[ A+ ] /[ A- ]

 

Meditación.

 

Un programa de vida trinitaria.

La cruz es el fondo del misterio de Cristo. “Se ofreció a Sí mismo a Dios en oblación y hostia (sacrificio) de aroma agradable” (Ef. 5,2). Este texto de San Pablo nos proporciona el secreto de la economía de la salvación; el contexto pone de relieve el móvil de esta redención: el amor. “Sed, pues, imitadores de Dios, como que sois sus hijos muy queridos; y proceded con amor, a ejemplo de Cristo que nos amó y se ofreció a Sí mismo a Dios en oblación y sacrificio de olor purísimo”. (Ef. 5,2)

La muerte de Cristo fue una inmolación de amor, para la gloria del Padre, por la salvación del mundo; y habrá  siempre en la Iglesia almas generosas, heroicas, perfectas  imitadoras de Cristo, que ofrezcan a Dios su vida en una incesante oblación de amor.

Por vocación, todo cristiano está consagrado a la cruz; pero procuremos no desviarnos de la simplicidad del Evangelio. No soñemos cosas extraordinarias. No tomemos una actitud de víctima demasiado rígida que nos singularice y nos dé a nosotros mismos la ilusión de que nos encontrarnos ante Dios y los hombres entre las almas privilegiadas.

Tracemos humildemente el surco de nuestra vida, día a día, con la conciencia de nuestra debilidad y con la convicción  de que el que siembra es nada  si no es apoyado por el Dueño de la mies. A él toda la gloria. «El pensamiento de que estoy obligado, como mi tarea principal y única, a hacerme santo cueste lo que cueste, debe ser mi preocupación constante; pero preocupación serena y tranquila, no agobiante y tirana», decía S. Juan XXIII

Ser oblación ante la Trinidad consiste simplemente en tomar en serio los compromisos del Bautismo y vivir como hijos de Dios bajo el signo de la Cruz por la práctica de todas las virtudes cristianas. La fe nos introduce en la intimidad de las tres Personas divinas, la esperanza nos hace tender hacia Dios para encontrar en Él nuestra suprema felicidad en la posesión prefecta de la Trinidad, el amor nos empuja hacia Dios para su mayor gloria y para la extensión de su reinado en el universo. Mientras más se vive de amor puro, tanto más se glorifica a Dios, tanto más se salva a las almas en unión con el Crucificado.

La vida teologal constituye el clima espiritual, la atmósfera habitual de una alma que se ofrece a la Trinidad: de la mirada constante sobre Dios, por la fe, orientando hacia Él el corazón por la esperanza, resulta el alma transformada más y más en Dios por el amor. “Sobrepasando todas las cosas visibles, el alma ha establecido en Dios su morada, en comunión con las Tres Personas Divinas, habitando con Ellas en una misma vida de luz, de amor y de alegría”. (B.XVI). Esta fe contemplativa, eminentemente práctica, guía su acción y le descubre el sentido divino de todos los acontecimientos del mundo, de los más pequeños detalles de su vida. No se detiene en las causas segundas. Iluminada por el Espíritu Santo, por los dones de inteligencia, de ciencia y de sabiduría, todo lo juzga a la luz de Dios, con la mirada de la Trinidad.

El alma no mira a lo terreno. Todo pasa. Camina  hacia lo eterno con el deseo único de perderse  en Dios y de gozar allí de la Trinidad en la unidad. Apoyada en la Omnipotencia protectora de Dios, avanza, con un alma de eternidad, “en un abandono total, sin inquietud ni pereza, deseosa de realizar, día a día, todo el bien, grande o pequeño, que está en su poder, ansiosa únicamente de la gloria del Padre, con la alegre libertad y la confianza sin límites de los verdaderos hijos de Dios”. (Teresa de Lisieux).

Por encima de todo, el alma vive de amor. No busca los éxtasis sino la voluntad de Dios, una perfecta conformidad a sus designios, el don total de sí y de sus bienes. Todo está en ella consagrado a Dios, a su mayor gloria, a la extensión de su reinado. Va más allá de lo finito. Vive de Dios, en el “amor puro, pero sobre la cruz”. El amor puro no es lo extraordinario sino “la intimidad de todos los instantes con Dios, sin que venga nada a distraer el alma de su oficio de amar”. (Teresa de Lisieux). No busca más, se adhiere sin reservas a todos los quereres de Dios, sin más afán que el de darle amor y de trabajar a través de todas las cosas, como Cristo, por la gloria del Padre. “Su ideal es la oblación, el don de sí por amor”. Así lo han hecho los santos. Pensemos en Carlos de Foucauld o en Teresa de Lisieux. Francisco de Sales, etc., Teresita decía: “He encontrado mi vocación en la iglesia: mi vocación es el amor”. Querría ver que el amor abraza a todo y que todos los seres proclaman la “alabanza de gloria” de la Trinidad. (cf. Ef. 1,12-14). Sueña con participar en todos los sufrimientos de Cristo para salvar al mundo con él; oblación por la iglesia con Cristo. Así vivió Teresita su vida, su enfermedad, su agonía, su muerte. o mejor dicho, “su entrar en la vida”.

Este ideal sublime debe realizarse en la práctica cotidiana de la vida. Si las virtudes teologales conservan al alma en la vida inmutable, en comunión con las Tres Divinas Personas, las virtudes morales le permiten, a través de todas las cosas, obrar lo eterno, realizar la verdad en el amor. Entramos en su misterio inefable y tremendo, y él entra en nuestra pobre y mísera vida. Se trata de una mutua inmanencia. ¡Mirabile comertium!, admirable intercambio, decía S. Agustín.

Por lo demás, toda la vida cristiana, que comienza con el santo bautismo, y  hasta el final con la unción de enfermos antes de nuestra partida de este mundo, igual que todo el culto que tributamos a Dios, será siempre en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

De allí que la Doxología mayor de la Eucaristía, sea el Gloria perfecto, el momento más solemne de la Misa: «Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre Omnipotente, en la Unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos».