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¡Que no me entierre en sagrado…!

Sepultar a los muertos es una de las obras de misericordia. Tobías, personaje bíblico, exponía su vida dando sepultura a los judíos asesinados y tirados en la plaza pública. Se levantaba de noche y recogía los cuerpos para darles sepultura. Sólo los animales quedan para pasto de los carroñeros. Invariablemente todas las religiones han conservado un gran respeto por los muertos llegando, incluso, al extremo de creencias tales como el animismo, transmigración, reencarnación, la veneración, panteísmo, etc. No es menor el dato de que en nuestros panteones, sobre todo los más humildes, se celebre a los difuntos con música y alcohol. ¿Qué relación se establece con el difunto actuando de esta manera? Nuestra celebración del Día de los fieles difuntos, en su vertiente folclórica, tiene su ambigüedad. Y en esto hay mucho de sincretismo. Sin embargo, en el fondo es la negativa radical del hombre a aceptar la muerte como hecho definitivo.

La resistencia del hombre ante la muerte, como hecho definitivo, que acaba con todo, es constante en el desarrollo de la humanidad. Esto se echa de ver, desde las pirámides egipcias, imponentes tumbas faraónicas, hasta las montesumas de la estepa chihuahuense. El hombre juzga correctamente cuando percibe la muerte como el mal mayor.

Tal vez la característica más preocupante de nuestra época sea la trivialización de la muerte. Hemos perdido el respeto debido a los muertos. Forma parte de la gran crisis cultural que vivimos. De niño, recuerdo, que al paso de los difuntos los hombres se descubrían y, respetuosamente, asistían al paso del féretro mientras las campanas doblaban a duelo. Algo tiene que decirnos el hecho de que ahora, por ejemplo, en un antro, o en la calle, se da la masacre, llega la policía para hacer sus diligencias, terminadas las cuales se procede a limpiar la sangre echándola al drenaje, y … ¡a continuar la fiesta! No puede haber peor trivialización de la muerte. De aquí a convertirla en objeto de culto hay un paso. Esto es demasiado serio. Tiene una seriedad que pocos alcanzan a ver. A esto me refería en mi farragosa entrega ‘El malestar de la cultura’. Es un abandono existencial.

La fe cristiana propone un gran respeto al cuerpo humano en todas sus etapas incluyendo la etapa en la que éste pasa a ser cadáver. Hermosa nuestra fe. La base de esta fe es que el Hijo eterno del Padre ha santificado y dignificado nuestro cuerpo al asumir la naturaleza humana y, sobre todo,

cuando, resucitando, ha vencido a la muerte, destruyéndola; resucitando glorioso con el mismo cuerpo que poseía antes, nos hace partícipes de su victoria y marca nuestro destino. Las corrientes supuestamente cristianas que desprecian el cuerpo, – herencia platónica -, no son tan cristianas. El hombre completo, cuerpo y alma, está llamado a participar de la vida gloriosa del Resucitado. «En él hemos resucitado todos» es el himno glorioso de nuestra fe. De ahí deriva el optimismo cristiano que no deja lugar a ningún desprecio, a ningún fatalismo, a ninguna ambigüedad.

De aquí que la iglesia proponga el sumo respeto para los restos mortales de nuestros seres queridos y quiere impedir cualquier contaminación cultural que oscurezca tan grande verdad. Obviamente, esto se refiere sólo a los creyentes. Si no participamos de esta fe, ni siquiera nos sintamos aludidos y, entonces sí, que cada quien haga con sus muertos lo que quiera; “que me entierre en tierra bruta donde me trilla el ganado”. Pero la práctica es otra: yo conozco solo dos casos en que el difunto pidió que sus cenizas se esparcieran en el desierto. Ambos habían despreciado la fe cristiana. En esto, como en otros campos, la iglesia propone a sus fieles «la feliz esperanza». Sin embargo, es cierto que, en todas las civilizaciones, bíblico-cristianas o no, el respeto a los muertos es gran valor. El ateísmo es de cuño reciente.

Cuando los griegos escucharon en el Areópago la predicación de Pablo, la siguieron con atención hasta que llegó al punto de la «resurrección de los muertos»; se oyó entonces la famosa “carcajada homérica”: «de eso te oiremos hablar después», le dijeron con el supremo desprecio de la inteligencia humana. Los griegos no tenían dificultad, es más, en esto ayudaron a la religión hebrea, en admitir la inmortalidad del alma; pero, ¿la inmortalidad del cuerpo? Esto choca con la más elemental evidencia.

La concepción bíblico-cristiana del hombre es una unidad, no es, como en el pensamiento griego, una dualidad. El hombre es la unión sustancial del alma y del cuerpo. La muerte es la separación, – desde el punto de vista cristiano, temporal – del alma y del cuerpo. Y lo que el cristianismo propone, como fundamento esencial de su contenido dogmático, es la «resurrección de la carne», es decir, del hombre completo.

La verdadera vida está en otra parte. La verdadera vida es el hombre entero cuando es sustraído a la corruptibilidad de la existencia biológica y

transformado por las energías divinas que le comunican la incorruptibilidad. Esta vida es lo que llama Pablo espiritual, en oposición a la carne. El hombre es espíritu en su alma, cuando ésta queda sustraída a la vanidad de pensamientos y sentimientos puramente naturales y se reviste de hábitos divinos que se llaman, fe, esperanza y caridad. El hombre es espíritu en su cuerpo, cuando el poder del Espíritu tomando la carne frágil, la sustrae a la miseria y le comunica misteriosamente la incorruptibilidad. «Así pasa con la resurrección: se siembra corruptible, resucita incorruptible; se siembra despreciable, resucita glorioso; se siembra débil, resucita poderoso; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual… esto corruptible tiene que revestirse de incorruptibilidad y lo mortal tiene que revestirse de inmortalidad… entonces se cumplirá lo escrito: la muerte ha sido aniquilada definitivamente. ¿Dónde queda, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?» (1Cor.15,42ss); así expresa Pablo la verdad nuclear cristiana. De aquí deriva el respeto al cuerpo humano, incluso cuando éste llegue a ser cadáver dado que está destinado a la resurrección.

Esta es la vida a la que el hombre está destinado desde su origen, desde que Dios formó al hombre y lo introdujo en el paraíso; el hombre está destinado a participar en la misma vida divina. En el plan de Dios no existe otra humanidad que esta humanidad llamada a la vida sobrenatural. Por eso, sin esta vida sobrenatural el hombre no es plenamente hombre. Esto es el humanismo cristiano. El hombre sin Dios se halla mutilado en la parte esencial de su ser, es el residuo miserable que subsiste cuando se disuelven los elementos. Esto hacía exclamar a Agustín: «Para que mi vida sea plenamente viva, necesita de ti».

No estamos destinados a morir. Lo que ocurre es que esta vida divina no podemos alcanzarla por nosotros mismos. El pecado nos domina; la situación de la humanidad dejada a sus propias fuerzas es una situación desesperada y sin salida. La humanidad está privada de la vida, cerrada en las prisiones de la muerte. Hay en ella, pero más allá de ella, más allá de ella, pero más acá de Dios, un mundo mal determinado, aunque cierto, donde sólo avanzamos a tientas, una raíz venenosa, una fuente emponzoñada, un misterio del mal, donde Satán, el ángel de la muerte, tiene poder. Fíjese en este texto: «Jesús comparte nuestra naturaleza para anular al que controlaba la muerte, al Diablo…, y para liberar a los que por miedo

a la muerte pasaban su vida como esclavos». (Heb. 2,14). Dar culto a la muerte es dar culto al diablo.

No bastan, pues, para librar a la humanidad una predicación moral o una transformación económica. El mal es una cosa que no puede arreglarse con medios humanos. Se trata de un misterio, no de un problema. Un problema es algo que podemos resolver nosotros, algo que se arregla. Y ahí reside la mixtificación de los sistemas modernos, del materialismo o del laicismo: en creer que el misterio del hombre puede resolverse con preceptos o con revoluciones. El hombre no necesita simplemente ser aconsejado, necesita ser salvado.

Conservar ese respeto por el cuerpo, aunque sea cadáver, es la intención del papa Francisco. No prohíbe nada, advierte a los creyentes sobre la banalización de la muerte y la deformación inspirada en ciertas corrientes que oscurecen la esperanza cristiana. H. de Lubac lamentaba que fuesen los medios y no los obispos quienes dieran a conocer el Concilio; lo mismo nos sucede en estos casos; son los medios los que ‘informan’ descontextualizando. El núcleo del comunicado es la esperanza cristiana en la ‘resurrección de la carne’. ¿O preferimos el tiradero de muertos y tumbas clandestinas por todo México?