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La Comunión de los Santos

“No el hecho de la muerte y su espantosa frecuencia estadística sino la certidumbre de la muerte, como destino propio y de todos nuestros semejantes, conocidos o desconocidos, odiados o amados…. esa certeza universal es la que nos convierte en humanos”, afirma F. Savater. Cuando se presume que está lejos, se es teórico, pero cuando la vemos a los pies de nuestra cama, como en el filme Macario, o nos muerde llevándose a los que amamos, nos muestra su verdadero rostro. La cita de Savater es incontestable, pero a la muerte del amor de su vida, su esposa, él se desploma. Sí, presumiéndola lejos es una cosa, cerca es otra. El hombre ve confluir en ella todos los fracasos, todas las obscuridades, todos los males que forman la heredad de nuestra condición humana.

¿Qué insólito se torna, entonces, el mensaje central del cristianismo cuya afirmación nuclear es que la muerte ha sido aniquilada por la victoria de la vida en Cristo resucitado? La iglesia reza con su dogma: “Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad; y deshecha esta morada terrenal en la que habitamos, se nos prepara una mansión eterna en el cielo. Para tus fieles, Señor, la vida se transforma, no se acaba”. Tal es la virtud teologal de la esperanza. La audacia del cristianismo es humanamente desproporcionada. “Si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos. Así es que, tanto en la vida como en la muerte somos del Señor”, dice Pablo a la decadente civilización grecoromana. Tal es la virtud teologal de la fe.

Jesus mismo dice que para Dios todos están vivos porque él no es un Dios de muertos, sino de vivos; entonces, un día de los días, nos reuniremos con los que nos ha precedido en el camino de la fe. Ellos están vivos y mediante la oración nos unimos a ellos y ellos con su intercesión se unen a nosotros que aún vamos haciendo el camino. A esto se llama La comunión de los Santos; comunión de los hermanos en las cosas santas. Y qué más consolador para los condenados a muerte.

Día de muertos. La Liturgia católica ha instituido este día para consagrarlo a la oración por los fieles difuntos, para fortalecer nuestra comunión con ellos; para declarar su derrota definitiva según escribe el Apóstol: “Cuando nuestro ser corruptible se revista de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la escritura: la muerte ha sido devorada por la victoria. Muerte, ¿dónde está tu victoria?, ¿dónde esta, muerte, tu aguijón?”. No se trata, pues, según la liturgia católica, de un mero dato de cultura o de estériles remembranzas que nada compensan ni de imaginación colectiva, sino de la consideración seria del problema fundamental que, quiérase o no, sépase o no, preocupa y entristese al hombre; después de todo, ¿cuál es el problema más importante de la vida, sino el de la muerte?

Vida y muerte. La oposición entre la vida y la muerte no se identifica con la oposición entre la vida presente y la vida ulterior a eso que llamamos muerte. Todo ésto pertenece a un mismo orden de realidad que es la muerte. Porque la muerte no es la separación del alma y del cuerpo, sino la separación del hombre y Dios; el hombre muere, experimenta la segunda y definitiva muerte cuando se separa de Dios. Escribe J. Daniélou que “la carne” no es el cuerpo; “la carne es el hombre entero en su alma y en su cuerpo, en estado de miseria. Y esta miseria es la condición del hombre dejado a sí mismo, a merced de su caducidad, abandonado de la energía de Dios; ese estado es la muerte del alma, privado de las energías de la gracia, y es la muerte del cuerpo que es la mortalidad misma”. Ante esta condición terrible, el hombre se ha revelado siempre y con razón la considera la mayor de las condenas; y desde los tiempos más remotos registrados hasta nuestros días, el hombre sigue luchando desesperadamente por sobreponerse a ella. Pero la “Pallida mors” (Horacio), pálida muerte, ahí está; se ríe de nosotros y de nuestra cultura que le ha levantado el más grande monumento creando la “cultura de la muerte”, o sea, el culto a la muerte y el miedo a la vida.

Una vida muerta. En cuanto es una vida destinada a la muerte, la vida nuestra es una vida muerta. Y, si se trata de sobrevivir, si esa sobrevivencia es sólo una prolongación de esta vida muerta, nada más parecido a la definición de infierno. Yo no creo en la resurrección, afirmaba el joven estudiante J. V., porque no me resigno a la idea de tener que rasurarme por toda una eternidad. Se trataría tan sólo de una simple prolongación de la muerte; una vida como ésta que tenemos hoy, que se prolongara indefinidamente, ¿qué sentido tendría? Bien lo intuyó y escribió S. Agustín al decir: “viva será mi vida llena de ti”. (Conf,10). Sin Dios, nuestra vida no es, en realidad una vida muerta. Somos sombies. Y los más vigorosos pensadores de la Iglesia de los primeros siglos, se atrevían a afirmar que la muerte era una invención de la misericordia de Dios para evitar la «inmortalidad de la muerte».

La revelación. Lo que el cristianismo afirma al respecto no es una explicación humana, una intentona para superar el absurdo; más bien es una revelación, algo que nos ha sido “manifestado”. Humanamente el absurdo es insuperable. No es, como unos se imaginan, la proyección de nuestras aspiraciones frustradas de antemano, en un cielo fantástico que nos devolvería lo perdido; no se trata tampoco de fáciles compensaciones ante el enigma total. Todo lo contrario, nos revela a nosotros mismos lo que no sabíamos que éramos. Nos introduce en una dimensión nueva de la existencia. Así ocurre de un modo muy especial con la resurrección. No es una cierta concepción de la supervivencia en que se expresaría la aspiración de los hombres a la inmortalidad como la reencarnación o el animismo, transmigración y cosas de esas. Tampoco se refiere a lo que llamamos la vida ni a lo que llamamos la muerte. Lo que hace es revelarnos qué es la verdadera muerte y qué es la verdadera vida. Y en esto Pascal tenía mucha razón cuando afirmaba: “Fuera de Jesucristo no sabemos que es la muerte, ni qué es la vida, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros”.

La verdadera vida está en otra parte, dice Jean Danielou, la verdadera vida es la del hombre entero, cuerpo y alma, cuando es sustraído a la corruptibilidad de la existencia biológica y transformado por las energías divinas que le comunican la incorruptibilidad. Esta vida es la que Pablo llama “vida espiritual” en oposición a la “vida carnal”. El hombre es espíritu en su alma, cuando ésta queda sustraída a la vanidad de pensamientos y sentimientos puramente naturales y se reviste de hábitos divinos que se llaman fe, esperanza y caridad. El hombre es espíritu en su cuerpo, cuando el poder del espíritu, tomando su carne frágil, la sustrae a la miseria y le comunica misteriosamente la incorruptibilidad. Esta vida, sustraída a la corrupción de la materia y a la miseria y a la vanidad, es la vida que brilla, ahora, para nuestros seres queridos y amigos entrañables que han partido ya.

Esto es lo que celebramos; celebramos la esperanza, no celebramos la muerte pues, sino la Vida en la que por la misericordia de Dios están los que nos han precedido con el signo de la fe. Y esperamos, llegado el momento, participar nosotros junto con ellos en Cristo.

El folclore tiene se lugar y su sentido. En fin de cuentas la comida y la música ante la tumba, y el pan de muerto y el cempasúchil, igual el hecho de la liturgia tenga tres formularios distintos para el día de muertos, revela que la muerte es muy importante y que no la aceptamos así como así. Se trata del mal más grande.

Circula en las fatídicas redes una entrevista hecha a pie de tumba. La hermosa viejecita, con sus lentes gruesos, ya opacos y destartalados por el tiempo, su cara llena de arrugas venerables y sentada en un banquito al pie de la tumba que ha llenado de flores y colmado de platillos. El entrevistador le acerca el micrófono y le pregunta qué hace ahí. Aquí vengo a visitar a mi marido y a m’hijo, y da los nombres respectivos. Y como eran. Ande, si eran unos borrachotes. Y qué es lo recuerda de ellos. Ma’ pos qué quiere que recuerde, q’eran una bola de c.

Me he reído con ganas porque a la viejecita hermosa le salen del fondo del alma sus palabras. Y es que también por los borrachotes y por los c. hay que rezar. ¡Faltaba más! Nunca faltará una madre que lo haga. Y la iglesia es una madre.