[ A+ ] /[ A- ]

Vamos a votar.

Más de 36 millones de mexicanos estamos convocados, hoy, a las urnas, llamados a comprender la trascendencia del momento y que la suerte del País está, también, en nuestras manos. Y debemos asumir tal responsabilidad. El voto es nuestro instrumento, es la capacidad que tenemos para ejercer el derecho y la obligación de corresponsabilidad en el destino de la Nación.  Cuando nuestra acción en este campo es irresponsable, y está teñida de ligereza, o cuando, por indolencia, por decepción, por negligencia, por desprecio o simple flojera, preferimos no hacer uso de este derecho-obligación, sencillamente renunciamos a nuestro derecho ciudadano.

Democracia insatisfactoria.

Es cierto que el ideal de la democracia es complejo, criticable y criticado, como lo son sus justificaciones y sus implicaciones prácticas. Unas veces la democracia se identifica con el “gobierno de la mayoría” según aquello  de que “la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.  Pero nada más lejano de este significado etimológico, que los modelos democráticos contemporáneos; elegimos, sí, un gobierno, a un hombre, a un partido, pero una vez que éstos se han hecho con el poder, jamás vuelven a consultar al pueblo, a mirar hacia abajo; pasan a vivir en la nubes del poder, rodeados de un pequeño círculo acaban sintiéndose dueños absolutos.  Otras veces, la democracia parece encerrar todo lo que es humanamente bueno, pero se trata de algo evidentemente falso.  Ninguno de estos puntos de vista es adecuado para comprender la democracia como un ideal social. Amy Gutmann ha escrito acertadamente: “La amplia y contrastante identificación de la democracia con el bien común pleno (complete human good), es tan inútil como presumir que no existen los grandes y crecientes problemas que han inspirado tanto a los defensores como a los críticos de la democracia. Así, por ejemplo, al pueblo se le podría permitir dictaminar sobre asuntos complicados, (matrimonios igualitarios!), incluso cuando careciese del conocimiento de los expertos, o bien, cuando la libertad de unos pocos se vea limitada por la autoridad de la mayoría al momento de diseñar una política social, (los machetes de Atenco).  En ambos casos, la democracia constituiría un intento fallido.  El ideal democrático, no importa que tan incluyente sea, no puede reclamar creíblemente la optimización de todo el bien común, (all human goods) en materia tan resbaladiza como las opciones políticas.

Creciente politización.

Pero tenemos que votar;  sencillamente porque la política afecta la totalidad de  nuestra vida. En efecto, todos sabemos que la política afecta nuestras vidas, pero, ¿conocemos la amplitud total de su importancia? De una u otra forma todos  sentimos la presencia envolvente de la política; todas las áreas en donde nuestra vida se desarrolla resienten la presencia de la política. El monto de los recibos de servicio domiciliario o comercial, la salud pública y privada, la educación y hasta el número de hijos, resienten la presencia de la política. La guerra y la paz, la seguridad o su ausencia, la impunidad, la ansiedad y el estrés no son ajenos al quehacer político. Detrás de los precios de la electricidad que ha llevado a nuestros campesinos a la protesta, y detrás de la importación descontrolada de alimentos que los ha llevado a tomar garitas en su desesperación, está una decisión política. Las penosas y desastrosas huelgas magisteriales, lo mismo que las demás huelgas que se han multiplicado en el País, tienen trasuntos políticos.  Que México queda al margen de la modernidad porque no puede realizar las reformas estructurales necesarias. Que PEMEX esté en bancarrota, que el sistema de pensiones sea una bomba de tiempo, igual que las instituciones de salud pública, dice relación a la política. Que otros países estén creciendo en todo: democracia, empleo, seguridad social y pensiones, etc., tiene que ver con la política.

Es indiscutible que vivimos una creciente politización. Y esto no hay que entenderlo en el sentido de que estamos más interesados en la cuestión política, ni que “seamos más políticos”; ni en el sentido de que participemos más en política, al contrario, se ha extendido más y más el desafecto a la política. En la culta y politizada Unión Europea votó sólo el 30% para la elección del Parlamento.

En este sentido somos menos políticos; pero somos más políticos  en el sentido de que  muchos asuntos que en el pasado no incluían la política, o que no la implicaban directamente, se ven ahora como problemas estrictamente políticos. Gústenos o no, sepámoslo o no, nuestra vida toda se desarrolla dentro de una compleja red política. La solución a nuestros problemas cotidianos, sencillos o trascendentes, la buscamos por la vía política.  Ejemplos sencillos: antes usted podía podar el árbol que está frente a su casa, ahora usted debe tener un permiso de la Ciudad, y demostrar que sabe podar árboles, de lo contrario se hará “acreedor a una multa”. La salud y la educación públicas dependen de una decisión que se toma en el palacio de gobierno. O sea, que muchas decisiones, que en otro tiempo podían hacerse mediante una decisión privada,  ahora han de pasar por las oficinas públicas. Y las personas que van a ejercer el control de esa creciente politización de la vida moderna serán las personas que usted y yo elijamos. Entonces, votar es de extrema importancia, es un asunto vital.

Elegir con mucho cuidado.

Por lo dicho vemos que las elecciones se convierten en un asunto en el que la equivocación trae consecuencias funestas; Venezuela,  Bolivia o Chile o España, Argentina o Brasil, son un buen ejemplo de ello.  La mentada democracia se ha convertido en un camino sin retorno porque parece que, ésta,  termina el día de las elecciones. De ser así, no sabemos qué es la democracia. No hay, entonces,  posibilidad de corregir una posible equivocación en la  que nos haya salido vano el elegido. No sé qué digan las leyes mexicanas acerca del “referendo”. Por ello, además de elegir, tenemos que hacerlo con sumo cuidado. Votar es, entonces, un asunto en el que nos va eso que llamamos vida, si ésta ha de vivirse en común y de manera más o menos civilizada. En esto de votar debemos atenernos al consejo de un ilustre mexicano: “no se hagan bolas”.

Una de las realidades que nos pueden hacer bolas, es la relación intrínseca entre mentira y política. La mentira – escribe Arendt – nos es familiar desde los albores de la historia escrita. Yo añadiría que  desde los relatos mitológicos, antes de la historia. En todos los relatos de los orígenes, una mentira, un engaño, está a la raíz del desastre universal. La virtud de decir la verdad, continúa ella, no ha sido nunca contada entre las virtudes políticas, y las mentiras han sido siempre consideradas instrumentos justificables en los asuntos políticos. La política es acción y la mentira es una forma de acción. Entonces, la mentira aparece, sin más, útil a la política. “De hecho, si el choque entre verdad y política expresa la intrínseca antipoliticidad de la verdad, la mentira, negando la verdad, no hace otra cosa que facilitar la acción política eliminando un molesto obstáculo: la verdad. En otras palabras, la mentira libera el campo para la acción”. El político se encuentra, pues, ante la fatalidad de la mentira, o ante la necesidad fatal de mentir. El totalitarismo se finca en la destrucción de la verdad mediante la mentira. ¿Será, entonces, una fatalidad el que tengamos que elegir al que ha mentido mejor? ¿O aquel cuyas mentiras estén más cerca de lo que llamaba Leibinz “el dato de lo real”? Ante esta posibilidad, deberíamos haber dedicado unos días a la reflexión sobre el hecho de votar.

Abstencionismo.

La cosa se nos complica cuando, ante esta grave responsabilidad cívica, se levanta el fantasma del abstencionismo.  Este fenómeno tan extendido se debe a la decepción que, con respecto a la política, se ha apoderado de los ciudadanos; cifras reportadas por la ONU revelan que en todos los países los ciudadanos no se sienten representados por los políticos ni están contentos con el manejo de la cosa pública, por lo tanto,  “votan más en contra de lo que temen que  a favor de lo que esperan”. Este desencanto acaba en el abstencionismo que es el peor enemigo de lo político. La abstención equivale a abandonar el campo de batalla, es como una deserción, como una traición que se hace a la Ciudad. El que se abstiene de la indeclinable obligación de elegir, debería sentirse desposeído de sus derechos ciudadanos.