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Es llamativo que Pablo en varias ocasiones invite a sus jóvenes comunidades recién fundadas a no decaer, a no desmoralizare ante las dificultades que enfrenta el bien, en este caso el Reino de Dios en su despliegue en la historia y en el corazón de cada uno. Y es que el desaliento, la decepción, son la tentación permanente del discípulo. El mal es grande, poderoso, llamativo, seductor, organizado, tiene aliados y medios de difusión y aparece como invencible. Pero al fin no lo será.

Tal vez por ello Pablo invita a los cristianos a no desfallecer. A las comunidades de Galacia les escribe: “Con Dios no se juega; lo que uno siembra, eso cosecha. Por lo tanto, no nos cansemos de hacer el bien que si no desfallecemos a su tiempo cosecharemos”. (Gal. 6,9). Lo mismo dice a los cristianos de Tesalónica: “Ustedes, hermanos, no se cansen de hacer el bien” (2Tes.3,13; ver Rom.2,7).

Y es que las dificultades, la defecciones y traiciones internas y las persecuciones del mal, aconsejan la rendición. Y he aquí el mundo inestable y amenazado en que nos movemos y existimos, la incertidumbre en todos los campos, las amenazas contra la vida, las injusticias, todo nos recuerda la frase de Nietzsche: “el hielo sobe el que caminos, es cada vez más delgado”. Tiempos ya previstos en el Apocalipsis.

En el efecto, en el cap. 21, este libro asombroso y profético que busca decir a los cristianos cómo han de colocarse como tales en la historia, nos pinta esa ambivalencia de la situación actual de los creyentes.

El deseo de una renovación radical acompaña constantemente a la experiencia apocalíptica de la vida cristiana. En contacto con las innumerables insuficiencias y lagunas con que se encuentra la vida cotidiana, el cristianismo que intenta leer su historia para mejorarla choca a menudo con el obstáculo de una extraña inercia que enerva y aploma. (Empantana y enfrena). Y entonces se hace urgente la exigencia de una renovación: ¡Si fuéramos distintos! ¡Si fuéramos mejores todos, este mundo que nos rodea cambiaría! Si fuéramos mejores creyentes, mejores políticos, mejores pastores, si no jugásemos a ser Dios, a tomar su lugar e hiciéramos caso a su palabra, todo sería mejor. Todos deseamos la paz, la belleza, la armonía, el amor, pero parece que nos es imposible.

Sin embargo, Dios conduce al mundo hacia la novedad original. Dios hace suya esta aspiración y la toma tan en serio que parece como si retara al hombre a soñar; él realizará siempre más de lo que el hombre puede concebir: «Vi entonces un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía» (Ap. 21,1). En esa nueva realidad, que ciertamente está más allá de este eón, “ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos; Dios mismo enjugará las lágrimas todos los rostros”. «Ahora voy a hacer nuevas todas las cosas» (Ap.21,5).

El primer cielo y la primera tierra son el cielo y la tierra que experimentamos ahora. (Completamente insatisfactorio, dominada, más bien, por las distintas formas de mal, por el pecado del hombre). Ya había hablado de ello la Biblia en la primera página: había presentado un mundo sin mal, un mundo tal como debería ser, pero, como de hecho, no  es ahora (cf. Gn 1,2-12,4), contraponiéndole el mundo imperfecto y lleno de lagunas de nuestra experiencia de cada día, un mundo sobre el que grava pesadamente la hipoteca del mal, es decir, un mundo como de hecho es, no como debería ser (cf. Gn 2,4b-3,24).

Se trata, pues, de la visión gloriosa de final, de la esperanza del cristianismo; de esa visión escatológica sin la cual el cristianismo sería menos que una ideología, visión sin la cual, según la expresión de Pablo, “seríamos los más vilmente engañados de los hombres”.

Todo está determinado por el amor que la manifestación de Cristo ha hecho posible. Ese amor es también la medida de la vida de la Iglesia en este mundo y de todas sus actividades. Ese amor convencido determinó el dinamismo misionero de los primeros cristianos. Hay que anunciar a Jesucristo a todos los hombres. Ése es el deseo de Dios que, con su gracia, abre a los gentiles la «puerta de la fe». Necesitamos esa visión de esperanza o el desaliento y el pesimismo nos engullirán.

Esa sensación de derrota, de tristeza, la vivió, por ejemplo, Camus. Su tristeza me es conocida. Existencialismo ateo es el resultado del desastre universal que se vivió en la postguerra; el cúmulo de maldad en el mundo los llevó a la desesperación. Famosa fue su frase: “el único problema serio en la filosofía es el suicidio”. 

Camus y toda esa generación de escritores quedan bien descritos por Josef Holzner en su obra escrita en 1947: “La duda metafísica en el sentido y en la bondad del ser en general les conmueve y constituye su más temible tentación. Tal aversión por la existencia ha prendido en capas extensas, incluso de la juventud, a la que hace preferir la nada absoluta al ser. De este sentimiento de decepción e irresponsabilidad ha surgido, especialmente en Alemania y Francia, una peculiar filosofía de la obstinación, basada «en el firme terreno de la desesperación»: el existencialismo, la filosofía de la desesperación y del nihilismo”. (Rings um Paulus). Esa es la atmósfera intelectual de Camus.

El mal existe, y en forma terrible; pero el cristiano lo ve desde Dios. Jesús no fue un iluso, un soñador; su realismo está plasmado en su actitud, en sus palabras; en sus parábolas: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza, la red echada al mar y se expresa cabalmente en la soledad de su muerte en cruz por los pecados del mundo.

El mal nos escandaliza y nos asusta. Jesús lo vio de frente y con serenidad, sin miedo. El Maestro galileo ha debido defender su acción y su manera de realizar el Reino contra las tendencias extremistas de su tiempo. El mismo Bautista, los zelotas, los fariseos, los monjes de Qumrán coincidían en exigir a Dios una acción inmediata y contundente, una intervención espectacular que aniquile el mal y haga triunfar el Reino. En torno a Jesús iban y venían gentes de todas las tendencias: inconformes, radicales, indiferentes, impacientes y pietistas. Jesús los dejaba hacer. Ni siquiera detenía el mal en el lintel de su propia comunidad. El que Dios dejara subsistir el mal, siembra de un su enemigo, al lado de su Reino, es el misterio que ilustra la parábola del trigo y la cizaña.

A los trabajadores que lo acusan de no haber sembrado buena semilla les hacer ver que sembró buena semilla y que sabe quién sembró la mala hierba en su campo; a los impacientes que quieren cortar la cizaña ya, les advierte que la separación sólo será posible al final, en el tiempo de la cosecha, y sólo él podrá llevarla a cabo. Nada de impaciencia o precipitaciones. El trigo y la mala hierba deben crecer juntos. La única separación posible será el día de la cosecha. ¿Qué debemos hacer, entonces? ¿Cuál debe ser nuestra actitud?

Será preciso que armonicemos dos actitudes que a primera vista parecen contradictorias: una intransigencia radical frente a toda obra que no sea la de Dios; y una paciencia inquebrantable para conservar nuestro optimismo.

En efecto, ante el mal imperante en el mundo, el mal con sus mil rostros, lo primero que debemos preguntarnos es si no somos cómplices, si nosotros mismos no tenemos algo qué ver en ello. Con la vida tenemos que decir de que lado estamos. La droga y la pornografía, la prostitución y abuso de los inocentes no se daría sin nuestra complicidad. El mal actúa a través de una red de complicidades. No tener nada qué ver con la injusticia, con la mentira, con la impiedad, debe ser el compromiso.

Y paciencia. La separación definitiva del trigo y la cizaña se realiza, sobre todo, al nivel de los principios. Para no tener contacto con el mal necesitaríamos salir de este mundo lo cual no es posible, al menos de momento. En el centro del mensaje cristiano está que, al final de los tiempos, Dios aniquilará toda forma de mal. El mal es incompatible con Dios, y, bajo la imagen del juicio final, se afirma que, entonces, él hará la separación definitiva y última, nosotros no podemos tomar el papel que sólo corresponde a Dios como juez universal. Además, nos ha tocado vivir una época en la que el trigo y la cizaña se parecen mucho, no es posible distinguirlos fácilmente. La cizaña se presenta con muchas cualidades, y el trigo se ve malón. Y más difícil todavía porque en nuestro corazón están mezclados el trigo bueno y la cizaña.

Aún claman desde el más allá

Las voces de los espíritus,

Las voces de los Maestros:

«No dejéis de ejercitar

Las fuerzas del bien».

 (Hölderlin).

No nos cansemos, pues, de hacer el bien.