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Artículo publicado en El Diario, el 26 de Diciembre de 2010, a propósito de La Familia.

Nuevos padres, nuevos hijos.

 

Así titula Vicente Verdú, editorialista estrella de El País (24.12.10),  un artículo ingenioso y aderezado con una buena dosis de cinismo revuelto con escepticismo, sobre los avatares y situación de la familia en nuestros días. En el reclamo o gancho del artículo dice: «La ‘sagrada familia’ de la segunda posguerra ha ido desacralizándose: el amor es democrático, el sexo es divertido, la boda es un juguete; los hijos, una fórmula; los padres, un mecano. ¿Y la comunicación familiar?». Negándose a aceptar la visión sagrada de la familia, un conformismo agnóstico es el refugio. Son artículos interesantes, de cualquier modo, pues reflejan ideas muy extendidas por superficiales que sean.

 

Realmente resulta difícil describir con tan pocas y precisas palabras el drama de nuestro mundo que para el autor parece simplemente un dato contra el cual poco o nada puede hacerse. El artículo invitaría a una rendición pacífica, a una simple resignación ante lo inevitable de los hechos. Con mayor o menor cinismo, con un trasunto de gozo ante el fracaso de un proyecto que ya no se comparte, el autor, sin embargo dice grandes verdades. Describe una situación que es real con mayor o menor grado en los distintos países, como una tendencia general ante la cual nada podemos hacer ya. No deja de ser, sin embargo, un artículo editorial, es decir, no se trata de un ensayo o un artículo de fondo y se subraya el aspecto que se quiere subrayar. Se silencian otros aspectos y margina a millones y millones de parejas y familias que permanecen fieles a la visión religiosa del ente familiar.

 

Lo de “Sagrada familia”, dicho por este autor, suena a sorna. Pero si entendemos lo de “sagrada familia” como lo entiende la tradición judeocristiana, entonces lo dicho es una gran verdad: el proyecto de Dios  sobre el matrimonio y la familia, está siendo duramente combatido por nuestra cultura. Pero de entrada podríamos argumentar que su tesis demuestra que  el hecho es que la situación histórica en que vive la familia se presenta como un conjunto de luces y sombras. Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí, es decir, según la conocida expresión de San Agustín, «un conflicto entre dos amores: el amor de Dios que lleva hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios». Se sigue de aquí que solamente la educación en el amor  enraizado en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los “signos de los tiempos” que son la expresión histórica de este doble amor.

 

Viviendo, pues, en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los medios, los creyentes no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes ante el oscurecimiento de los valores fundamentales, y colocarse como conciencia crítica de esa cultura familiar y como sujetos activos de la construcción de un auténtico humanismo familiar. En este caso, las corrientes de pensamiento que se amoldan a nuestro capricho prenden con suma facilidad; luego viene un forzado razonamiento lógico de justificación. En el fondo se trata de una debilidad.

 

Refiriéndose a la “familia tradicional”, dice el autor: “Esta familia, claro está, hace tiempo que es polvo de biblioteca, pero la otra gran familia santa, la sagrada familia de la Iglesia católica de la segunda posguerra, esa que desvela todavía al Papa y se halla permanentemente amenazada, también se ha ido deshaciendo a pesar de los rezos. Y ha ido desintegrándose (desacralizándose) porque los padres y las madres se reúnen como fragmentos amorosos tras roturas o divorcios de otra relación. La pérdida del viejo «pegamento sagrado» sería de por sí la causa de una libertad que aún manteniendo unido con su pringue al grupo nunca lo cicatrizaría de verdad”.

 

Lo dicho; el diagnóstico es fulminante, si bien, adolece de un pesimismo antropológico. Es la visión de alguien que carece completamente de una visión trascendente del hombre.  En los países europeos, en unos más que en otros, la desintegración familiar, su alteración o deformación, es casi normal. Pero esto no quiere decir que sea lo mejor, lo más adecuado, lo ideal. Por lo demás se olvida que son muchos, tal vez la mayoría, los matrimonios y familias que, no obstante, todas las presiones que impone la cultura, todas las fuerzas que intentan deformarlos, permanecen fieles a ese proyecto. Muchas familias viven esta situación permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la institución familiar. El problema es grave, pero no es la claudicación total; la situación invita, más al testimonio de nuestros valores, que a la rendición.

 

Uno de los puntos en los que el autor hace hincapié me llama la atención. Se trata de un tema que ya he abordado explícitamente: el principio de autoridad, tanto en la familia como en la sociedad. “Con o sin niñeras, preceptores, colegios de curas, coachs o nanas, los padres son padres y los hijos son hijos, efectivamente. La cuestión radica en la naturaleza que les corresponde a unos y otros hoy con o sin proceso biológico de gestación.

 

Una primera cuestión a tener en cuenta es que la democracia (corrupta o no) ha permeado las paredes domésticas y la superdemocracia o masacracia universal, vigente en la Red, se opone radicalmente a la jerarquía. Más aún: sin horizontalidad, sin superficialidad, sin pantallas no hay cultura. Sin Red no hay comunicación y sin colaboración igualitaria no hay vida”.  

 

Todos los lamentos que imploran el regreso de la autoridad paterna fracasan, de la misma manera que no hay trasvase de conocimientos en la escuela imponiendo la autoridad profesoral. El valle ha sustituido a la montaña para sembrar una briosa plantación de seres distintos donde todos, independientemente de su altura y su experiencia, tienen algo que decir.

Podría afirmarse que este modelo solo lleva a un confuso mapa y, ciertamente, no hay nada más contemporáneo que la confusión, el galimatías y la ausencia de segura orientación. En el pasado, un cabeza de familia, padre y señor, marcaba el punto de donde partía la orden y la organización.

 

Pero ¿quién es hoy la cabeza del hogar? Perdida la cabeza, ese hombre -como en otros ámbitos- ha perdido también la posibilidad de interpretar un papel. Pero, además, en cuanto a la madre que, como mujer, ha buscado su liberación siguiendo demasiado las huellas masculinas su función no termina de encajarse aquí o allá. Es tierna, cariñosa, detallista, eficiente, protectora en el mejor de los casos, pero también depende del tiempo y la fuerza que le deje libre su ocupación laboral. Pero encima, denostado el patriarcado, le toca la ardua tarea de reprender”. Se trata indiscutiblemente de una innegable realidad. Sabedores o no de las corrientes filosóficas de nuestros tiempos, de las tendencias culturales dominantes, todas las familias sienten este embate; se trata como de un malestar general que se experimenta pero que no se sabe de donde viene ni como combatirlo. Yo invito a  mis lectores a que relean esta cita de Verdú y descubrirán algo familiar, pero indefinido. Simplemente, que con la superficialidad y todo, los verdaderos “educadores” son, ahora, los medios, la música, el cine, los amigos. Si la familia se ha debilitado a tal punto, se ha democratizado, es muy difícil oponer resistencia y muy fácil dejarse llevar. Así, una madre podría decirme, “cuando salen mis hijas a las fiestas, yo las equipo con condones”; y me lo decía plenamente convencida de que hacía lo correcto. En realidad se trata de una rendición.

 

El autor toca con estas palabras un centro neurálgico de nuestra cultura. El filósofo francés Jean Lacroix ha hablado hace más de medio siglo sobre este tema, y en un libro estupendo titula un capítulo “El Asesinato del Padre” dice: «Si en la actualidad la familia es el nido de todos los resentimientos, no es sólo porque frecuentemente se transforma en un nido de víboras, sino principalmente, porque los descontentos de la humanidad moderna ven en ella el principal obstáculo para sus más profundos deseos, para sus reivindicaciones más esenciales. Y este obstáculo de la familia es, ante todo, el de la autoridad paterna. Así, pues, se plantea a nuestra reflexión el hecho de que el problema más difícil de desentrañar es el sentido y significación de la paternidad». (Force et  Faiblesses de la Famille.1962).

 

Nuestros contemporáneos ansían emanciparse, liberarse, y se les presenta, inmediatamente, la cuestión de si toda emancipación tiene su origen en la emancipación y liberación en relación al padre. En nuestra civilización,  emancipar a la mujer y a los hijos proviene del mismo movimiento humano que se esfuerza por lograr la emancipación real de los trabajadores. Para muchos, debilitar el poder paterno es debilitar simultáneamente el poder del patrón, del sacerdote, del policía, del presidente, cualquiera que sea. Esto lo vemos reflejado en el lenguaje cotidiano; El Universal publicaba una nota con el siguiente título: Zavala convenció a Solalinde de que aceptara protección. No entendí en el momento de qué se trataba; ¿quién era Zavala y quién Solalinde? Leyendo la nota ve uno que Zavala es Margarita Zavala, esposa del Presidente de la República y Solalinde el heroico sacerdote enfrentado al crimen en defensa de los migrantes. Esa es la cultura, un abajamiento, una nivelación hacia abajo. «El valle ha sustituido a la montaña para sembrar una briosa plantación de seres distintos donde todos, independientemente de su altura y su experiencia, tienen algo que decir», o sea, la creación de una sociedad “democrática”  dice Verdú.

 

Siguiendo determinado razonamiento de cuño freudiano, parece ser que todo poder tiene su origen en la autoridad paterna. ¿No es el padre quien da la vida, quien hace crecer e impulsar, según el sentido etimológico de la palabra? El padre no es solo quien conduce los hijos a la vida, sino quien los gobierna. Por ello, en el origen de toda su misión, de toda obediencia, de toda disciplina, siempre se encuentra el padre. En medio del proceso que se le sigue a Iván Karamazof, éste exclama: “¿Quién, pues, no desea la muerte de su padre?”; y la pequeña Lisa le recrimina a los demás hermanos “sabedlo, se va a condenar a vuestro hermano, porque ha matado a vuestro padre, pero en el fondo todos lo encuentran muy bien y les agrada”. Se perfila ya la nueva cultura, la democracia. Y el mismo Kant, el hombre del rigor educativo y moral, observó que “nuestros padres y profesores son nuestros enemigos naturales”. Esto es lo que estamos viviendo.

 

Así se explica la rebelión contra el padre. Una gran parte del movimiento democrático actual, afirma Lacroix, podría definirse en pro del asesinato del padre. Dado que tanto los defensores como los adversarios de la familia conciben al padre como “el símbolo de la trascendencia” es lógico, por consiguiente que la democracia se presente frecuentemente como una doctrina de inmanencia, que se encierra en un círculo apretado, porque precisamente quiere ser un movimiento de emancipación y liberación. Quien represente un valor opuesto a esa tendencia constituirá un objetivo común que ha de ser derribado. Y usted ya descubrió que es, entre nosotros, el cristianismo, y más específicamente la Iglesia Católica quien representa la tendencia opuesta. Lacroix, en los lejanos 60’s, cita unas palabras del doctor Robert Fortes, Inglés, que decía: «en la actualidad podemos hacer que los nacimientos no se operen al azar de los impulsos amorosos; nos hallamos en presencia de un fenómeno biológico del mismo orden que el transplante de colonias microbianas. Podemos conseguir semillas seleccionadas, por lo menos en lo que concierne a la aportación masculina», que han de entenderse como la exclusión del padre incluso en el proceso  de la transmisión de la vida. O sea, la exclusión es total, «y el hombre ya no es criatura de Dios, sino producto científico del hombre» (B. XVI).

 

En definitiva, ni los padres saben cuál debe ser su cargo ni tampoco las madres su cargo y su carga. Unos y otros, hijos incluidos, improvisan esfuerzos y silencios, ensayan conjunciones y disyunciones en un medio donde ni la sangre que corre por las venas ni el apellido que marca el linaje son elementos clave. No es pues que la familia se encuentre en crisis, se trata más bien de no encontrarse al margen de la funcionalidad de comer y dormir.

 

¿El amor? Nunca como ahora los chicos han encontrado más abrigo en horizontal, con sus pandas, sus amigos, sus twitters. Y por algo será. El apego familiar no es desdeñable, pero tampoco ha de tomarse como el aglutinante crucial. Así como los alumnos menosprecian a los profesores que enseñan, en forma y contenido, materias ajenas a su curiosidad, los hijos ven desacreditarse a los padres despistados, descolocados o en trabajos sin demasiado interés.

Lo dicho, el autor refleja una situación, de hecho, describe una hecatombe, si bien no es toda la verdad. Pero, ello no quiere decir que sea lo mejor, ni siquiera que esté bien y que no haya alternativa. El año pasado, el Día de la Sagrada Familia más de un millón de españoles se presentaron en una manifestación para demostrar su apoyo a la “sagrada familia”. Luego, la ruina no es total en absoluto. El autor debería plantearse, también, si no existe una relación entre el hecho de que España sea el primero en el consumo de drogas en la Unión Europea y el que presenta el mayor consumo de cocaína per cápita en el mundo, con el hecho del desastre familiar que él mismo reporta. También cabe preguntarse sobre las legislaciones  españolas sobre “familia y aborto”, unas de las más avanzadas del mundo al grado de plantearse que una menor de edad tenga acceso al aborto sin aviso y sin consentimiento de sus padres y el impacto que esto tiene en la sociedad. Entonces, esa desacralización de la sagrada familia más bien parece el resultado de un ataque concentrado y bien ejecutado.

El matrimonio y la familia se han convertido en nuestra época en un campo de batalla cultural dentro de las sociedades secularizadas donde una visión del mundo sin Dios intenta suplantar la herencia judeocristiana. Desde algunas décadas, los valores del matrimonio y de la familia han sufrido asaltos repetidos que han causado daños graves en el plano humano, social y religioso. A la fragilidad creciente de las parejas se añaden los problemas graves de la educación ligados a la pérdida de los modelos paternos y a la influencia de corrientes de pensamiento que rechazan los mismos fundamentos de la institución familiar. El trastorno de los valores alcanza a la identidad misma del ser humano, más allá de su fidelidad a un orden moral. Reina en lo sucesivo una confusión antropológica sutilmente mantenida por un lenguaje ambiguo que impone al pensamiento cristiano un arduo trabajo de desciframiento y discernimiento. La crisis que atraviesa la humanidad actual no es solamente de orden moral o espiritual, es antropológica. Es decir, es el hombre mismo el que está en crisis. No están en crisis las instituciones, es el hombre mismo el que está en crisis. Y en este orden de cosas, la lucha es difícil porque arraiga en la voluntad herida del hombre.  Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí.

¡Feliz Año!

(Habrá que tomar un descanso editorial)