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Ge. 18,20-32; Sal. 137; 1Col.2,12-14, Lc. 11,1-13

 

El cristiano que no ora

le da la razón a los ateos.

(K. Rahner).

 

1.- La oración. El tema de este domingo es la oración. Se trata de un tema muy querido para Lucas. Los evangelios, y Lucas en especial, nos muestran a Jesús que hace oración siempre, sobre todo en los momentos decisivos; que busca el silencio de la noche o los lugares solitarios para hacer oración, para platicar con su Padre. Jesús está siempre en oración. Es un tema, pues, de primera importancia en la vida cristiana.  “La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios” (S. Agustín. Serm 56, 6, 9).   “La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él”.  (S. Agustín, quaest. 64, 4).

 

Oración de intercesión. Existen diversas formas de oración: la bendición y la adoración; la oración de petición y la de intercesión, la oración de acción de gracias y la de alabanza. La 1ª lectura de hoy es una hermosa oración de intercesión. En sus catequesis sobre la oración, BXVI dedicó una bella reflexión sobre esta oración de Abraham, como un bello ejemplo de oración.

 

La oración, signo de intimidad. Vemos en la primera lectura “al Padre de los creyentes, Abrahán, que aparece envuelto siempre en un clima de intimidad dialogante con el Señor, como una consecuencia de su vocación y de la Alianza. El relato de su oración intercesora, en el encinar de Mambré, y ante el desastre inminente de las ciudades malditas, es de un realismo catequético encantador.

 

La intimidad se echa de ver en el diálogo; luego que los hombres que él había agasajado en su tienda se levantaron y se dirigieron a Sodoma, el Señor dijo: No puedo ocultarle a Abrahán lo que voy a hacer. La denuncia contra Sodoma y Gomorra es seria y su pecado es gravísimo, dice la Escritura. La sentencia está dictada, esas cinco ciudades dominadas por gravísimos desordenes sexuales van a ser destruidas y el señor no quiere ocultarle a Abrahán su decisión. En este contexto tiene lugar la enternecedora intercesión de Abrahán en la búsqueda de un solo justo. “Cuando termino de hablar con Abrahán, el Señor se marchó y Abrahán volvió a su lugar, termina el relato. Ya no quedaba nada por hacer.

 

Oremos también nosotros, y mucho e insistentemente, por nuestra ciudad, por nuestra sociedad, por las familias, por nuestros jóvenes y niños; el Señor, sin duda, nos escucha. El Cat. de la Iglesia dice al respecto:       La intercesión es una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús. El es el único intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, de los pecadores en particular (cf Rm 8, 34; 1 Jn 2, 1; 1 Tm 2. 5-8). Es capaz de “salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). El propio Espíritu Santo “intercede por nosotros… y su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27). ( 2634).

 

Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino el de los demás” (Flp 2, 4), hasta rogar por los que le hacen mal (recuérdese a Esteban rogando por sus verdugos, como Jesús: cf Hch 7, 60; Lc 23, 28. 34). (2635).

 

         Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente esta forma de participación (cf Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2 Co 9, 14). El Apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf Ef 6, 18-20; Col 4, 3-4; 1 Ts 5, 25); él intercede también por ellas (cf 2 Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce fronteras: “por todos los hombres, por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2, 1), por los perseguidores (cf Rm 12, 14), por la salvación de los que rechazan el Evangelio (cf Rm 10, 1). (2636)

 

Sal 137. El salmo de hoy es un canto de acción de gracias, que concluye en súplica confiada. El salmo expresa ese punto que define y articula el movimiento de la gracia: Acción de gracias por la gracia recibida – reposo, conclusión -, súplica confiada de gracia continuada – comienzo, dinamismo -. Así es fácil transponer el salmo a nuestra eucaristía: En la que nos volvemos a Dios para darle gracias dignamente, y recibimos de Dios toda gracia. Con frecuencia leemos en la oración sobre las ofrendas o en la oración después de la comunión esa idea: te ofrecemos de tus propios dones, ….. Tú nos has devuelto, convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los dones que te ofrecimos ….. Para que seamos dignos de seguir recibiéndolos…., etc.

 

Gal.2,12-14. La fe está a meced de todas las falsificaciones posibles; existe el riesgo de convertirla en una ideología, en una moral o en una religión. Puede, incluso, hacer del bautismo algo como la circuncisión en el judaísmo; se convierte entonces en un rito, en una selección que separa a unos de otros y pone a algunos en una posición privilegiada. Al contrario, el bautismo es la inmersión total la existencia humana en las aguas bautismales, es ser co-muertos, co-sepultados y co-resucitados con Cristo. (en griego si se usa ese prefijo: “syn”.). De hecho, nacemos de la muerte. Ser bautizado quiere decir seguir a Cristo en su abandono a la muerte, en su fe en un Dios que es capaz de revelar la destrucción de la muerte y del mal. No se trata de ponerse al resguardo de modo casi mágico de los avatares de la vida, sino de apoyar la entera existencia nuestra en la fe de Cristo Jesús, entregándonos al amor y al perdón de Dios.

 

El Padre nuestro.

Alois Stöger inicia su comentario a este pasaje diciendo: “Por lo regular ora Jesús en la soledad, en un monte, (6,12; 9,28.29), separado de sus discípulos (9,18). No se nos dice cuándo y dónde oró Jesús en el caso presente; la mirada no debe distraerse de lo esencial: la doctrina sobre la oración.

 

Juan Bautista había enseñado a orar a sus discípulos. La oración había de corresponder a la novedad de su predicación, había de ser un distintivo que uniera a sus discípulos entre sí y los separara de los demás. También los discípulos de Jesús quieren poseer una oración que fluya de la proclamación del Reino de Dios y esté marcada por el hecho salvífico, cuyos testigos han venido a ser ellos. La palabra de Jesús abría nuevas perspectivas, creaba nuevas esperanzas, anunciaba una nueva ley.  La oración, ¿No deberá también transformarlo todo como la palabra? Papa francisco la llama “el factor decisivo”. La oración es la expresión de la fe, de la esperanza, de la caridad, de la auténtica vida religiosa”.

 

El relato tiene cuatro momentos: 1.- Jesús orando. 2.- Los discípulos que desean aprender a orar. 3.- Jesús, en respuesta, les enseña el Padre Nuestro, y 4.- les muestra las características de la oración, la perseverancia y la confianza, enfatizadas con ejemplos tomados de la vida cotidiana y familiar que hace más digerible la enseñanza. Y yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y encontraran, llamen y se les abrirá. Debemos orar con la confianza que el Padre nos concederá lo que le pidamos y debemos hacerlo con insistencia, “mi Padre les concederá lo que le pidan en mi nombre (Jn. 16,24); Si ustedes, con lo malo que son, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más su Padre Celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan. En estas parábolas aparecen el amigo en una y el padre de familia en otra, que saben servir al amigo o dar cosas buenas a sus hijos, (el Espíritu Santo)

 

Heinz Schürmann, en su incomparable comentario al Padre Nuestro, escribe: el anuncio de Jesús ha de esclarecer el Padre Nuestro, y el Padre Nuestro es la clave para comprender el anuncio de Jesús.

 

-El anuncio de Jesús ha de esclarecer el Padre Nuestro: así suena nuestro principio interpretativo fundamental. En efecto, solo el que permite que su vida sea determinada por la palabra de Jesús podrá comprender la oración de Jesús. ¿Y quién podrá recitar verdaderamente la oración de Jesús? Ciertamente solo aquel que haya hecho íntimamente propias las exigencias centrales de Jesús, que haya oído antes el anunció de Jesús y que haya sido atrapado por él a tal punto que ahora en adelante ese anuncio determine su pensamiento y sus deseos.

 

Resulta claro que el Padre Nuestro es una oración para los apóstoles, dada en primer lugar y sobre todo a aquellos que han dejado casa, familia y profesión y se han puesto al seguimiento de Jesús sin ninguna reserva (9,57-62), para escuchar día a día su palabra y dejarse enviar por él a predicar (cf. Mc. 3,14), que por lo tanto «buscan» el Reino de Dios con toda su vida (Lc-12,31) y han hecho de él el valor absoluto de su vida. En nuestros días, por lo tanto, podrán rezarlo solo aquellos que se esfuerzan en llevar una vida como aquella de los primeros apóstoles en el seguimiento de Jesús, a ejemplo de María, la hermana de Marta, que “ha elegido lo mejor y no le será quitado”. No digamos de María, la madre de Jesús.

 

-El Padre nuestro es la clave del anuncio de Jesús. Porque si queremos conocer los más caros deseos, los intereses más centrales de un hombre y cuánto más santamente lleva en su corazón, debemos poder conocer su oración. Así, pues, si queremos conocer los verdaderos deseos y las últimas intenciones de Jesús, lo mejor es fijarnos atentamente en su oración: esta nos lo revelará más que el anuncio mismo. Pero, si queremos aprender de la oración de Jesús, se nos ofrecen no solo algunas breves indicaciones, sino, sobre todo, la oración central: el Padre Nuestro. (Das Gebet des Herr).

 

Este autor comenta así la expresión “Padre”. La enseñanza de Jesús sobre la oración nos indica, en primer lugar, cómo debemos dirigirnos a Dios: podemos llamarlo ¡Padre! La cosa no es tan obvia, por el contrario, es necesaria una particular autorización y ánimo de parte de Jesús para usar este vocativo familiar y confidencial, como lo veremos.

Este vocativo es el “alma” de la oración y de cada una de las peticiones; ante de cada una, ese vocativo viene repensado y retomado. …. Este vocativo es sorprendente y – si lo comparamos con la oración judía o de todas las otras religiones, incluso, y también de nuestras oraciones litúrgicas -, es verdaderamente insólito. Aquí no se cita un nombre o un atributo de Dios; aquí nos dirigimos a alguien, para quien ser padre, es la más íntima expresión; más que una cualidad entre tantas. Es más, en la lengua materna de Jesús, el término usado es Abba, como nos lo demuestra el pasaje de Mc. 14,36: “Abba, Padre, todo es posible para ti”. Igual Pablo que muchas ocasiones, como en Ga. 4,6, se refiere a Dios como Abba. El término, lo sabemos, es un diminutivo amoroso de Padre. El judaísmo jamás osó dirigirse a Dios con ese término.

 

¿Qué es la oración? Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría (S. Teresita del Niño Jesús). (2558).

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

Cuando recéis, decid: «Padre». La oración pone de manifiesto la identidad de Dios y del hombre. Cuando se trata de precisar nuestra fe, no basta con decir que creemos en un solo Dios: nosotros creemos en un Dios que es Padre. Con esto decimos que Dios es una persona concreta con relaciones concretas, y el hecho de llamarle «Padre» expresa nuestra relación de hijos, una relación viva, un diálogo constante. Hay preguntas, el hijo tiene muchos interrogantes que esperan una revelación del Padre. La oración es la más auténtica verificación de nuestra fe, es la garantía que nos protege de la idolatría de los conceptos, del activismo y de las imaginaciones. La oración al Padre, en efecto, depende de nuestro sentir como hijos y, por lo tanto, como hermanos. Jesús es muy claro cuando dice: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es posible decir «Padre nuestro» si vivimos como hermanos. Si no se es hermano, no se es hijo.

 

. Excurus. El don de piedad.

Oh Espíritu Santo, Espíritu de piedad, ven y ora conmigo; ven y guía mis relaciones filiales con el Padre celestial. Dame el don de piedad.

 

Nuestras relaciones con Dios son esencialmente filiales, llenas de esperanza y confianza, porque nosotros no somos, ya, extranjeros sino familia de Dios (Ef 2,19): pertenecemos a la familia de Dios. Nuestra oración, por lo tanto, tiene que expresar los sentimientos de un niño feliz que goza hablando corazón a corazón con su Padre, y puede arrojarse en sus brazos en completo abandono. Desafortunadamente, nosotros somos pobres pecadores, y el reconocimiento de nuestra debilidad y la falta de fe puede paralizar el afecto filial, causando un cierto temor que se despierta en nuestras almas, un temor que a veces pone espontáneamente en nuestros labios la súplica de Pedro: “Apártate de mí Señor, que soy un pecador”. (Lc 5,8).

 

Esto sucede especialmente cuando el alma atraviesa periodos oscuros de lucha, tentaciones y dificultades, todo lo cual nos lleva a la agitación, a la confusión, impidiendo, a pesar de nuestros esfuerzos, poner confiadamente nuestro corazón y todas nuestras  preocupaciones en Dios. De repente, un día, durante la oración, el alma se concentra bajo la influencia de una nueva luz que echa fuera el miedo, no un nuevo pensamiento, sino una íntima realización de una verdad no experimentada antes: «Dios es mi Padre, yo soy su hijo». Esta es el efecto del “don de piedad” puesto en movimiento por el Espíritu Santo. San Pablo, hablando a los primeros cristianos, les decía: “ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los haga temer de nuevo; ustedes han recibido un espíritu de adopción por el cual gritamos ¡Abba!, ¡Padre!” Porque este mismo espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que nosotros somos hijos de Dios (Rm 8,15-16). Por lo tanto, es el Espíritu Santo que infunde en nuestras almas este fuerte sentimiento de piedad filial, de plena confianza en el Padre celestial; es más, Él mismo, con gemidos inenarrables murmura dentro de nuestra alma: “Padre”. “Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones que clama: Abba, Padre” (Gal 4,6). De esta manera el alma se siente transformada y las relaciones con Dios llegan a ser filiales.

 

La oración interior es una conversación íntima del alma con Dios. S. Teresa que sabía mucho al respecto, dice “que no es otra cosa la oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Pero ¿quién enseña al hombre tan ordinario y tan pegado a la tierra, la delicadeza requerida para conversar íntimamente con el Rey de cielo y tierra? Esto no lo encontraremos en ningún ritual ni ningún devocionario es capaz de regular las relaciones íntimas de amistad entre el creador y su criatura. Pero hay un maestro, cuya habilidad está proporcionada a esta meta y cuya instrucción está al alcance de toda alma cristiana.

 

Este maestro es el Espíritu Santo. “El Espíritu Santo también viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Rm 8,26). Esta es una verdad consoladora para el alma que siente su debilidad, su falta de capacidad para tratar con Dios, su necesidad de una oración que esté completamente adecuada a la soberana majestad, de infinita trascendencia del Altísimo. Así es como el Espíritu Santo combina en el alma sentimientos de plena confianza y de profunda adoración, de una amistad amorosa y de un reconocimiento de la suprema gratuidad de Dios. El Espíritu repite dentro de nosotros: “Padre”. Incluso cuando nos encontramos en un estado de aridez, cuando nuestro corazón esta frio y nuestra mente en tinieblas, el Espíritu Santo está orando dentro de nosotros y nosotros podemos ofrecer su plegaria a Dios – oración que es la más segura y la más preciosa, la oración que seguramente será escuchada porque el Espíritu Santo no puede inspirar sentimientos y deseos contrarios a la voluntad divina, porque “El ora por nosotros de acuerdo con Dios” (Cf. Rm 8,27). ¡Padre Nuestro!