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Admiro a las personas que, a pesar de tener enormes responsabilidades, no pierden su sentido del humor y hacen siempre agradable la vida a los demás. El papa san Juan XXIII fue uno de ellos. A pesar de tener el enorme peso de guiar a la barca de Pedro y de haber convocado a un concilio ecuménico, el papa Roncalli tenía una personalidad tan agradable y bromista que se desplazaba por el Vaticano como cualquier cura en su parroquia.
“Hay tres maneras de perder el dinero en la vida –dijo en una ocasión–: mujeres, apuestas y la agricultura. Mi padre eligió la más aburrida de las tres”. En otro momento le preguntaron que cuánta gente trabajaba en el Vaticano, a lo que respondió: “sólo la mitad”. Y cuentan que en sus primeros días como papa se despertaba durante la noche por algún problema sin resolver. Y se decía “lo hablaré con el papa”, pensando que seguía siendo cardenal. “¡Pero si yo soy el papa! –se percataba– Muy bien, entonces lo hablaré con Dios”.
San Juan XXIII y muchos otros santos vivieron cotidianamente en la alegría de la resurrección. Por supuesto que tomaban la vida muy en serio y siempre emprendían grandes proyectos por amor a Dios y a la Iglesia. No estaban exentos de problemas y dificultades pero parecía que caminaban siempre con una misteriosa presencia a su lado que les daba inmensa paz y alegría, seguridad y fortaleza.
Si algo envidio a los santos es su capacidad para ver lo que muchos no vemos. Y justamente por nuestra ceguera, solemos andar cabizbajos y sombríos. San Juan Bosco visitó un día al padre Cottolengo. “Vengo a pedirle un consejo –dijo don Bosco–: ¿qué remedio debo dar a las personas que vienen a contar que están aburridas de la vida, desesperadas y llenas de mal genio por la pobreza, por las enfermedades o por el mal trato que les dan los demás?” Respondió Cottolengo: “El mal de aburrimiento y de la desesperación es el mal moderno más común de todos. Para combatirlo, nos ha mandado Dios un gran remedio siempre antiguo y siempre nuevo: pensar en el cielo que nos espera. No olvides nunca que: un pedacito de cielo lo arregla todo”.
Llegaban al despacho de san Juan Bosco personas malgeniadas, que no saludaban a nadie, personas sumidas en la depresión, y el padre Bosco les hablaba de cómo hay que vivir resucitados, con la alegría del cielo que nos espera en poco tiempo, y aquellas personas cambiaban el semblante y parecían renacer.
Nosotros tenemos el Cielo a nuestro lado, pero como Cleofas, caminamos hacia Emaús con el rostro triste y reducimos la vida a una melancólica letanía de lamentos. Estoy de acuerdo que unos padres de familia se pongan tristes porque su hijo perdió el año escolar por malas calificaciones; o que una madre sufra de tristeza porque su hija se fugó con un vagabundo; o que un joven se sienta deprimido porque su novia lo abandonó por irse con su mejor amigo. ¡Bah! Cualquiera se entristece por estas cosas.
Pero aquí hablamos de los Cleofas que viven en un permanente desgaste nervioso por cosas que no valen la pena; personas que se han vuelto irritables y malgeniadas, que son desconsiderados y ofensivos con el prójimo. Hay quienes un día le pusieron un cerco de alambre de púas a su corazón por una ofensa que sufrieron y decidieron vivir resentidas con la vida sintiendo disgusto por todo. Se curaron contra la alegría y se les cerraron los ojos del alma.

¡Ah! Si fuéramos un poco más humildes, nuestros ojos volverían a ver. Cuando el desánimo toca la sima puede ser el momento para que suceda el milagro. Sólo tenemos que aprender a decir “¡Quédate con nosotros, Señor, porque ya es tarde y el día declina!” Que nadie se desanime en el dolor o el fracaso, porque es en la bancarrota cuando podemos comenzar a sentir la necesidad de ‘Alguien’ que venga a darnos un salvavidas, como Jesús lo hizo con los discípulos en el camino de Emaús.