad de la violencia que anida en el corazón del hombre. “Tengan un corazón bien dispuesto para el evangelio de la paz”, (Rom.4,25), la divisa de Pablo parece estar completamente olvidada en nuestro mundo.

La paz, don del Resucitado, es condición previa para recibir y comunicar el don de la fe en el Resucitado. Jesús se presenta como el enviado que, a su vez, envía a los suyos. Este envío y el contenido que le es propia solo son posible por la colación-recepción del Espíritu del Resucitado. Esta misión es bien concreta: el perdón de los pecados. El pecado, dice un antiguo texto egipcio, “es el gran desorden”.   

«El acta fundacional».  Para nosotros, el encuentro con el Resucitado se da a través de la fe. Para hacerla posible Jesús dispone a la Iglesia. Jesús dice a sus apóstoles: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y para que la Iglesia tenga la credibilidad necesaria y podamos reconocer su testimonio, el Señor les da el Espíritu Santo. Precisamente por el Espíritu Santo la Iglesia puede perdonar los pecados, y el hombre que recibe ese perdón experimenta el amor incondicional y liberador de Dios. La resurrección de Jesucristo nos alcanza haciendo de nosotros criaturas nuevas.  

La transmisión de la vida se describe con el concepto tradicional del cristianismo primitivo: el perdón de los pecados: «A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados y a quienes no les perdonen les quedarán sin perdonar». El perdón de los pecados es hoy un concepto bastante erosionado que a muchos no les dice nada. Originalmente indicaba la gran purificación de la vida, el nuevo comienzo, la nueva oportunidad, con que se cerraba definitivamente el pasado. Pero no en un sentido mágico, sino de modo que la comunidad de discípulos ponía como fundamento de toda su acción, de su testimonio y de su vida, la reconciliación operada por Jesús.

 El segundo episodio nos habla de Tomás. En realidad es el final del evangelio y se nota la intención redaccional de Juan: un relato escrito para quienes no tuvieron la oportunidad de conocer, «de ver y tocar» a Jesús; ellos son bienaventurados por que han creído sin haber visto. Sin embargo, Tomás es un hombre muy moderno; es el primer cartesiano antes de Des Cartes, el primer positivista antes de Comnte. En el evangelio se nos habla de la duda de Tomás. Los demás apóstoles han visto al Señor, pero el día de la aparición él no estaba.  Tiene dudas y pide ver sus heridas.

 Al respecto dice Benedicto XVI: “Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué  punto nos ha amado. (Si no ve la señal de los calvos, ….). En esto el apóstol no se equivoca”. El cuerpo marcado por la pasión de Jesús muestra la identidad entre quien murió en la Cruz y el que ahora se aparece. La resurrección es verdadera. Quien murió está vivo y conserva las señales de su sufrimiento redentor.  Las llagas son su tarjeta de identidad. Las apariciones de Jesús confirman a los apóstoles. A través de ellas, estos adquieren la certeza de la victoria de Jesucristo y creen.  Pero el mismo Jesús anuncia; Dichosos los que crean sin haber visto. San Juan indica algo parecido: “”¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. De esa fe brota también la vida nueva, anticipo de ese triunfo, que se nos describe en los Hechos en la vida de las comunidades de la primitiva Iglesia. De aquí brota la profunda identidad de los primeros cristianos, de ahí sacaron la fuerza para enfrentar y sobreponerse al mundo hostil. Solo es esa identidad hizo de ellos “una iglesia en salida”.

En nuestro encuentro con Jesucristo a través de la Iglesia a veces nos encontramos con vacilaciones e incluso dudas. Benedicto XVI señala, en ese sentido, el valor ejemplar que tiene la incredulidad de Tomás y su posterior confesión. Señala el Papa que la duda de Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: “Primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él”.

Al leer la descripción de la primera comunidad de Jerusalén pensamos que quizás algunos de sus miembros participaban de esas inseguridades. Pero la entrega que supone el poner las cosas en común y abrirse a una comunidad de afecto les llevaba a ir confirmando lo que habían oído por la predicación. No sólo sabían que el Señor había resucitado, sino que, al participar de su nueva vida en la Iglesia, podían reconocerlo en el rostro de los creyentes que tenían alrededor. El amor de las llagas de Cristo comenzaba a llegar a todos los hombres.  

El epílogo, 20,30-31, da el para qué del relato que Juan ha extendido: «para que crean que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y creyendo, por medio de él tengáis vida». Vida, la palabra clave para comprender la revelación divina.