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El Adviento (= Adv.) es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno.  Por esta razón es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede borrar. Nos prepara a celebrar la ‘causa’ de nuestra alegría. La alegría que brota del hecho de que Dios se ha hecho niño, compañero nuestro de camino, de una vez para siempre. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados en la esperanza sobrenatural. Blondel hablaba de la existencia en el hombre “de un deseo natural de lo sobrenatural”.

Adv. puede traducirse como “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras. Cierto, se trata de una venida que ha de prepararse. En el escrito más antiguo del N.T., Pablo invitaba a los cristianos a preparar la “venida del Señor nuestro Jesucristo” (ITes.5,23). Pero, por extraña ironía, el mundo no acepta la invitación.

Y tal negativa no es inocua.  Ya Kant escribía: “Si llega un día en el que el cristianismo no fuera digno de amor, el pensamiento dominante de los hombres debería convertirse en el de un rechazo y una oposición contra él: y el anticristo inauguraría su reino, aunque breve, fundado en el miedo y en el egoísmo. A continuación, no obstante, puesto que el cristianismo aun habiendo sido destinado a ser religión universal, no habría sido ayudado por el destino, podría ocurrir, bajo el aspecto moral, el final perverso de todas las cosas”. K. Rahner puede añadir: “Si Dios es borrado del mundo a grado tal que su imagen sea cancelada de la mente humana, dejaremos de ser humanos y nos convertiríamos en animales muy astutos, muy hábiles; y nuestro destino sería demasiado horrible para contemplarlo”. Esta realidad, que hoy nos parece más cercana que nunca, hace más necesario el tiempo de Adv. como tiempo para una reflexión: ¿No será, éste, el signo de nuestra cultura? ¿Con qué combustible espiritual voy haciendo mi vida? ¿Qué espero, realmente? ¿No nos sentimos más cerca cada vez de ese ‘final perverso de todas las cosas’? «El peligro más amenazador son los cristianismos adaptados». (J. Ratzinger). El Adv. es un tiempo propicio para revivir la esperanza.

El leit motiv del Adv. lo constituye el tema de la esperanza. La esperanza es un encuentro. “Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero significa recibir la esperanza”. El cristianismo no era una buena noticia, al estilo de una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. El mensaje cristiano no era sólo informativo, sino performativo. Esto significa que el evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se puedan saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par… más allá de la muerte. Quien tiene esperanza vive de otra manera, se le ha dado una nueva vida… El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco, Jesús no era un combatiente por una liberación política… lo que Jesús había traído, habiendo él mismo muerto en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todo, el encuentro con el Dios Vivo y, así el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida del mundo. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras. Nuestra esperanza se cifra en un nombre: Jesucristo”. (cf. B.XVI. Spe Salvi).

La esperanza, por su carácter existencial, es un tema decisivo: es decisivo para quien está en la fase terminal de la vida, para el que soporta la existencia en la adversidad, bajo la presión de la enfermedad degenerativa e irreversible, en la soledad de la vejez abandonada; lo es para nuestras jóvenes generaciones desorientadas, sometidas a fuerzas disolventes poderosas, que carecen de puntos ciertos de referencia, de proyectos claros de vida y son vulnerables ante el mal en cualquiera de sus formas; lo es para el destino de los pueblos que se debaten en la incertidumbre de las ideologías, de los populismos y en la desilusión de los sistemas políticos, cuando los enemigos de la democracia son los partidos.

Ninguna otra realidad del vivir cristiano y humano ha adquirido en los últimos años tanto relieve como la esperanza. Para descubrirlo basta preguntarnos: ¿Qué espero yo realmente? ¿Cuál es mi esperanza frente a todo esto que llamo vida propia, sociedad o historia, esta historia nuestra que grita y chilla tanto? ¿Hacia dónde voy, realmente? ¿Hasta dónde mi vida, nuestra vida, está marcada por la desilusión, la desesperanza, por el cansancio y el sufrimiento sin sentido? ¿Qué espero, pues, yo, de todo esto? Estas preguntas sencillas e inquietantes a la vez, si nos las hacemos con seriedad, solos, en nuestro silencio interior, nos revelan la orientación de la existencia. El teólogo dominico, Y. Congar, se preguntaba: “¿Cuál es la diferencia entre un hombre que cree y otro que no cree?”; y se respondía: “Creo que la esperanza”.

El Adv. tiene, también, el sentido de una visita. (B.XVI); en este caso se trata de una visita de Dios a un mundo alienado: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos experiencia, en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor y poco tiempo también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el “hacer”. ¿Acaso no es cierto que a menudo es la actividad quien nos posee, la sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿Acaso no es cierto que dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de diverso tipo? A veces las cosas nos “atrapan”. El Adv., tiempo litúrgico fuerte que iniciamos hoy, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! El Adv. nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con ojos nuevos, diversos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como “visita”, como un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos cercano, en cada situación?

El Adv. es, entonces, el tiempo que nos concede el Señor del tiempo. Creo que el hombre, (ser de esperanza), en su vida, está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia, de amor y de paz.

Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno por un presente dotado de sentido, la espera corre el riesgo de convertirse en insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la alegría de la espera hace el presente más precioso.

¡Virtud teologal de la esperanza! «Esperar cuando aún no hay motivos para la esperanza» afirma Pablo, hablando de nuestro padre Abraham. (Rom. 4,18). Tal es el secreto. Después de todo, Dios no es un ídolo manipulable y ante solo cabe la rendición incondicional.