[ A+ ] /[ A- ]

Esta incorregible raza
humana.
(Dostoievski).

Al inicio de semana, el presidente dijo a propósito de la detención de los unos asesinos presuntos que ‘no basta con detener a los culpables; es necesario ir a las causas profundas; fortalecer el alma, el espíritu. Es necesario ser más humanos, más fraternos’, palabras más, palabras menos. No se lo proponía, pero trazó un buen programa cuaresmal. Las causas profundas de tanto mal, de tanto sufrimiento, desarmonía, inestabilidad, incertidumbre, ¿dónde residen? Las nuevas estructuras sociales creadas por el hombre, tecnología incluida, ¿han logrado una humanidad mejor? Sin embargo, la reversión de tal situación no será el resultado de un simple voluntarismo. Necesitamos la Cuaresma. 

Pero ¿qué es la cuaresma (= C.)? Ni el cristianismo ni la C. son un ejercicio de autoperfeccionamiento narcisista, una aristocracia espiritual, sino una configuración mayor, cada vez, a Cristo servidor, un ir participando de su muerte para participar a fin de su resurrección. Un dejarnos reconciliar con Dios. El Nvo. La C. no es un residuo arqueológico de prácticas ascéticas de otros tiempos, sino el tiempo de una experiencia más sentida de la participación en el misterio pascual de Cristo: “padecemos juntamente con él, para ser también juntamente glorificados” (Rom. 8,17). Esta es la ley de la cuaresma. La C. es un camino que desemboca en el acontecimiento pascual. De aquí su carácter sacramental: es un tiempo en el que Cristo purifica a su esposa, la iglesia (cf. Ef. 5,25-27). El acento se pone, pues, no tanto en las prácticas ascéticas cuanto en la acción purificadora y santificadora del Señor porque el Reino no es comida ni bebida. Las obras penitenciales en las que vamos muriendo a nuestro egoísmo, son el signo de la participación en el misterio de Cristo, que hizo penitencia por nosotros ayunando en el desierto. La iglesia, al comenzar el camino cuaresmal, tiene conciencia de que el Señor mismo da eficacia a la penitencia de sus fieles, por lo que esta penitencia adquiere el valor de acción litúrgica. La institución cuaresmal sigue siendo, pues, necesaria en la iglesia para hacer de ella una comunidad contrastante; es un tiempo propicio para meditar y orar en nuestro silencio interior, para prepararnos a celebrar la pascua, donde nacimos como pueblo nuevo de Dios. Es un tiempo de conversión.

Siempre me han fascinado las palabras de S. León Magno, papa, a mediados del año 400, que definen el espíritu de la C. “Junto al razonable y santo ayuno, nada más provechoso que la limosna, denominación que incluye una extensa gama de obras de misericordia, de modo que todos los fieles son capaces de practicarla, por diversas que sean sus posibilidades. En efecto, con relación al amor que debemos a Dios y a los hombres, siempre está en nuestras manos la buena voluntad, que ningún obstáculo puede impedir. Las obras de misericordia son variadísimas, y así todos los cristianos que lo son de verdad, tanto si son ricos como si son pobres, tienen ocasión de practicarlas a la medida de sus posibilidades; y aunque no todos puedan ser iguales en la cantidad de lo que dan, todos pueden serlo en su buena disposición. Por tanto, amados hermanos, lo que cada cristiano ha de hacer en todo tiempo, ahora en C. debemos hacerlo con más intensidad y entrega, para que así la institución apostólica de esta cuarentena de días logre su objetivo mediante nuestro ayuno, el cual ha de consistir mucho más en la privación de nuestros vicios que en la de los alimentos”.

La C. es también una lucha contra el mal en todas sus formas. B. XVI, escribe a propósito: “¿Qué significa «entrar en la Cuaresma»? Significa comenzar un tiempo de particular compromiso en el combate espiritual que nos opone al mal presente en el mundo, en cada uno de nosotros y a nuestro alrededor. Quiere decir mirar al mal cara a cara y disponerse a luchar contra sus efectos, sobre todo contra sus causas, hasta la causa última, que es Satanás”.

Significa no descargar el problema del mal sobre los demás, sobre la sociedad, o sobre Dios, sino que hay que reconocer las propias responsabilidades y asumirlas conscientemente. En este sentido, resuena entre los cristianos con particular urgencia la invitación de Jesús a cargar cada uno con su propia «cruz» y a seguirle con humildad y confianza (Cf. Mateo 16, 24).

La «cruz», por más pesada que sea, no es sinónimo de desventura, de una desgracia que haya que evitar lo más posible, sino una oportunidad para seguir a Jesús y de este modo alcanzar la fuerza en la lucha contra el pecado y el mal. Entrar en la C. significa, por tanto, renovar la decisión personal y comunitaria de afrontar el mal junto a Cristo. La Cruz es el único camino que lleva a la victoria del amor sobre el odio, de la generosidad sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia. Desde esta perspectiva, la C. es verdaderamente una ocasión de intenso compromiso ascético y espiritual fundamentado sobre la gracia de Cristo”. ¿Cuál es nuestra precepción de la humanidad y, por lo tanto, de nosotros mismos, hoy?

“La humanidad parece hoy más cerca que nunca, escribía Fromm, de la realización de algunas de las más caras y antiguas aspiraciones. Los descubrimientos científicos y técnicos nos hacen entrever el día en que la mesa estará llena y disponible para el que tenga hambre, y la humanidad, no dividida ya en grupos, constituirá finalmente la comunidad única”. Pero, a renglón seguido, dirige la lupa hacia la realidad del hombre moderno: “Pero en cambio, si nos detenemos para mirarnos a nosotros mismos, ¿Nos hemos, acaso, acercado, aunque sea poco a la realización de aquél otro sueño de la humanidad, el de la perfección interior del hombre? ¿Cómo estamos hoy en lo que respecta al amor al prójimo, en el sentido de justicia, «en la pasión por la verdad», en suma, en todo aquello que podría hacer de nosotros verdaderamente lo que somos en potencia, «una imagen de Dios»?”

 Y añade, “Nuestra vida no se desenvuelve bajo el signo de la fraternidad, de la felicidad, de la paz espiritual, por el contrario, se trata de un verdadero caos del espíritu, de un estado de incertidumbre muy semejante a una forma de locura: no se trata de la locura histérica del Medioevo, sino más bien de una especie de esquizofrenia, en la cual el contacto con la realidad íntima se ha perdido y se verifica una ruptura entre los pensamientos y los afectos”. (Psychoanalysis and Religion. (Yale U. Press. 1950). La intuición de Fromm nos enseña mucho. Pero hay que ir más allá.

Las cusas profundas de tal estado de cosas habrá que buscarlas en la negativa del hombre, en su penuria espiritual. Cuando el presidente llama a cuidar el alma, el espíritu, la humanidad y la fraternidad, tal vez sin saberlo, cita a Camus que denunciaba la ‘desnudez espiritual de nuestro tiempo’. Sólo cuando el hombre es capaz de acoger el don de la paz que Dios nos ha ofrecido en Jesucristo, nos ponemos en camino para realizar la paz social, la paz política, la paz en nuestras familias. La paz en nuestro corazón.

 Sólo desde esta perspectiva podemos encarar con esperanza el terrible fenómeno de la violencia. La raíz de la violencia está, de hecho, en la libertad capaz de erigirse de nuevo como negadora y absoluta. Y la violencia llama a la violencia; engendra siempre una espiral. Y debemos superar la trampa mental de considerar la violencia solo como noticia; la violencia es un fenómeno mucho más amplio y más profundo, es una enfermedad. Hunde sus raíces en el propio corazón humano y se manifiesta de mil formas en la sociedad, desde la negación del Estado de Derecho, en la cultura de la ilegalidad, hasta las guerras unilateralmente decididas. Mucho nos queda por meditar sobre la violencia en la política.

Es la religión y no la Ética sola, la que reconoce el pecado, es decir, reconoce desviaciones tan radicales de la libertad que ya no son una simple lesión al derecho de otro hombre, sino rebelión contra el principio mismo del ser de la libertad: la libertad embriagada de sí misma, imponiéndose de pronto por encima de todo, incapaz de escuchar otra voz que no sea la de su soberbia. El hombre que ha hecho la opción por la violencia herirá y aplastará en su camino las libertades humanas encontradas, ignorará los derechos y exigencias propias, acumulará las lesiones y la violencia. Pecado de hombre a hombre, el asesinato, la ejecución, y, al mismo tiempo, pecado contra Dios. He aquí lo terrible de la violencia en cualquiera de sus formas. Y para ello, sólo nos queda la fuerza del espíritu que sacaremos de nuestra fe religiosa esclarecida.

Por ello, la C. sigue siendo necesaria para todos a fin de oxigenar el alma, alimentar el espíritu y ser más humanos y más fraternos.