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Envío este artículo extra dominical para expresar un sentimiento de comunión cristiana con quienes han vivido estos días navideños acompañados por la enfermedad, tal vez una enfermedad como vieja compañera de viaje. O un nuevo ataque del bicho. La enfermedad, sobre todo, nos hace experimentar nuestra fragilidad. Pienso también en quienes cuidan a sus enfermos, en las tensiones y desgaste a que se someten con actitud cristiana. El sufrimiento en sus diversas formas nos plantea siempre un problema de fondo. 

Juan Pablo II escribe acertadamente: “Dentro de cada forma de sufrimiento soportada por el hombre, y al mismo tiempo en la base de todo el mundo del sufrimiento, surge inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta sobre la causa, la razón e igualmente, sobre el propósito del sufrimiento y, en resumen, una pregunta sobre su significado. No sólo acompaña al sufrimiento humano, sino que parece incluso determinar su contenido humano, lo que hace que el sufrimiento sea precisamente sufrimiento humano”.

La medicina, como ciencia y también como arte de la curación, descubre en el vasto campo de los sufrimientos humanos el área más conocida, la identificada con mayor precisión y relativamente más contrarrestada por los métodos de “reacción” (la terapia). Sin embargo, esta es solo una área. El campo del sufrimiento humano es mucho más amplio, más variado y multidimensional. El hombre sufre de diferentes maneras, formas no siempre consideradas por la medicina, ni siquiera en sus especializaciones más avanzadas. El sufrimiento es algo que sigue siendo más amplio que la enfermedad, más complejo y al mismo tiempo aún más profundamente arraigado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral.

El sufrimiento nos plantea el problema radical de por qué las cosas tienen que ser así. Cuántas veces he visto a personas que viven su última agonía y a quienes duele más el saber que dejan solos o desprotegidos a los seres que aman, y me he preguntado sí es más difícil el dolor moral que el dolor físico que va destruyendo poco a poco nuestro cuerpo. Entonces preguntamos a Dios por qué y para qué tanto sufrimiento y se bordea el límite de la rebelión. Agonía en la lengua griega se refiere al último gran esfuerzo qué hace el atleta antes de llegar a la meta. Entonces podemos dirigir a Dios la pregunta última: porque, qué sentido tiene; esto es lo que atormenta el alma, no saber porque tienen que suceder tantas cosas. El hombre puede hacer esta pregunta a Dios con toda la emoción de su corazón y con su mente llena de consternación y ansiedad; y Dios espera la pregunta y la escucha; en el Libro de Job la pregunta ha encontrado su expresión más vívida pero no la definitiva.

En estos días de fiesta vividos, celebramos el nacimiento de la Vida en medio de nosotros lo que nos da indudablemente o nos permite un acercamiento a estos cuestionamientos, desde otra óptica: nuestra fe. En un hermoso sermón, el Papa San León Magno (431-461) escribía a sus fieles: “por Cristo fueron sepultados con él y han resucitado con él, porque han creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos”. El significado profundo de estas fiestas, dentro del ciclo de la Navidad, rebasa con mucho esa reducción de banalidad en que la hemos envuelto. En realidad, lo que celebramos es la vida; “si él no hubiera descendido hasta nosotros revestido de nuestra carne mortal nadie hubiera logrado llegar hasta él por sus propios méritos”. Esta esperanza cierta tiene que llegar a nuestra alma también en los momentos más difíciles de nuestra vida. Y la enfermedad es uno de ellos.

El enfermo experimenta también un proceso de conversión que va de la rebeldía, a la aceptación cristiana del sufrimiento. El cristiano sabe que la única muerte es la lejanía de Dios; donde Dios está, la muerte no está. El hombre “perece” cuando pierde la “vida eterna”. Lo opuesto a la salvación no es, por lo tanto, sólo el sufrimiento temporal, cualquier tipo de sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, la lejanía irreversible de Dios. El Hijo de Dios fue dado a la humanidad principalmente para proteger al hombre contra este mal definitivo y contra el sufrimiento definitivo. En su misión salvífica, el Hijo debe, por lo tanto, golpear el mal justo en sus raíces trascendentales a partir de las cuales se desarrolla en la historia humana. Estas raíces trascendentales del mal se basan en el pecado y la muerte: porque están en la base de la pérdida de la vida eterna. Cristo ha venido para vencer al señor de la muerte, al diablo, y liberar a los que por temor a la muerte vivían como esclavos suyos, (ver Heb.2,14-15). Él vence el pecado por su obediencia hasta la muerte, y vence a la muerte por su resurrección y nos ha hecho partícipes de su victoria. Tal es fe cristiana.

En la oración de la mañana el último día del año, leímos un bello poema que me ha inspirado a dirigirme a todos los que, en sus casas o en los hospitales experimentan el dolor y la incertidumbre que genera la enfermedad y alentarnos mutuamente en el dolor y la soledad. 

Esta tarde, Cristo del 

Calvario,

vine a rogarte por mi carne

 enferma; 

pero, al verte, mis ojos van y 

vienen

de tu cuerpo a mi cuerpo con 

vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies

 cansados,

cuando veo los tuyos destrozados? 

¿Cómo mostrarte mis manos vacías 

cuando las tuyas están llenas 

de heridas? 

¿Cómo explicarte a ti mi 

soledad,

cuando en la Cruz alzado y sólo estás? 

¿Cómo explicarte que no tengo 

amor

cuando tienes rasgado el corazón? 

Ahora ya no me acuerdo de 

nada,

huyeron de mí todas mis 

dolencias.

El ímpetu del ruego que traía 

se me ahoga en la boca 

pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada, 

estar aquí junto a tu imagen muerta, 

ir aprendiendo que el dolor es

 solo 

la llave santa de tu santa

 puerta. Amen.