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Temprano, el domingo pasado un buen lector me habló para saludarme y comentar el ‘silencio de los dioses’. Lo bueno, le respondí es que nuestro Dios no está callado y que, en todo caso, hemos sido nosotros quienes nos hemos alejado, ya no oímos su voz ni su leve paso a nuestro lado siguiendo, cada quien su camino.

Pero él está siempre a nuestro lado; se hace presente en esos ángeles que, día y noche están con nosotros, caminan a nuestro lado y nos rosan con el suave velo de sus alas doradas. Esos ángeles son todas las personas buenas que velan nuestro sueño y vigilan el día. Entonces me dijo riendo: así pues, que los dioses no están en silencio. Reímos los dos de buena gana. Ahí tiene usted, le dije: usted me habla temprano para saludarme y ya leyó El silencio de los Dioses. 

Dios, en efecto, nos habla en esos hermosos ángeles que nos acompañan en nuestra peregrinación, a precio de vida; son nuestros médicos y sus fieles soldaderas, las enfermeras(os), los y las afanadoras que están al pie del cañón y no sin haber saboreado el amargo sentimiento del abandono y la ingratitud, la impotencia y la vacuidad del discurso político. Camilleros, choferes, todos se apiñas en torno al dolor.

Los niños que nacen en el H. de la M., no tienen pañales, desnudos en la cuna esperan; mientras la franela se apolilla en nuestras estantes; no hay cobijitas para cubrirlos y son los ángeles los que tiene que buscar una solución.

Los políticos dicen discursos. La extinción de los fideicomisos será para los caprichos del poder, y las elecciones que vienen: fabricar más pobres para comprarlos baratos. Pero los hospitales y su equipamiento están olvidados y los enfermos mueren en los pasillos, o en los coches esperando turno, turno que no llegará. Quienes hacen eso son ángeles caídos, soberbios y rebeldes a Dios. Se creen dioses como en el exordio de la historia humana. Los otros, los que están sirviendo y muriendo son ángeles de Dios. No son héroes, palabra muy pobre y gastada, son ángeles de Señor, creyentes o no, porque el que sirve ama, y el que ama cree y el que cree espera. No, no es infantilismo ni sentimentalismo, es una forma de lenguaje que nos hace cercano el actuar de Dios.

Cierto, no hemos sido un pueblo vigilante, atento a lo que Dios quiere, sino que nos hemos alejado de él y las consecuencias aquí están. No son solo fenómenos biológicos, en esto hay mucho de misterio. El misterio del dolor infinito que cae sobre el hombre “enajenado”. El mal tan grande que nos agobia, en gran medida es resultado de nuestra locura. Invitemos a la reflexión, a la conversión, al arrepentimiento, a volver a Dios. Tal será el tono de la última parte de año litúrgico.  

El p. Rupnik, sj., director del Pontificio Instituto de Estudios Orientales de Roma, en su “minuto con el evangelio dominical”, (Mt.25,1-13:  el  episodio de la vírgenes necias y las prudentes), nos dice de la liturgia de hoy: “¿Para qué sirve una lámpara de aceite si no tiene aceite? La preocupación de tener la lámpara y no el aceite significa no entender la justa jerarquía de las cosas. La prioridad es procurase aceite. El aceite, decían casi unánimemente los Santos Padres, es el Espíritu Santo que da el amor. Es la vida, es la luz. El cristiano está ciertamente tentado de elaborar formas de perfección en el pensar y el obrar, en crear sus sistemas, de autosalvación, pero todo esto puede convertirse en idolatría y en ideología moralista. En vano se siembra y luego se cultiva la tierra cada día, esperando los brotes, si a ese campo no llega el agua que da el crecimiento. Nuestro objetivo primero es Dios, o mejor dicho, el Espíritu Santo que da la vida. En colaboración con él, podemos dar fruto. No entender que lo primero es Dios significa poner atención en cosas que no cuentan, y esto es necedad”.

¿Y los dioses callados? Schiller prefería hablar de la “Noche de los dioses”. Hölderlin, Nietzsche y Wagner, por citar tres cercanos y lejanos a la vez, vieron cómo la cultura se iba vaciando y hundiéndose mientras iba naciendo el hombre “enfermo de sí mismo”, y el hielo sobre el que caminamos es cada vez más delgado (FN). En su búsqueda, estos genios creyeron sacar fuerza y sentido de la más que agotada mitología griega, quisieron ver en las mitologías nórdicas un atisbo de esperanza, pero fue inútil y terrible. “¿Conoce Ud., la música de Wagner?, solía preguntar Hitler cuando le presentaban un nuevo joven oficial. Si no comprende a Wagner, no comprende el Nacionalsocialismo, concluía en tono sentencioso. Las Valkirias tejen coronas eternas para los héroes”. Hasta la fecha, los intérpretes de Wagner sienten que la tierra tiembla bajos sus pies ante la gravedad de ciertos tonos y su interpretación es agotadora.

Callaron los dioses del Olimpo; los filósofos griegos se reían de esos dioses y de su Olimpo, estaban agotados. Pero Cristo sigue hablando, y muy fuerte. Pero nos cerramos a su palabra y nuestra esperanza se agota; estamos en la cultura germana y se cumple lo que dirá luego B.XVI, que sí sabe lo que dice: “«Hemos aprendido a vivir como si Dios no existiera». Estamos en la situación de los griegos en tiempos de Pablo: «En otro tiempo ustedes estaban sin Cristo, vivían alejados de la ciudadanía de Israel y eran ajenos a las promesas; vivían en este mundo sin Dios y sin esperanza. (Ef. 2,17). Naturalmente, Pablo sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. Sin Dios estamos encerrados como en un bloque de hormigón sin ventanas”.

El misterio más profundo. Hubo una noche transida del más hondo misterio, cuando vida y muerte trabaron singular batalla, la noche de la audacia suprema de la muerte, cuando ésta tomó como reo al Hijo de Dios y lo hundió en los infiernos; pero «muerto el que es la vida, triunfante se levanta», canta con loca alegría la iglesia. La muerte fue vencida en un momento de esa noche que solo ella vio y el descubrimiento lo hicieron las valientes mujeres a la mañana siguiente, esa brillante mañana de la resurrección; la muerte había sido vencida definitivamente. Es la noche de las noches cuando se levanta el lucero matutino, Cristo.

«Lucero Cristo del alba que paces entre esplendores»; «la vigilia, madre de todas las vigilias cristianas», cuando lo cirios, símbolos de la espera vigilante de todos los tiempos, arden en medio de la iglesia que aguarda, vigilante a que Cristo emerja de la tumba. La noche pascual del 405, luego de terminar la ceremonia y dormir un poco, el obispo Agustín bajó de nuevo a la basílica e improvisó genialmente ante el pueblo en vela y oración, un bello saludo: «Toda la duración del tiempo es como una noche en el curso de la cual, la iglesia vigila con los ojos de la fe dirigidos a las Santas Escrituras como antorchas que brillan en la oscuridad. Es lo que dice el apóstol Pedro: “hacéis bien en prestar atención a la palabra de los profetas como a lámparas que brillan en la oscuridad hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones”, (2Pe.1,19). Hoy, viniendo a ustedes, los encuentro vigilando, celebrando en su honor, esta solemne fiesta. Que de igual modo, cuando venga el Señor, pueda encontrar a su iglesia vigilante en la luz del Espíritu, para despertarla, también en el cuerpo, que yacerá dormido en la tumba».

No conozco palabras más bellas; compendian todo el sentido de la historia y lo resuelven; sólo ahí se resuelve el misterio del hombre.

«Vivimos en adelante en la esperanza de la resurrección», concluía S. Agustín aquella mañana  pascual de aquel aquel 405. Así queremos vivir esta inmensidad de dolor compartido, dolor que nosotros mismos, en gran parte nos hemos procurado.

El nuestro es el Dios de la Palabra; y la nuestra, la religión de la escucha.

¡Gracias, amigo!