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Haz que vea, Señor.

(El ciego de Jericó).

 

¿Son todas las preguntas, en el fondo, una sola? ¿No es nuestra existencia sino una vasta monotonía?, se pregunta el profesor M. Santos Gómez, de la U. de Granada. Dicen que las últimas palabras que pronunciara Goethe, poco antes de morir fueron: “¡Luz, más luz!”. Esta exclamación sintetizó su vida entera, que quedó sublimada en la imagen de una búsqueda, de una luz buscada y perseguida. O que expresó la insatisfacción profunda de su sistema vital. O la insuficiencia del arte  para explicar el misterio de la vida. Cuando no el simple hecho de la agonía que trastorna la visión. Por ello, Vasconcelos se reía de buena gana de tal frase. ¿Cuál fue la luz que pedía y no encontró Goethe?Licht mehr Licht!, exclamó en su agonía.

 

Me impresiona que la marca más relevante que uno ponga a vida en tal momento en el que no se anda uno con niñerías ni chapuzas ni autojustificaciones,  sea este impulso postrero que se resuelve en un  buscar luz, dando por hecho que aún no se ha encontrado, o que la que existe no es suficiente, y que por tanto es preciso pedir más hasta que exhalemos nuestro último aliento. Cuando se tiene la suerte  de disponer de tiempo para arrojar tales resúmenes, de lo que ha significado la propia vida, al mundo que se abandona, caen ciertos velos y ciertas ilusiones. Resulta extraño llegar al momento definitivo pidiendo luz cuando toda la vida la tuvimos al alcance de la mano. La puerta siempre abierta y la mano extendida, pero no aceptamos la invitación. Palabras iluminadoras, de cualquier modo, las de Goethe.

 

¡Cuánta oscuridad en nuestro derredor! Claro que necesitamos luz, ahora y en la hora de nuestra muerte. Nuestra vida es, muchas veces,  un claroscuro, luces y sombras y no pocas veces creímos ver y en realidad estábamos ciegos.  También la nuestra es una época crepuscular, una de esas horas cuando se desperfilan las cosas, cuando se pierden las fronteras, cuando ni la noche se ha ido ni el sol ha nacido, horizonte impreciso de una luz que no lo es todavía y de una tiniebla que permanece a pesar de la luz débil; cuando no se distingue el negro del blanco, el bien del mal, en definitiva. Hora cero; la hora de los accidentes fatales. Nuestros abuelos, hablo de gente de mi edad, tuvieron una ventaja sobre nosotros: no eran mejores que nosotros, ni peores, pero tenían la virtud de distinguir entre bien y el mal y llamarlos por su nombre: al pan, pan y al vino, vino.  Podían actuar mal, pero lo reconocían. Nosotros hemos perdido los límites, las fronteras; ya no distinguimos entre el bien y el mal; se puede hacer, se hace; la referencia moral ha dejado de existir. La jovencita que queda embarazada sin ningún soporte, lo presume en el feis. Hemos cambiado la gramática… Los niños migrantes se convierten en problemas de seguridad nacional y los menores muertos en La Franja de Gaza se debe, igual, a seguridad del estado. No hemos aprendido, no existe la memoria; los extremismos religiosos entreverados con extremismos políticos determinan la locura. “Es dudoso que sirvan los fríos datos. Pero ahí van algunos. En ocho días, cerca de 1.500 heridos y más de 200 víctimas mortales, de los que el 46% son niños y mujeres, según cifras de Naciones Unidas. En el minúsculo territorio de Gaza uno de cada dos habitantes es menor de 18 años. Son altas las posibilidades de que los disparos alcancen a una familia palestina en vez de a un dirigente de Hamás o a una de las lanzaderas desde donde se ataca a Israel. (Resulta obvio que la violencia en nuestro país se ríe de esas cifras. Nos hemos acostumbrado a ello).

 

No hay simetrías. La Cúpula de Hierro y los patriots americanos interceptan prácticamente todos los disparos de Hamás y Yihad Islámica. De un lado, hay un Estado protector concentrado en defender la seguridad de sus ciudadanos; del otro, unos ciudadanos sin nadie que los proteja, sometidos a la dictadura del islam radical y al fuego desproporcionado y desconsiderado del único Estado legítimo que se conoce en la zona”. (L. Bassets. El País). ¡Cuánta oscuridad! Todo en nombre la libertad, de la democracia y ¡de Dios!, sea cual fuere el nombre con el que lo designemos. ¡Luz, más luz!  Pero, ¿cuál luz? ¿Cuál será la fuente de esa luz capaz de iluminar al hombre y su historia. Y su histeria?

 

Para no abundar, porque es siempre doloroso. Basta el dato, ¿para qué más? “El horror tenía parada en la mexicana ciudad de Zamora (Michoacán). Allí, en la llamada Casa de Mamá Rosa, vivían, según la P.G.R., 592 personas en condiciones de hacinamiento y semiesclavitud. Eran desde niños abandonados hasta delincuentes adolescentes, a los que la policía liberó ayer sacando a la luz un supuesto catálogo de abusos que harían palidecer a Charles Dickens”. (El País. Le sugiero que lea la nota completa y verá usted cuánta oscuridad. 17.07.14 o la nota en El Diario este viernes).

 

El  concepto de «luz» se cuenta entre los términos primordiales más difundidos en la fenomenología de la religión y que están relacionados íntimamente con el anhelo fundamental e imborrable (arquetípico) que el hombre siente por Dios, con el afán de entender y entenderse. Cuando hablamos de luz, estamos ante la metáfora más usada en el ámbito religioso para declarar lo que Dios es para el hombre. S. Juan, por ejemplo, en sus escritos usa 29 veces el término luz para referirse a Dios. Explícitamente en la primera de sus cartas dice: «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna». El mismo autor pone en boca de Jesús estas palabras: «Yo soy la luz verdadera y el que me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida». Y también: «Yo he venido como luz». En otro lugar, hacia el fin de la vida pública, hace decir a Jesús: «Todavía les queda un rato de luz; caminen mientras tienen luz, antes que los sorprendan las tinieblas». En el prólogo de su evangelio, dice Juan: «El Logos contenía la vida y esa vida era la luz de los hombres». El pecado consiste en que «la luz brilló en las tinieblas y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz». De esto se desprende la densidad de la imagen literaria de la luz en el ámbito de lo religioso. Pablo, incluso llega a decir a los cristianos recién convertidos: «ustedes, antes eran tinieblas; pero ahora son luz en Cristo». Más todavía; Jesús llama a los suyos: “luz del mundo”. Creo que no hay en la biblia metáfora más usada para expresar lo que Dios es para el hombre, que la imagen de la luz. Pero  el hombre  ha menester de valentía, es decir, de humildad, para aceptar con toda su vida es oferta de luz.

 

¿Qué se quiere decir con esta imagen literaria? R. Bultmann, exegeta alemán y unos los principales estudiosos de S. Juan, dice al respecto: “Dios es luz. Con esta afirmación, por lo demás, como con otras, no se busca, en modo alguno, una definición de la naturaleza de Dios, de cómo sea él en sí, sino, más bien, qué es Dios para el hombre. En la biblia, en el judaísmo, en el mundo griego, sobre todo en los gnósticos, Dios, su naturaleza, la esfera de lo divino, se describen con la palabra “luz”. La idea de fondo, subyacente a todas las variaciones, es esta: la luz es, en sentido propio, la claridad que el hombre necesita para encontrar el camino, en las vicisitudes cotidianas como también en la vida del espíritu. La iluminación de la existencia está ligada necesariamente a la vida de tal manera que siempre y en todas partes la luz está asociada a la vida y las tinieblas a la muerte”. Esta es la idea de fondo.

 

En cierta ocasión me llamaron a visitar a un enfermo. Se trata de algo que los sacerdotes hacemos a diario. Pero éste me dejó una lección imborrable. Creo recordar que el enfermo vivía en una vecindad. Entré a un cuartucho oscuro y maloliente; atmósfera gastada e irrespirable. En las sombras, en un rincón, sobre unos hilachos, tendido en el suelo, yacía el enfermo. Me acerqué a él. Apoyado sobre una rodilla, platiqué con él largo rato. Recibió la unción de los enfermos y cuando ya me retiraba me preguntó: padre; ¿es de día o es de noche? Era, en realidad, un luminoso mediodía. Estaba ciego. Intuí, entonces, algo de lo terrible que ha de ser estar ciego, privado de la luz, de los colores, de las distancias; del rostro de los seres queridos y de los amigos. Ciego y sumido en aquella penuria, en aquel abandono. Esta situación puede transponerse a toda la existencia del hombre, sobre todo a su dimensión espiritual. Con suma facilidad el hombre puede quedar, o estar, espiritualmente ciego, completamente ciego. Quien está sumido en la explotación del poder, en el odio y en el resentimiento que se concretan  en el asesinato a mansalva, en la extorsión y el secuestro, en el tráfico; en la depresión, en la tristeza, en la desesperanza o prisionero en la simple materialidad de la vida, y vivir como si Dios no existiera, está ciego, completamente ciego.

 

Hace cosa de un año,  el papa Francisco firmó su primera Encíclica con el tema de la virtud teologal de la fe: “Lumen Fidei”, La luz de la fe. Comienza diciendo: “La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. «No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol», decía san Justino mártir. (+165). Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol,  cuyos rayos dan la vida». A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria-luz de Dios? » (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”. Con estas palabras se comprende con toda claridad el porqué la imagen de la luz es un símbolo arquetípico de la salvación que el hombre busca y que solo en Dios puede ser una salvación definitiva, trascendente. El sol invictus o la ideologías, la economía, la política o la tecnología, la ciegas leyes del mercado, por si solas no ofrecen toda la luz que necesitamos.

 

Los especialistas vieron con claridad que el pontificado de BXVI iría al fondo de las cosas. Intuyó que el cristianismo de nuestros días tiene que volver a su raíz fundamental. Sabía perfectamente, cosa que hemos olvidado los cristianos, que ser cristiano es simplemente vivir las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Estas virtudes son sobrenaturales, es decir, no son naturales ni adquiridas, sino infusas en nuestras almas  el día de nuestro bautismo y han de desarrollarse a lo largo de la vida con la ayuda de Dios y el esfuerzo personal. Esto explica las tres grandes encíclicas doctrinales de BXVI,   sobre la caridad, “Dios es amor”; sobre la esperanza, “Salvados en la Esperanza” y la última, sobre la fe, La luz de la Fe, «hecha a cuatro manos»  a la manera de ciertas composiciones para piano.

 

La fe es la luz que ilumina; el que se niega a creer, tampoco sabrá qué es la vida, dice Juan.  El hombre no puede vivir sin arrodillarse. Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo. No hay ateos sino idólatras, afirmaba F. Dostoievski. La luz de la fe, libera de la idolatría; y la idolatría no es otra cosa más que el hombre que acaba adorando las obras de sus manos: la idea de raza, el partido, el progreso, la ideología, la religión, el templo. Nuestros dioses son las máquinas y la idea de eficacia. (Fromm).

 

¡Cuánta oscuridad! Cuánta oscuridad en torno a la realidad de la familia.  Este es el verdadero y gigantesco problema de nuestros días; aquí nos jugamos en futuro: deberíamos ver el desastre en este ámbito y ver cómo ya no se distinguen las fronteras. Poco se puede lograr con los “fondos” porque no llegan al fondo ni dan en el blanco. Cuántas filosofías y piscologías deformadas, o abiertamente patito. Los mismos programas oficiales se revelas insuficientes e inoperantes. Ya en el s. VIII a. de C., los profetas de Israel criticaban duramente los esfuerzos políticos,  siempre fracasados, para consumar el  derecho, la justicia, la verdad, la armonía, el bien del pueblo. Isaías escribe: «Como mujer en cinta, cuando le llega el parto, se retuerce y grita de dolor, así éramos en tu presencia: concebimos, nos retorcimos y dimos  a luz …. puro viento» (26,18). Esos somos nosotros apoyados en nuestros solos esfuerzos. Esopo, en su fábula de los montes parturientos, dice lo mismo: se estremecieron e hicieron temblar la tierra y parieron … un ridículo ratón.

 

¡Tu luz nos hace ver la luz!, dice el mismo Isaías.