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¿Necesitaba la Iglesia una Restauración?

Los grupos restauradores creen firmemente que la Iglesia se pervirtió en el Siglo III, cuando Constantino quita la pena de muerte a los cristianos y ofrece libertad de culto. Al ocurrir esto, dicen, la iglesia adoptó enseñanzas paganas de los romanos y abandonó el evangelio de la salvación. Esto es una falacia; lo que la historia testifica, es que la Iglesia cristianizó algunas costumbres paganas. Por ejemplo, los gentiles celebraban el nacimiento del Sol el 25 de Diciembre. La Iglesia les anuncia ante esto: el verdadero Sol que ha nacido es Jesucristo, él es el Sol de Justicia, Luz para las naciones y gloria del pueblo Israel.

La Iglesia es perenne, es decir, perpetua. Durará hasta el final de los siglos. No puede, ergo, evaporarse y retornar “restaurada”. Si bien Jesús instituye a los apóstoles para ser cimiento de la Iglesia, es Jesús mismo la Piedra fundamental que sostiene este edificio espiritual (cf. Ef 2,20); esto significa que a la Iglesia la sostiene el Todopoderoso. Y si es sostenida por Dios, no puede ser destruida por poder humano alguno, ergo, es perpetua. El Señor, al dar la gran misión a su Iglesia, aseguró estar con ella perennemente, y lo ha cumplido:

 Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt 28,19-20)

Por eso, restaurar la Iglesia es una contradicción. Jesús le dijo a Pedro: “Las puertas del infierno no la vencerán” (cf. Mt 16,18). Es una promesa divina, tal como la asistencia del Espíritu Santo prometido por Jesús, Espíritu que guía siempre en la verdad:

Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir. (Jn 16,13)

Alegar que la Iglesia fracasó, equivale a decir que el Espíritu Santo no estuvo con ella siempre, como dice la escritura:

Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre  (Jn 14,16)

Si la Iglesia se pervirtió en su misión de proclamar la verdad, como afirman los restauradores, entonces la promesa de Jesús era una farsa; ergo él no es, -no puede ser- el Señor. Sin embargo, son históricamente rastreables las doctrinas de la Iglesia Primitiva y, al confrontarse con la Iglesia de hoy, la doctrina es la misma. La supuesta “perversión doctrinal” no aparece por ninguna parte sino en la avivada imaginación (distorsionada, por cierto) de los flamantes anticatólicos.

Hay, incluso, grupos que identifican la Iglesia Católica con la gran Apostasía del Apocalipsis. Eso es fanatismo. Con el mismo argumento, se puede decir que la Reforma Protestante es la gran Apostasía, porque fue la que rompió con la sana doctrina, con la unidad, con la verdad. Pero no es el caso atacarnos mutuamente por necedades. San Pablo dijo acertadamente a Timoteo: “evita las discusiones necias y estúpidas, bien sabes que generan altercados” (2 Tim 2,23).

¿Necesitaba la Iglesia una Reforma?

En el año 1517 Martín Lutero elabora las noventa y cinco tesis que instalaría en la puerta de la iglesia del Castillo de Wittenberg. Al negarse a revocar su postura, es excomulgado en 1521. Esto, unido a Juan Calvino en suiza y otros “reformadores”, marcaría la ruptura de la Iglesia a través de una corriente de protesta, es decir, del Movimiento de la Reforma Protestante.

Este movimiento del siglo XVI pretendía volver al cristianismo primitivo, reformar la doctrina “desviada” de la Iglesia y basarse sólo en la Biblia como máximo término de autoridad. Alegaron la corrupción de la Iglesia católica, y exigían una reforma.

En efecto, la Iglesia necesitaba una reforma. Muchos miembros del clero abusaban de la dignidad secular de que gozaban, especialmente por la venta de indulgencias. San Juan de Ávila, en sus Escritos Sacerdotales, expone claramente la situación pésima del clero; denuncia a los impíos, que sólo buscaban los privilegios de que gozaba el sacerdote de aquella época, para su propio beneficio, sin una verdadera vocación sacerdotal, o por lo menos cristiana. Encontramos también a Santa Teresa de Jesús, verdadera reformadora de la Iglesia y del Carmelo; San Carlos Borromeo contrareformista; el gran San Ignacio de Loyola, padre de los Jesuitas, entre otros, que fueron los renovadores reales de la Iglesia.

Cabe mencionar que, profusos escritos de San Juan de Ávila denunciando y planteando soluciones, sirvieron de base para los cánones del Concilio Tridentino (es por eso, por ejemplo, que hoy tenemos los Seminarios donde se forman los futuros sacerdotes); por tanto, la Reforma sí se dio, no en la ruptura de Martín Lutero y Juan Calvino que sólo produjo más división, sino gracias a los verdaderos y santos reformadores, desde el interior de la Iglesia, en el Sacrosanto Concilio de Trento.

paolofarianatis

Fuente:

J.R. Getsemani F.R., “Y Sobre esta Piedra…“,
Editorial Lulu. Págs. 19-22.
ISBN: 9780557089000
www.apologeticus.tk