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Por tu clemencia, sácame
de la angustia.
(Sal.143,11).

Sí, sin duda vivimos tiempos de angustia y la esperanza se vuelve difícil. Pero sería un error buscar en los filósofos lo que es la angustia. Si se observa, aunque sea de pasada con qué frecuencia la Escritura habla de la angustia, nos damos cuenta de que la Palabra de Dios no le tiene miedo a la angustia. Si usted quiere ver qué es la angustia, solo lea y medite el salmo 143.

Los salmos son ese bloque lírico de la poesía hebrea, donde los poetas de Israel vaciaron la múltiple, compleja y contradictoria experiencia humana en forma genial y accesible.  Poetas desconocidos y lejanos usaron el lenguaje de la poesía convencidos de que era el más apropiado para expresar y convertir en oración la vida, desde el seno materno hasta la fosa, con todos sus avatares. Poesía rica en símbolos elementales, muy apasionada y nada sentimental, construida con claridad. Resulta interesante escuchar el llanto, el gemido, la desesperación, la angustia, igual que la alegría, el gozo y la plenitud, expresados genialmente. Ahí está el alma humana al desnudo, y nos hablan del hombre de siempre y sus reacciones, de sus miedos, angustias y deseos más profundos, de su perplejidad ante el sufrimiento humano que muchas veces termina en muerte, el mal más grande. “Nadie vive sin bajar a la fosa, ni puede pagar a Dios un rescate”. Los salmos son la patria del alma.

Poetas que escribieron para nosotros. Aunque no lo sabían, en el plan de Dios estaban viviendo y hablando para nosotros. Viviendo para darnos ejemplo, y pronunciando para prepararnos un lenguaje. Como si toda su vida e historia hubiera sido sacra representación: para ellos vida, dolor y gozo en carne viva; para nosotros representación, presencia, revelación. Como si el repertorio de oraciones lo escribieran para la posteridad, pero ensayándolo en vivo para que ni fuese ni sonase falso. Tan cierto es que, Cristo, oró siempre con ellos; sus palabras en el Huerto, en la agonía, en la Cruz, son citas de los salmos: “Por qué me has abandonado”, “Se pueden contar mis huesos”, “en tus manos encomiendo mi alma”, “en mi sed me dieron hiel”, etc. Es el sufrimiento, la cercanía de la muerte, el tedio, el fracaso, la traición, el asco, la maldad, todo eso acumulado en el alma de Jesús, eso sería la angustia que lo lleva a decir: “siento una tristeza mortal”. Por ello me ‘carcajio’ de los filósofos, desde Kierkegaard hasta Heidegger. Y del p. Chicho.  

La muerte, el verdadero mal.  El símbolo nos dice que el mal envuelve al mundo. Detrás de esas imágenes, la muerte, provista de todas las armas del enemigo, aparece temible: “Me cercaban los lazos de la muerte/ torrentes destructores me aterraban/ me envolvían los lazos del abismo,/ me alcanzaban los lazos de la muerte”. El poeta del Salmo 18, plasma el sentimiento de terror ante la amenaza; son el miedo y la incertidumbre ante el mal que acecha y que puede matar en cualquier momento. “El enemigo me persigue a muerte/, empuja mi vida al sepulcro”. El enemigo es la muerte. (143). La amenaza se ha hecho realidad paralizante para nosotros hoy; cuánto miedo, cuánta incertidumbre, cuánta desinformación y qué pocas palabras de aliento. Todos somos epidemiólogos, cuchicheo, andan a dice y dice. Y el sufrimiento de quienes han perdido a sus seres queridos, engullidos por el remolino, se hace fría realidad vivida en la soledad, sin siquiera el consuelo de la oración litúrgica.  “En la angustia te busco, Señor mío/, de noche extiendo las manos sin descanso/, y mi alma rehúsa el consuelo”. (sal.76).

Pero cuando “desde lo hondo” podemos gritar al Señor y decirle “Señor, escucha mi voz”, (sal.129), estamos del otro lado de la angustia y en el amanecer de la esperanza. Lo hondo es para el hombre bíblico temible, incomprensible, emparentado con la muerte y el abismo. Desde esa hondura, el hombre grita; sí, grita, y su grito sube hacia el cielo. Ningún salmo termina en el desencanto, en la frustración. Sobre la noche del dolor amanece siempre la esperanza: “Mi alma aguarda al Señor, … espera en su palabra, como el centinela la aurora”. Sí, es la aurora de la resurrección. Sin la esperanza resulta imposible la oración. Seriamos existencialistas del s. XX.

Pero la esperanza, la única esperanza brota de la cruz y cruza la noche de la angustia. Sin la muerte de la víctima, el sacrificio religioso queda incompleto; solamente la total inmolación puede significar la completa dependencia de alguien respecto a la gracia de Dios. Es el caso de Cristo; su muerte, también expresa la profundidad de su amor. Él mismo se definió diciendo «que nadie tiene amor tan grande como el que da la vida por sus amigos». El modelo de la entrega total, del autosacrificio por el ser amado. Se trata de una acción que es más elocuente que cualquiera otra: «Yo soy feliz de que tú existas; yo quiero que tú existas, que seas todo lo que has pensado llegar a ser; yo quiero esto de tal manera que estaría dispuesto a dar mi vida para que esto suceda realmente», así define un filósofo moderno el amor.

Y esto es lo que la muerte de Cristo nos dice a todos: “Yo estoy feliz de que tú existas, yo quiero que tú existas, que tengas vida y una vida abundante”. Él deseó esto tan ardientemente que se entregó a sí mismo a los poderes del mal para la redención de los pecadores.  Pero al hecho de su cruz está íntimamente unido el hecho de la resurrección. La resurrección es la conclusión real del sacrificio de Cristo, y añade un elemento crucial a su incomparable amor: su incomparable poder. Como él lo había dicho, “Yo tengo poder para dar mi vida y tengo poder para tomarla de nuevo”.  La resurrección, tan misteriosa como es, es la carta de identidad de Cristo. Si él no hubiera resucitado de entre los muertos, no sería el verdadero Salvador de la humanidad porque se hubiera demostrado más débil que los poderes de las tinieblas, que introdujeron el mal, el sufrimiento y la muerte en el mundo. Pero dado que él resucitó de entre los muertos, ha demostrado que los poderes de las tinieblas no tienen poder sobre él. Este hecho fundamental es lo que funda nuestra esperanza, la única esperanza.

Pero la esperanza cuesta, hay que arriesgar, apostar. Cuando los cristianos ignoran el motivo de su existencia, se piensa que la Iglesia también lo ignora. Tal suposición es falsa. Tenemos la Escritura Santa que nos confirma en la vida y su sentido, pero gustarnos su sabor tal vez como lo decía Manes Sperber “el sabor amargo de la esperanza”, sabor a nuevos comienzos, sabor de la rebelión, de la legitimación social del pecado, de revoluciones y sistemas que engendran nuevos amos y esclavos, el sabor de la mentira y de tanto sufrimiento inútil y de tanta soledad arrepentida. Sabor a frágiles tentativas y silencios de la iglesia. Sabor de la enfermedad y neurosis universal.  El sabor amargo de tanta muerte inútil. De tanta mujer asesinada. El amargo sabor de políticos que medran con el miedo y la zozobra del pueblo. Sí, la esperanza tiene un cierto amargor. 

El cristianismo tiene la valentía de proclamar la única esperanza que no defrauda porque su fundamento es el Espíritu de Dios derramado en nuestra interioridad por el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.  Por lo tanto, esta esperanza no tiene propiamente un fundamento humano, sino la acción gratuita de Dios que redime al hombre. Y esta redención no es otra cosa más que la donación de la vida. Ante este hecho fundante, el hombre sólo puede responder aceptando humildemente el don que viene de Dios.

La época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto como resultado del progreso, de la ciencia o de la técnica, de la economía. Así, la esperanza bíblica del Reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre. Pero ésta es también la historia de los sucesivos fracasos de la humanidad. Y vemos, hoy, flagrante, este fracaso del hombre. Todo lo que se funda en solo el hombre, se derrumba.

Si el reino de Cristo no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega, entonces su reino está presente ahí donde él es aceptado, amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con la sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por naturaleza es imperfecto. (cf S.S. ´28,30). El virus pasará, el amor de Dios nunca pasará. Es más fuerte que la  muerte.