[ A+ ] /[ A- ]

“Sin mañaneras de por medio y con la mitad de la comentocracia en exilio mediático obligado por los días de descanso, los lectores más politizados corren el riesgo de sufrir síndrome de abstinencia”, (Z. Patterson); podemos superar el síndrome pensando (es mucho decir) en otros temas generalmente olvidados. Sugiero éste. 

Junto al tema de la vida, la paz ocupa un lugar central en el mensaje de Jesús. El saludo del Resucitado será siempre: «Paz a vosotros», una paz “que el mundo no puede darnos y tampoco quitarnos”, esa paz que suprime el miedo, la incertidumbre y mitiga la duda. De esta manera es posible orientar la existencia. La experiencia de una desorientación existencial resulta desastrosa para el ser humano; se corre el peligro de girar siempre en redondo y de retornar desconcertados al punto de donde habíamos partido. No hay avance. Esta desorientación puede alcanzar, incluso, a toda una civilización, a toda una cultura. A nuestro Presidente le viene bien un período de silencio y meditación en esa finca tan hermosa, allá en Chiapas. 

Jesús resucitado da la paz a sus apóstoles. Con su victoria sobre la muerte ha traído la paz al mundo. Es difícil imaginarse la paz que Dios nos da. D. Bonhoeffer se fija en algunas imágenes: «Conocéis la paz de un niño adormecido, también la que experimenta un hombre en sí mismo cuando encuentra a la mujer amada; conocéis la paz que reposa en ciertos rostros maduros a la hora de la muerte; de la paz del sol vespertino, de la noche que lo cubre todo y de las estrellas perennes…» Pero todo ello, afirma este malogrado teólogo luterano, hay que tomarlo «como signo caduco, como símbolo pobre de lo que puede ser la paz de Dios». La paz del alma, lo más valioso que podemos tener, “la regala sólo Dios”. (Bonhoeffer fue ahorcado el 9 de abril de 1945 en el lager de Flössenbürg, implicado en el atentado contra Hitler; en aquel momento la paz había sido liquidada y por ello la vida de los hombres). 

También sabemos que nuestras agitaciones y ansiedades aumentan cuando vivimos en la inseguridad. Nos pasa cuando, en un vuelo, el aparato atraviesa turbulencias, o ante un procedimiento médico cuyos resultados ignoramos. En el espacio vital hay una turbación que no pocas veces se resuelve en la precipitación, en la ansiedad, en la desconfianza; y también en el pecado. Los discípulos – nos dice el evangelio – estaban encerrados, con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. La falta de paz también es paralizante. ¡Cuántos conocidos nuestros ha preferido un encierro aislante, la soledad perturbadora que tiene consecuencias funestas! 

S. Ramírez ha escrito que “En Japón el Gobierno ha creado un ministerio de la Soledad ante el crecimiento del número de suicidios a raíz de la pandemia. Pero, obviamente, el virus de la soledad ha estado en el aire que se respira en las grandes ciudades desde mucho antes; en 2018 se había establecido ya otro ministerio de la Soledad en Reino Unido, cuando nueve millones de personas declararon sentirse solas.

La lección del virus: el vínculo social importa. En España, un estudio reciente de la Universidad Pontificia Comillas deja ver que la soledad ha aumentado en un 50%. Y 11% de los encuestados confiesa sentir “soledad grave”, mientras solo el 5% declara que ya tenía ese sentimiento desde antes de la pandemia”. 

El texto de Juan presenta, en un primer momento, a una comunidad de discípulos acobardados, medrosos, encerrados, aislados, paralizados por el miedo que contrasta luego de su encuentro con el Jesús vivo, entonces se enfrentan valientemente a la multitud, los vemos en medio del pueblo proclamando su mensaje con valentía. Los vemos en medio del pueblo. “Y los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón”, en la boca de lobo,  Solo los no creyentes no se atrevían a juntárseles. Temían estar con ellos porque no conocían a al Resucitado.

La paz, pues, nace de la certeza de que Jesucristo vive para siempre. La paz es el saludo del Resucitado, del Jesús vivo que es capaz de entrar a los ambientes cerrados por el miedo; los apóstoles están encerrados, atrancados, por miedo. El miedo paraliza. Donde existe el miedo no existe la paz. Juan dice que “el amor echa fuera el temor”; es una experiencia de amor lo que lleva a los primeros discípulos a descubrir al Resucitado y a salir de su aislamiento. Esta idea nos dice muchas cosas en nuestro mundo dominado por el miedo, por la amenaza, por el terrorismo, la enfermedad, los discursos políticos incendiarios; dominado por la mentira; el mundo está cogido en una parálisis casi total por la inseguridad, porque el miedo nos domina.

Una de las preguntas más angustiantes en este momento, en nuestro México, en nuestra propia Ciudad, es la pregunta sobre la paz. Cómo y dónde encontrarla. En esta búsqueda, a veces frenética, lo primero que perdemos es precisamente la paz. Buscamos la paz, pero nos olvidamos de que la paz tiene que comenzar en nuestro corazón. La paz es el saludo pascual que Jesús nos dirige siempre: «paz a vosotros». 

Claro, añade, “no os la doy como la da el mundo”. Es una paz “nadie os la puede quitar”. La paz es simple y llanamente don del Resucitado. La paz no es el resultado de nuestros esfuerzos ni de nuestras estrategias; lo que nosotros hacemos, y lo hacemos muy bien, es la guerra, desde el hogar hasta las naciones. La paz, por el contrario, es un don que tenemos que acoger, acogerlo primero en nuestro propio corazón, hacer de nuestras familias escuelas para la paz y de paz, y de ahí, lentamente, irradiarla a círculos cada vez más amplios. 

En esa paz que él nos da está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero. Pablo dice que: “Dios nos ha reconciliado consigo mediante la sangre de la cruz, poniendo en paz todas las cosas, las del cielo y las de la tierra”. Nos dice también Pablo: “Él es nuestra paz”. (Col 1,20). Esto quiere decir que su muerte y su resurrección han operado un cambio radical en la vida del mundo. La paz del Resucitado es la realización del Crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de todos los conflictos: el sin igual combate entre la vida y la muerte. «Lucharon vida y muerte/ en singular batalla,/ y, muerto el que es la Vida,/ triunfante se levanta» canta un himno antiquísimo de la liturgia cristiana. Este conflicto mortífero en grado sumo recibe, en la Biblia, el nombre de pecado; con ello se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial, Dios, como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria pascual de Cristo sobre el mundo que nos congrega, que congrega a la comunidad, apunta desde su ser más íntimo a una superación del conflicto de los conflictos. Si el Resucitado habla de paz, es que la reconciliación está con ello lograda activamente.

De aquí deriva que la paz es primordialmente un don que tenemos que recibir del Cristo victorioso haciendo nuestro el sermón de la montaña en el que Gandhi inspiró su vida y su acción.

Sin embargo, la paz no consiste en la ausencia de conflictos. Jesús mismo lo afirma cuando dice: “no he venido a traer la paz, sino la guerra”. Muchos, por no decir todos los que han trabajado por la paz, lo han pagado con su vida. Bonhoeffer, Luther King, Gandhi, Mons. Romero, por citar solo algunos. Un extraño misterio de iniquidad se opone a la paz frontalmente, ama la desarmonía, promueve la división, polariza a la sociedad, provoca la muerte. Quienes se aventuran por este camino saben que no gozarán la bienaventuranza de los que trabajan por la paz. Hacer nuestra la causa de la paz, es hacer nuestro el mensaje de Jesús, el mensaje de la Pascua.

El poeta americano R. Ardrey nos describe en su obra dramática “El Faro” a un hombre de la época actual – se trata de la época inmediatamente anterior al estallido de la segunda conflagración mundial – el cual prevé la guerra y la desolación que se avecinan y desconfía del sentido de la vida y del futuro de la humanidad. Perdido en ese horizonte y no sabiendo cómo escapar al peligro, huye del mundo circundante y se refugia en la soledad de un faro. Allí vive con los personajes de su fantasía, los muertos de un naufragio acaecido hace noventa años, como si fueran hombres reales. Pero – y ahí reside la fuerza dramática de la obra – son esos mismos muertos los que le invitan a volver a su época. Y a la pregunta angustiada de dónde se puede encontrar en el día de hoy la posibilidad de una vida mejor y un sentido que justifique la existencia, se le responde: «en lo más profundo de tu corazón».

Jesús es nuestra paz, él ha derrotado en su raíz misma el poder del odio y de la muerte, del desorden generado por la rebeldía. Por ello Pablo nos invita a “tener un corazón bien dispuesto para el evangelio de la paz”. 

Estamos, pues, llamados a escuchar ese mensaje en lo más profundo de de nuestro corazón.