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 “Elige la vida y vivirás” (Dt.30,19) 

Como reacción ante la formación meramente técnica, capaz de hacer de los hombres robots, y asustados por el déficit de humanidad, hemos comenzado a hablar de “valores”, incluso de “educar en los valores”.  Es innegable que la sociedad actualmente expresa de maneras diversas, y a veces confusamente, pero en forma cada vez más urgente, la necesidad de una mayor claridad moral y de líneas mejor definidas en materia de ética.

En los dominios de la salud, de la medicina, de la economía, de las comunicaciones, de la política, los cuestionamientos éticos se multiplican y son cada vez más claros.  En religión, ni se diga. La opinión pública se hace más sensible a la dimensión ética del quehacer público y exige mayor coherencia.  Hoy, menos que nunca, puede hacerse del cinismo y la mentira, y de la peor de las mentiras, las verdades a medias, norma de la acción.

La situación lamentable de la sociedad, la situación delicada de la República, el nivel destructivo que ha alcanzado el crimen, a grado de comprometer la viabilidad nacional por su poder de corrupción, la ambigüedad con que se informa de la situación real de la Nación, la militarización del País, la contracción económica que no se repetía desde 1932, etc., todo nos pone ante la impostergable cuestión ética.  No basta, ya, preguntar si algo puede hacerse, sino si debe hacerse.  Si por sistema prescindimos de la dimensión ética de nuestras acciones y opciones, no tenemos derecho al futuro.  Y peor si hacemos de la moral una mampara para ocultar el fracaso. Sería el colmo. Así pues, la misma situación de confusión moral, de ambigüedad, hacen que el tema de la educación en los valores se presente ahora en un contexto social en el que ha crecido su valor y se ha renovado su contenido.

Ética, del griego, (ethos), “se refiere a las costumbres o modo de actuar”. Moral, del latín: mos-moris, costumbre. ‘O témpora, o móres’: ¡Qué tiempos, qué costumbres! (Cicerón). Educar en los valores es redundancia; si no se educa en valores, no se educa.  Hoy se habla de valores, de su importancia y de que se debe educar en ellos, pero ¿qué es un valor?  Si consultamos el “Pequeño Larousse” vamos a encontrar alrededor de 15 acepciones y ninguno de ellos se refiere al valor moral.  Aventuremos, pues, otra acepción: los valores son elementos de carácter normativo que pueden inspirar y orientar la acción. 

Necesitamos, entonces, un cuadro de referencia más amplio para determinar un valor.  El criterio de base para su aceptación y promoción o, por el contrario, para su rechazo, es la visión del hombre: ver si contribuyen al crecimiento moral o a la degradación del hombre. El egoísmo, la destrucción de los otros, la avaricia, envilece y destruye a quien lo practica; puede ir a la cárcel y ser ocasión de quebranto de la confianza en las Instituciones y perjudicar la opción política en la que militó. En cambio, la solidaridad y el reconocimiento de los otros, enaltece a quien lo practica.

Nuestra sesuda reflexión nos lleva a dos consecuencias: primero que no basta el análisis meramente técnico y científico para determinar si una acción debe realizarse o no, sino que debo preguntarme si tal acción me ayuda a ser más humano, mejor padre, mejor esposo, mejor ciudadano, mejor cura; si con ella ayudo a mis semejantes, a la patria. Estaremos inquiriendo, entonces, sobre el valor y responsabilidad moral de la acción y esto es lo que determina el valor real de una acción.

Segundo, como consecuencia de lo anterior, educar en los valores quiere decir concientizar el inconsciente, explicitar lo implícito, favorecer el discernimiento ético como una etapa indispensable en el crecimiento humano de la persona. Y esto ha de comenzar en la familia, la primera escuela.

Así, pues, si en este campo no queremos permanecer al nivel de una declaración de principios, debemos afirmar que la perspectiva de toda educación en los valores no consiste en otra cosa que en esclarecer y favorecer un crecimiento ético, libre y personal; es más, el propósito de la formación ética, de la educación en los valores, no consiste en otra cosa que el esclarecimiento y estimulación de las conciencias, pues sólo a través de la conciencia se efectúa el crecimiento moral que posibilita las opciones éticamente válidas.

Luego, valores, educar en los valores y capacitación y crecimiento moral de la persona, son términos intercambiables. Educar en los valores no es una simple clase de civismo. Nosotros tenemos con otra opción, más clara, más sencilla. Y más trascendental.

Con tus mandamientos, Señor, dame vida. (Sal. 118). Pablo dice que todo hombre lleva en su corazón una ley sabia y concreta, una “ley natural: evitar el mal y hacer el bien”. En dicha ley se apoyan los  mandamientos; ellos son luz y sabiduría en nuestro camino. En momentos de confusión, horas crepusculares; cuando las fronteras se hacen borrosas, cuando ya no se ve claro las fronteras entre el bien y el mal, ellos son una antorcha en el camino.

“Por esta circunstancia mucha gente busca una clara orientación e indicaciones certeras para alcanzar una vida plena. Los 10 Mads. pretenden ser estas indicaciones que orientan nuestras vidas y las enderezan cuando se tuercen. En la medida en que nos indican por donde ir, también nos suministran la fuerza para emprender el camino. Pues quien conoce el camino, descubre dentro de sí más fuerza y motivación que el que marcha sin rumbo. El desorientado malgasta mucha energía al probar varias direcciones, dar la vuelta una y otra vez para volver a hacer siempre el mismo tramo del camino. Quien conoce el camino, también conoce las fuentes de la que puede sacar fuerza para alcanzar su destino”. (A. Grün).

Lo que sucede cuando no se cumplen los mandamientos se ve y se oye a diario en los medios de comunicación. Cuando las personas ya no saben lo que está bien y es correcto, cuando no se cumplen las reglas y normas preestablecidas, el mundo se deshumaniza. Entonces, un mundo sin reglas da miedo. Uno ya no se puede fiar de nada. Al negociar entre empresas, ya no se puede garantizar la honestidad. El impedimento para matar se hace cada vez más débil. Uno siente que la sociedad se convierte en una amenaza. Ya no se puede estar seguro de nada. Incluso en la propia casa no se encuentra refugio. Cuando el asesinato y el robo se convierten en delitos menores, la vida se impregna de miedo. Cuando el matrimonio no es sagrado, dejan de nacer familias donde los hijos encuentren un hogar. Y la célula nuclear de la sociedad empieza a desvanecerse. Y con eso la sociedad pierde su fundamento constituyente. pero no es eso, es que donde quiera que los mandamientos de Dios son olvidados, sucede exactamente lo mismo.

Con sus mandamientos, Dios protege nuestra libertad; no son unas trancas, son un cauce suave por donde podemos alcanzar nuestra plenitud, indican el camino hacia una vida plena. Por ello, constituyen para todos los hombres de todos los tiempos y razas, un patrimonio común. Dios busca nuestra felicidad. No puede ser de otro modo cuando nos pide no sustituirlo por ídolos, no usar mal su nombre; cuando nos pide reservar un tiempo, un día a la semana, para la oración y el descanso, cuando nos pide respetar y venerar a nuestros padres, para salvaguardar la estructura fundamental familiar: no puede ser de otro modo cuando nos pide no matar y nos invita a respetar y humanizar la potencia sexual dada por él mismo; cuando nos pide no calumniar, no defraudar, no robar, no corromper, no mentir, no desear al cónyuge de nuestro prójimo, lo hace para nuestra felicidad y plenitud, incluso su objetivo propio es la salvación eterna. No necesitamos la cartilla de D. Alfonso Reyes ni la de los epígonos.

El gran juego de la libertad. Se trata del juego más radical jamás expresado por ningún pensador sobre la libertad del hombre: «Mira: hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal. Si obedeces los mandatos del Señor tu Dios, que yo he promulgado hoy, vivirás y crecerás y el Señor te bendecirá. Pero si tu corazón se aparta y no obedeces, yo te anuncio hoy que morirás sin remedio. Hoy cito como testigos contra ustedes al cielo y la tierra, te pongo delante la bendición y la maldición. Elige la vida y vivirás» (cf. Dt 30,15-20). Éstos son los auténticos valores.