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La Nueva Ciudad.

Vi bajar del cielo…
a la Ciudad santa

(Ap. 21,2)

 

La conmoción vital y la experiencia del fracaso es un genuino origen del filosofar, decía en su tiempo K. Jaspers. Él pensaba y escribía justamente de pie sobre las ruinas de Alemania y  Europa luego de la guerra, como lo harían, por lo demás, otros muchos que nos dejaron páginas  sublimes nacidas del dolor y el desconcierto.

Los hechos….

Nuestro mundo tiene tintes apocalípticos, y de esto no cabe duda. La violencia, que nunca nos ha abandonado del todo, se incrementa en nuestra región, en intensidad y crueldad abiertamente patológicas. Una profunda insatisfacción recorre la República; “mal humor”,  ha reconocido el Presidente. Amén de los problemas financieros, corrupción, pésima administración, la pobreza en muy amplios sectores, la violencia que recorre el país sembrando la muerte y paralizando por el miedo a la población, el nada satisfactorio desempeño del sector político, han terminado por provocar en la población un “mal humor”.

Humor, en nuestra lengua es una palabra confusa; puede ser “el líquido del cuerpo de animal”, pus; igual que “jovialidad y agudeza” o disposición del espíritu o del carácter. “Lo que el presidente quiso decir”, es tal vez, que el pueblo está “cabreado”, por usar el término español; cansado, harto de promesas incumplidas, de chapuza, hambre, pobreza, deficiencias y un largo etcétera. Sí, el pueblo está “bastante muy disgustado”. Ese mal humor habrá de reflejarse en las urnas.

Amores perdidos, un cortometraje sobre la trata de mujeres en México; o La Madre, que se exhibirá en Cannes que aborda el tema de la pornografía infantil vista desde Medellín. El Valle de Juárez, zona incendiada. Brasil y Argentina, cada una a su manera, tiemblan. Se llama crisis de las materias primas. Viene aderezada con ajustes y con el veneno del odio. Incluso, la desgracia natural de Ecuador. Se trata de un negro telón de fondo en el escenario donde habrá de desarrollarse el quehacer político.

La incapacidad de los partidos para pactar obliga a los españoles a regresar a las urnas, bastante muy cabreados. Tras su reunión con el Rey, Pedro Sánchez dio por concluidos los esfuerzos negociadores y admitió que España está abocada a nuevas elecciones. Y es que hay demasiados partidos; y demasiado dinero invertido en ellos. Venezuela ha cruzado la línea de no retorno, entra en una crisis irreversible. Resulta increíble que Maduro ostente todavía el poder. Mientras escribo el presente veo las escenas del bombardeo a un hospital en Alepo, Siria; devastación y el llanto de los inocentes. Otro más a última hora. Todo es política.

Como puede verse, la política afecta profundamente nuestra vida de una manera cada vez más determinante. Claramente, vivimos en una edad de creciente «politización», no porque nos importe más, sino porque nos afecta más. Muchas cosas que en el pasado no incluían la política, o no la implicaban directamente, se ven ahora como problemas netamente políticos. Hasta el hecho de que seamos legalmente marihuanos. Y yo me pregunto ¿cuáles son esas enfermedades que solo la marihuana alivia? ¿No formará, esto, parte del “colonialismo ideológico”? Un día Estados Unidos logró su independencia, y acto seguido México, por el peor de los caminos, luchó por su independencia. Estados Unidos tuvo necesidad de ser una federación, pues eran colonias separadas, y México, central y unido, entabló una lucha perra por ser estados unidos mexicanos, sin necesidad. Y digo, sin necesidad, porque el centralismo ha sido la norma. Y un día empezó en Europa el laicismo con una guerra cuyo objetivo directo era la iglesia y sus bienes y poco tiempo después ya la teníamos en México. ¡Y vaya que nos costó! Y nos sigue costando.

Necesidad de la interpretación.

Pero no ha habido quien haga una interpretación sólida y cabal sobre nuestra época y sus profundas heridas. Alguien ha dicho que los hechos no existen sin la interpretación.  Si vemos solo las cosas de este mundo, decía S. Agustín, nos entristecemos. Por ello la mirada tiene que levantarse por encima del caos y creo que solo el cristianismo tiene esta posibilidad. B. XVI decía que, la nuestra, tiene mucho parecido a la época que vivió S. Agustín: El derrumbamiento de Roma, una época y una cultura que se juzgaban eternas.

Roma corrígitur non delétur, comentaba imponente S. Agustín, reflexionando ante sus fieles sobre la devastación (excidium) de Roma, aquel 24 de agosto del 410 cuando Alarico la redujo a cenizas. “Roma ha recibido una corrección, no ha sido destruida”. Cristianos y paganos vivieron el evento como el fin del mundo, los espíritus más selectos lo mismo que la gente sencilla, se hundieron en el miedo y la depresión; el ambiente era de pavor: Roma, la Eterna Roma, ha caído; el imperio, el orden, el Derecho, todo llegó a su fin. Nada fue suficiente para salvar la Ciudad.  Una de las consecuencias inmediatas, fue, naturalmente, la ola migratoria, la dispersión, la huida.

El obispo de Hipona, sabía, en el fondo, que no era el final. El cristianismo no tiene lugar para el pesimismo. Tal desastre histórico, que marcaba un cambio de era, no fue una fatalidad, fue, más bien, la consecuencia final del proceso degenerativo de la llamada cultura romana. “Los tiempos no son malos, decía Agustín, los malos somos nosotros. Cambiemos nosotros y cambian los tiempos”. En su sermón sobre la destrucción de Roma, (de urbis excidio), catalogado como el sermón, (sensu latino), más grande jamás pronunciado, Agustín establece la norma suprema de la teología de la historia: «La Ciudad no son las murallas, son los ciudadanos». Pueden caer las paredes y los ciudadanos permanecer en pie. “Roma no ha perecido, añadía; tal vez ha sido castigada, pero no aniquilada. Tal vez Roma no perece, si no se pierden los romanos”. No se trata, pues, de fatalidades, sino de la acción humana, la responsabilidad humana, las decisiones que vamos tomando en nuestra vida personal y en nuestra vida social, política.

¿Acaso no ha sido la nuestra una sociedad porosa por donde ha penetrado la ambición, la sed de dinero fácil? Como sociedad, ¿no hemos abierto las puertas al crimen? Esto abre la puerta a todo. El sermón citado es el esquema de la obra magistral, suprema, de valor universal, «De Civitate Dei», La Ciudad de Dios. Dios quiere una ciudad, el hombre no quiere esa ciudad, quiere una construida por él. Dos amores construyeron dos ciudades, una el amor a Dios, y otra el amor a sí mismo. He aquí la división fundamental, radical  y última entre los hombres, la lucha que se gesta en el interior de cada quien y en la historia universal.

Las dos ciudades.

En este mundo de pesimismo, de violencia y de angustia, resuenan las palabras llenas de fe y de esperanza que Juan anuncia en el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”. No es la utopía de un iluminado que busca olvidar su oscuridad; no son los sueños de quien quiere escapar de la realidad; no es la alienación para soportar el sufrimiento. Es la respuesta de un pueblo sometido a la más cruel persecución que encuentra en Cristo Resucitado la fuerza para levantarse y soñar que otro mundo es posible, siempre basado en su palabra y en sus promesas.

Si algo caracterizó a Jesús fue la necesidad de trastocar los valores de su mundo, no en el sentido de destruirlo y crear otro distinto, sino en el de renovarlo desde sus raíces y hacerlo desde la pequeñez, desde la oscuridad, desde el anonimato. Jesús fue un soñador, pero un soñador cimentado fuertemente en el amor a Dios, su Padre. Desde el amor y a través del sufrimiento, del fracaso, del dolor, pudo construir un mundo nuevo y diferente. Abrir nuevos horizontes de esperanza. Los primeros discípulos de Jesús estaban convencidos firmemente que Él supo convertir su fracaso en fermento de renovación del género humano, y que Dios ratificó esa entrega total de su vida sacándolo de la muerte.

No se puede pensar en cristianos derrotados por la adversidad, la violencia o la mentira. Cristo con su Resurrección las vence y da nueva vida. Así lo entendió la perseguida comunidad del Apocalipsis, que a pesar de todos los dragones y bestias, símbolos inequívocos de perversión, maldad e injusticia, de los centros negativos de poder, se atreve a proclamar con todas sus fuerzas su seguridad de alcanzar una nueva ciudad, símbolo de paz y de justicia. “Ésta es la morada de Dios con los hombres: vivirá con ellos como su Dios y ellos serán su pueblo. Dios enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos, porque todo lo antiguo se terminó”.

Esta es la ciudad ideal construida con los cimientos del amor vivido al estilo de Jesús, de la justicia que da vida, de la paz que se comparte con todos los humanos. Una ciudad que podemos construir si, abandonando nuestros egoísmos, nos entregamos en el servicio y la donación plena: “Éste es mi mandamiento… que se amen los unos a los otros”. Así podremos construir la Nueva Ciudad, la Ciudad de Dios. Ciudad que, en el fondo, todos anhelamos y que solo nosotros podremos construir cimentándola en el amor. Los demás intentos están condenados, de antemano, al fracaso.