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De hoy en adelante vivimos en la esperanza de la resurrección  (Agustín)

Siempre me impresionaron estos versos de Bécquer leídos en los lejanos tiempos de la secundaria: “Tan medroso y triste/ tan oscuro y yerto/ todo se encontraba …/ que pensé un momento:/ ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!”.  Y es que la muerte se presenta siempre ante el hombre como amenaza y como escándalo.  El hombre ve confluir en ella todos los fracasos, todas las oscuridades, todos los males que forman la heredad de nuestra condición humana; congela y suspende, por igual, los grandes amores, los odios y las ambiciones innobles. Corta el hilo de eso que llamamos vida y nos obliga a dejar pendiente aquello que juzgábamos importante.  

Agustín, ese existencialista cristiano para todos los tiempos, decía: “Lo que es pasajero, es efímero”; en griego, efímero significa que dura un día. ¡Y qué más efímero que la vida! Gran comentador de salmos lo sabía. “Tú reduces el hombre a polvo/ diciendo retornad, hijos de Adán/ … Aunque uno viva setenta años/ y el más robusto hasta ochenta/ la mayor parte son fatiga inútil/ porque pasan a prisa y vuelan”. (sal. 90).

Ante esa realidad universal, más universal que la vida, y el dolor inevitable que la acompaña, Agustín sabía que no todos los lazos se rompen: “Una flor se marchita, una lágrima se evapora; solo la oración llega al cielo”. S. Ambrosio de Milán, comentando el pasaje aquel, cuando las plañideras y los curiosos se reían de Jesús por haberles dicho: “la niña no está muerta, está dormida”, (Mc.5,39-40), comentaba: “Que se rían los que creen que sus muertos están muertos”. Frases breves y bellas que sintetizan una fe compartida, enseñanza para el pueblo sencillo que espera una luz ante el enigma total. No discursos desteñidos, generalizantes, ausentes. También un dolor que se comparte y se comprende.

a). Día de muertos. La Liturgia católica ha consagrado un día especial de oración por los fieles difuntos; no para entronizar la muerte, sino para declarar su derrota definitiva según la frase del Apóstol: “Muerte ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (ICor.15,54-55). O, también: “El último enemigo en ser destruido, será la muerte” (ICor15,26.), según lo había anunciado Isaías: «Él aniquilará la muerte para siempre» (25,7).   No se trata, pues, de un dato cultural o de estériles remembranzas que en nada compensan; ni de imaginaciones exaltadas, sino de la consideración seria del problema fundamental que, quiérase o no, sépase o no, preocupa y entristece al hombre y, de esta forma, afianzarnos en la esperanza para no entristecernos como los que carecen de ella, (cf. ITes.4,13); después de todo, ¿cuál es el problema más importante de la vida, sino su final, el desenlace? ¿no es este dato universal la interrogante fundamental? 

b). La liturgia se despliega según los grandes ritmos de la naturaleza como toda actividad humana. Pasa la primavera, llega el otoño y el sol amaina su fuego y la naturaleza se viste de ocre y oro; el final se acerca. El sueño del invierno, cuando la natura se duerme, advierte nuestro final. “Muere el sol en las tardes/ tras la luz que agoniza, …”. Todo es más frío y los huesos duelen y la quietud del hogar se antoja. Sí, como la natura, también nuestra vida avanza hacia el sueño del invierno soñando con la beatitud divina y, entre tanto, se descansa ante Dios a la manera del fiel perrito que se recuesta a los pies del Amo, según la imagen el viejo Pasteur. ‘Vientos de Octubre’ que presagian el noviembre azaroso y el sueño invernal.

c). Una vida muerta. Sí, en cuanto es una vida destinada a la muerte, la vida nuestra, es una vida muerta y, si se trata de sobrevivir, si esta sobrevivencia es sólo una prolongación de esta vida muerta, nada más parecido a la definición de infierno. Se trataría entonces de una simple prolongación de la muerte; una vida como ésta que tenemos hoy, en la que a diario morimos de muchas maneras, prolongada indefinidamente, ¿qué sentido tendría?  El cristianismo es tan audaz, en esta materia que, para superar la pavorosa contradicción de una vida muerta, que se prologara sin final, llega a afirmar: “nadie vive para sí mismo; nadie muere para sí mismo.  Si vivimos, vivimos para Cristo, si morimos, morimos para él.  De tal forma que tanto en la vida como en la muerte somos de él que para eso Cristo venció (resucitó, se levantó), de entre los muertos”. (Rom.14,7-9). Los pensadores de la iglesia primitiva se atrevían a afirmar que la muerte era una invención de la misericordia de Dios para evitar la inmortalidad de la muerte. 

d). Nuestra cultura maquilla la muerte porque es el único tabú que resta;  para eso inventamos las funerarias para que nos eviten el miedo y el desagradable encuentro con el muerto; nacemos en una clínica, morimos en un cuarto de terapia intensiva vigilados por los ojos fríos de los manómetros y el trato aséptico y burocrático de las cuidadoras y en nuestra cabecera no está un Cristo ni la mano tibia del amigo o la esposa, ni del padre o la madre, ni el hermano, nacemos y morimos en la fría asepsia del hospital.  Y el universalizante, gastado y aburrido discurso religioso, que más que liturgia es un cliché, acaba de poner las últimas pinceladas de la deshumanización y el anonimato.

e). La Revelación cristiana no es una explicación entre otras explicaciones que el hombre haya podido dar al enigma de su existencia, no es la proyección de nuestras aspiraciones que nos devolvería el paraíso perdido; no se trata tampoco de fáciles compensaciones ante el enigma total.  Todo lo contrario, nos revela a nosotros mismos lo que no sabíamos que éramos.  Nos introduce en una dimensión nueva de la existencia.  Es lo que ocurre de modo muy especial con la resurrección.  No es una cierta concepción de la supervivencia en la que se expresaría la aspiración de los hombres a la inmortalidad como en la reencarnación o el animismo, tampoco se refiere a lo que llamamos la vida ni a lo que llamamos la muerte.  Lo que hace es revelarnos qué es la verdadera muerte y qué es la verdadera vida.  Razón tenía Pascal: “fuera de Jesucristo no sabemos qué es la muerte, ni qué es la vida, ni quién es Dios, ni qué somos nosotros”.

f). La gloria de Dios es el hombre vivo. Existe un texto del cristianismo primitivo, de extraña hermosura. Pertenece a Ireneo, Obispo de Lyon, (140-202): «Por esto, el Verbo se ha constituido en distribuidor de la gracia del Padre en provecho de los hombres, en cuyo favor ha puesto por obra los inescrutables designios de Dios, “mostrando a Dios a los hombres, presentando al hombre a Dios”; salvaguardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre tuviera siempre un concepto muy elevado de Dios y un objetivo hacia el cual tender, pero haciendo también visible a Dios para los hombres, realizando así los designios eternos del Padre, no fuera que el hombre, privado totalmente de Dios, dejara de existir porque la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. En efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa de vida para todos los seres que viven en la tierra, mucho más lo será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que ven a Dios”. Esto es el cristianismo puro, prístino, bellísimo, sugestivo, desprovisto de la herrumbre y de la burocracia de la religión. Y es que donde está Dios no hay muerte; la muerte verdadera es la lejanía de Dios. Dios lo es de vivos.

g. Circula en las fatídicas redes una entrevista hecha a pie de tumba. La hermosa viejecita, con sus lentes gruesos, ya opacos y destartalados por el tiempo, como ella; su cara llena de arrugas venerables y sentada en un banquito al pie de la tumba que ha llenado de flores y colmado de platillos. El entrevistador le acerca el micrófono y le pregunta qué hace ahí. Aquí vengo a visitar a mi marido y a m’hijo, y da los nombres respectivos. Y como eran. Ande, si eran unos borrachotes. Y qué es lo recuerda de ellos. Ma’ pos qué quiere que recuerde, q’eran una bola de c. 

Me he reído con ganas porque a la viejecita hermosa le salen del fondo del alma sus palabras. Y es que también por los borrachotes y por los c. hay que rezar. ¡Faltaba más! Siempre habrá una madre que lo haga. Y la iglesia es madre.

Conclusión. «¿Por qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será realidad que los hombres vivirán con Dios? Lo que ya se realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres». (Agustín). “Solo en ti, mi vida será plenamente viva”, concluía.