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   BAUTISMO DEL SEÑOR, C.

Is 40,1-5. 9-11; Sal 103; Tit 2,11-14; 3,4-7; Lc 3,15-16. 21-22.

Is 40,1-5. 9-11.- Resuena un grito de consuelo. A la manera de un heraldo que a mitad de la plaza grita: ¡Consolad, consolad a mi pueblo!, el gran profeta y poeta, el II Isaías, inicia el libro de la Consolación; de los Oráculos de salvación. Uno de los libros que más ha influido en el N.T. ha dicho el P. Alonso.  Es necesario que haya heraldos que repitan ese grito en nuestro mundo herido. 

En su pecado, el pueblo de Israel da signos de arrepentimiento, y recibe de Dios la promesa de la consolación: la gloria del Señor, bajo la imagen de la luz que lo envuelve todo de una manera renovadora está por manifestarse. En medio de la multitud que se acerca a las riveras del Jordán, se verá en Jesús la manifestación última de la salvación de Dios.  «Entonces se revelará la gloria del Señor y todo hombre la verá, porque la boca del Señor ha hablado». (Is.40,5)

Sal 103.- La manifestación de Dios en la naturaleza. Según  que presenta el P. Alonso, este salmo está inspirado en un modelo egipcio al Dios Sol. Después de todo, el sol es fuente de vida. (del tiempo de Akenatón). Este himno canta la grandeza de Dios en la naturaleza. En lo grandioso y en lo sencillo. El gran descubrimiento de la belleza del mundo sucede alabando a Dios.

El hombre está llamado a cantar la belleza de la obra de Dios. «El poeta celebra», decía Rilke. (ich rhume). La aparición de Dios esta presentada en imágenes grandiosas y abordables: lo inmenso parece ceñirse a Dios. Como un manto al hombre, como una tienda de campaña, como una carroza, como una escolta fiel. Esa grandiosidad de Dios se revela en la humildad y sencillez del hombre Jesús que se pone en fila con los pecadores.

 Tit 2,11-14; 3,4-7. En otro registro lingüístico, Tito nos habla de la manifestación de la bondad de Dios, Salvador nuestro, y su amor por los hombres.  La manifestación suprema del amor y bondad de Dios por los hombres es Cristo Salvador. Este amor actúa por medio del Espíritu y hace de nosotros creaturas nuevas, destinadas a la vida eterna, mediante el baño de regeneración.

Lc 3,15-16. 21-22.- El tiempo del evangelio.  Juan anuncia la buena noticia: El Mesías traerá la justicia, no a través de signos exteriores y de un caos cósmico ni con excomuniones, sino a través de signos humildes y espontáneos de un cambio de mentalidad, de vida, de una renovación del modo de pensar. Y los hombres que acogen este mensaje van donde Juan a recibir el bautismo, como inicio de conversión. Pero Jesús con aquel mismo gesto inaugura el tiempo del evangelio porque él es el primero en ser reconocido «Hijo»; después de él, todos los hombres son colocados en la misma condición: llegar a ser hijos de Dios en el Hijo.

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Este domingo iniciamos otra etapa del Año Litúrgico. El Bautismo del Señor significa la unción del Mesías que lo capacita para su misión. El mejor comentario a esta fiesta lo tenemos en el prefacio propio; en el prefacio se canta la bondad del Padre que quiso rodear el bautismo de su Hijo con signos admirables: los cielos que se abren, el Espíritu que desciende, para manifestar el misterio del baño bautismal. En la Iglesia siguen naciendo los hijos de Dios mediante el agua y el espíritu. El bautismo es el pórtico por el que entramos a la vida en el espíritu. En el bautismo de Jesús vemos el inicio de la nueva vida.

Además, mediante el bautismo de Jessús, el Padre nos revela la presencia de su Hijo en medio de nosotros; ese Hijo es ungido como el Siervo que cargará sobre sí los pecados del mundo y en cuyas llagas seremos curados; además, como se verá más adelante, en el evangelio de Lucas, es el Ungido y enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, la liberación a los cautivos, la liberación de las prisiones injustas y de los sufrimientos. Parece, según este prefacio, que estas líneas cristológicas convergentes, marcarán nuestra reflexión a lo largo del año, guiados por el evangelista Lucas.

El bautismo de Jesús (3,21-22) y el episodio de las tentaciones (4,1-13), más una apurada genealogía (3,23-28), constituyen la preparación de Jesús para su misión.

El bautismo de Jesús sólo se menciona de paso; se halla en segundo término. La proclamación divina que glorifica a Jesús ocupa el primer plano del relato. Dios se manifiesta después del bautismo, pero este hecho va precedido de una triple humillación. Jesús es uno del pueblo, uno de tantos que acude a bautizarse; se ha convertido en uno cualquiera. Jesús recibe el bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno de tantos pecadores. Ora como oran los hombres que tienen necesidad de ayuda. El bautismo de penitencia y la plegaria le preparan para la recepción del Espíritu. Pedro dice: «convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2,38). El Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lc 11,13). El Espíritu Santo es enviado y opera mientras se ora.

La triple humillación va seguida de una triple exaltación. El cielo se abre sobre Jesús; se espera que en el tiempo final se abra el cielo que hasta ahora estaba cerrado: «¡Oh, si rasgaras los cielos y bajaras, haciendo estremecer las montañas!» (Is 64,1). Jesús es el Mesías. En él viene Dios. Él mismo es el lugar de la manifestación de Dios en la tierra, el Betel, casa de Dios, del N.T. (cf. Jn 1,51), donde se abrió la puerta del cielo y Dios se hizo presente a Jacob (Gén 28,17).

El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Vino en forma corporal, en forma de paloma. Según Lucas, el acontecimiento del Jordán es un hecho que se puede observar. La paloma desempeña gran papel en el pensamiento religioso. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas cuando comenzó la obra de la creación. La imagen de esta representación la ofrecía la paloma que se posa sobre sus pichones. La voz de Dios se comparaba con el arrullo de la paloma. Si se buscaba un símbolo del alma, elemento vivificante del hombre, se recurría a la imagen de la paloma, considerada también como símbolo de sabiduría. De ahora en adelante, el Espíritu de Dios, hace en Jesús la obra mesiánica que causa nueva creación, revelación, vida y sabiduría.

Jesús, como engendrado por el Espíritu, posee el Espíritu (1,35). Lo recibirá del Padre cuando sea elevado a la diestra de Dios (Hech 2,33), y ahora lo recibe también. El Espíritu no se da a Jesús gradualmente, pero las diferentes etapas de su vida desarrollan cada vez más la posesión del Espíritu. Dios es quien determina este desarrollo. En él se posa y permanece el Espíritu. (Jn.1,32).

La voz de Dios declara a Jesús, Hijo de Dios. Como es engendrado por Dios, por eso es ya su Hijo (1,32.35). Después de su resurrección se le proclama solemnemente como tal: «Dios ha resucitado a Jesús, como ya estaba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Hech 13,33). La voz del cielo clama aplicando a Jesús este mismo salmo que canta al Mesías como rey y sacerdote. En el «hoy» de la hora de la salvación lo da Dios a la humanidad como rey y sacerdote mesiánico. A esta hora miraban los tiempos pasados, a ella volvemos nosotros los ojos.

Durante estos días hemos tenido la oportunidad de leer, en la Liturgia de las Horas, fragmentos maravillosos de los Santos Padres que comentan las solemnidades celebradas, piezas maestras de teología, homilía y pastoral. El reto es llevar el dogma a la homilía.  La lectura de San Gregorio de Nacianzo, reportada para el día 6 de enero, (No en la fiesta de Epifanía, cuando leemos el hermoso sermón de León Magno, pero dicho texto se lee también en esta fiesta), es una bella pieza de la homilética patrística. Estoy tentado a leerla íntegra como homilía el próximo domingo, si a caso con algunas observaciones para hacerla más inteligible. Es, como otras muchas de las lecturas leídas estos días, una joya teológico pastoral. «Cristo es hoy iluminado, dejemos que esa luz divina nos penetre también a nosotros. Cristo es bautizado, bajemos con él al agua, para luego subir también con él. … Honremos hoy, pues, el bautismo de Cristo y celebremos como es debido esta festividad. Procurad una limpieza de espíritu siempre en aumento. Nada agrada tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre, ya que para él tienen lugar todas estas palabras y misterios; sed como lumbreras en medio del mundo, como una fuerza vital para los demás hombres; si así lo hacéis, llegaréis a ser luces perfectas en la presencia de aquella gran luz, impregnados de sus resplandores celestiales, iluminados de un modo más claro y puro por la Trinidad, de la cual habéis recibido ahora, con menos plenitud, un único rayo proveniente de la única Divinidad, en Cristo Jesús, nuestro Señor, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».

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El bautismo de Jesús es el momento en que recibe su investidura mesiánica y comienza su obra salvadora. Para la iglesia entera esto tendrá lugar en Pentecostés, cuando la efusión del Espíritu la lance por los caminos del mundo para llevar a todos los pueblos el alegre anuncio de la salvación. Para cada uno de nosotros esto se realiza en el sacramento de la confirmación que, perfeccionando el bautismo, nos hace entrar como adultos en la comunidad eclesial y partícipes de la misión de la iglesia. Lo que ha sucedido para Jesús en el Jordán, lo que sucedió para la iglesia en Pentecostés, sucede para cada uno de nosotros cuando es derramada el agua en nuestra cabeza y cuando nuestra frente es ungida con el Santo Crisma. Estos dos sacramentos nos hacen solidarios con Cristo y miembros de la Iglesia: así nos incorporan al drama de la salvación.  Las pláticas presacramentales deberían dejar claro este objetivo que se asume en la fe y la decisión personal.