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Julio 14 del 2013
Luz, más luz!

Luz, más luz

Luz, más luz

¿Son todas las preguntas, en el fondo, una sola? ¿No es nuestra existencia sino una vasta monotonía?, se pregunta el profesor M. Santos Gómez, de la U. de Granada. Dicen que las últimas palabras que pronunciara Goethe poco antes de morir fueron: “¡Luz, más luz!”. Esta exclamación sintetizó su vida entera, que quedó sublimada en la imagen de una búsqueda, de una luz buscada y perseguida. O que expresó la insatisfacción profunda de su sistema vital. Cuando no el simple hecho de la agonía que trastorna la visión. Por ello, Vasconcelos se reía de buena gana de tal frase. ¿Cuál fue la luz que no encontró Goethe?

Me impresiona que la marca más relevante que uno ponga a su propia vida, afirma el citado profesor, en tal momento en el que no se anda con chiquitas, sea este impulso como tal de buscar luz, dando por hecho que aún no se ha encontrado, o que la que existe no es suficiente, y que por tanto es preciso pedir más hasta que exhalemos nuestro último aliento. Cuando se tiene la suerte disponer de tiempo para arrojar tales resúmenes, de lo que ha significado la propia vida, al mundo que se abandona, caen ciertos velos y ciertas ilusiones. Resulta extraño llegar al momento postrero pidiendo luz cuando toda la vida la tuvimos al alcance de la mano. Palabras iluminadoras, de cualquier modo.

El concepto de «luz» se cuenta entre los términos primordiales más difundidos en la fenomenología de la religión y que están relacionados íntimamente con el anhelo fundamental e imborrable (arquetípico) que el hombre siente por Dios. Cuando hablamos de luz, estamos ante la metáfora más usada en el ámbito religioso para declarar lo que Dios es para el hombre. S. Juan, por ejemplo, en sus escritos usa 29 veces el término luz para referirse a Dios. Explícitamente en la primera de sus cartas dice: «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna». El mismo autor pone en boca de Jesús estas palabras: «Yo soy la luz verdadera y el que me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida». Y también: «Yo he venido como luz». En otro lugar, hacia el final de su vida, hace decir a Jesús: «Todavía les queda un rato de luz; caminen mientras tienen luz, antes que los sorprendan las tinieblas». En el prólogo de su evangelio, dice Juan: «El Logos contenía la vida y esa vida era la luz de los hombres». El pecado consiste en que «la luz brilló en las tinieblas y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz». De esto se desprende la densidad de la imagen literaria de la luz en el ámbito de lo religioso. Pablo, incluso llega a decir a los cristianos recién convertidos: «ustedes, antes eran tinieblas; pero ahora son luz en Cristo». Más todavía; Jesús llama a los suyos: “luz del mundo”. Creo que no hay en la biblia metáfora más usada para expresar lo que Dios es para el hombre, que la imagen de la luz. Pero ha menester de valentía para aceptar con toda su vida es oferta de luz.

¿Qué se quiere decir con esta imagen literaria? R. Bultmann, exegeta alemán y unos los principales estudiosos de S. Juan, dice al respecto: “Dios es luz. Con esta afirmación, por lo demás, como conotras, no se busca, en modo alguno, una definición de la naturaleza de Dios, de cómo sea él en sí, sino, más bien, qué es Dios para el hombre. En la biblia, en el judaísmo, en el mundo griego, sobre todo en los gnósticos, Dios,su naturaleza, la esfera de los divino,se describen con la palabra “luz”. La idea de fondo, subyacente a todas las variaciones, es esta: la luz es, en sentido propio, la claridad que el hombre necesita para encontrar el camino, en las vicisitudes cotidianas como también en la vida del espíritu. La iluminación de la existencia está ligada necesariamente a la vida de tal manera que siempre y en todas partes la luz está asociada a la vida y las tinieblas a la muerte”. Esta es la idea de fondo.

Tal vez lo dicho tenga el sabor de la mera teoría. En cierta ocasión me llamaron a visitar a un enfermo. Se trata de algo que hacemos a diario. Pero éste me dejó una lección imborrable. Creo recordar que el enfermo vivía en una vecindad. Entré a un cuartucho oscuro y maloliente; atmósfera gastada e irrespirable. En las sombras, en un rincón, sobre unos hilachos, tendido en el suelo, yacía el enfermo. Me acerqué a él. Arrodillado sobre una rodilla, platiqué con él largo rato. Recibió la unción de los enfermos y cuando ya me retiraba me preguntó: padre; ¿es de día o es de noche? Era, en realidad, un luminoso mediodía. Estaba ciego. Intuí, entonces, algo de lo terrible que ha de ser estar ciego, privado de la luz, de los colores, de las distancias; del rostro de los seres queridos y de los amigos. Ciego y sumido en aquella penuria, en aquel abandono. Esta situación puede transponerse a toda la existencia del hombre, sobre todo a su dimensión espiritual. Con suma facilidad el hombre puede quedar, o estar, espiritualmente ciego, completamente ciego. Quien está sumido en explotación del poder, en el odio y en el resentimiento que se concretan en el asesinato a mansalva, en la extorsión y el secuestro, en el tráfico; en la depresión, en la tristeza, en la desesperanza o prisionero en la simple materialidad de la vida, y vivir como si Dios no existiera, está ciego, completamente ciego.

El 29 de junio pasado, el papa Francisco firmó su primera Encíclica con el tema de la virtud teologal de la fe: “Lumen Fidei”, La luz de la fe. Comienza diciendo: “La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. « No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol », decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, « cuyos rayos dan la vida ». A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? » (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”. Con estas palabras se comprende con toda claridad el porqué la imagen de la luz es un símbolo arquetípico de la salvación que el hombre busca y que solo en Dios puede ser una salvación definitiva, trascendente. El sol invictus o la ideologías, la economía, la política o la tecnología por si solas no ofrecen toda la luz que necesitamos.

Los especialistas vieron con claridad que el pontificado de BXVI iría al fondo de las cosas. Filósofo, historiador, pensador, sociólogo, dueño de una amplísima cultura extraordinaria, pero sobre todo teólogo, intuyó que el cristianismo de nuestros días tiene que volver a su raíz fundamental. Sabía perfectamente, cosa que hemos olvidado los cristianos, que ser cristiano es simplemente vivir las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Estas virtudes son sobrenaturales, es decir, no son naturales ni adquiridas, sino infusas en nuestras almas el día de nuestro bautismo y han de desarrollarse a lo largo de la vida con la ayuda de Dios y nuestro esfuerzo. Esto explica las tres grandes encíclicas doctrinales de BXVI, incluyendo la presente «hecha a cuatro manos», al manera de ciertas composiciones para piano; la primera, sobre la caridad, “Dios es amor”; sobre la esperanza, “Salvados en la Esperanza”, la segunda; y la actual, sobre la fe, La luz de la fe que tiene la factura completa de su autor. Esto no debe extrañarnos; JP.II, 1979, firmó la Exhortación sobre la catequesis, resultado del Sínodo de los obispos y el material trabajado por Pablo VI. El culto a la personalidad es lo más pernicioso que hay, juego en el que nos están metiendo los medios en lo que respecta a Francisco y Benedicto.

El 2011 BXVI había anunciado la celebración de un «Año de la Fe» a celebrarse del 11.08.12 al 24.11.13. Anunció este año con un Motu Proprio titulado «La Puerta de la Fe»,(11.08.11). BXVI estaba, y está todavía, plenamente convencido de que el cristianismo no se agota, ni siquiera está hecho primeramente, para ejercer una crítica social o para convertirse en un club de beneficencia, en una asociación filantrópica; es infinitamente más. El mandamiento de amor es doble: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por “amor a Dios”. El gran riesgo es aislar los dos términos de la fórmula e intentar amar a Dios sin amar al prójimo y amar al prójimo sin amar a Dios. De este modo olvidamos la fuente y el motivo divinos de nuestro amor al prójimo.

“Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, escribe BXVI, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. (La Puerta de la fe).

Existen muchas tinieblas en nuestro redor, mucha confusión; las frontera entre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar, se ha hecho borrosa. Nuestra cultura ha derribado todos los diques. En nuestra vida de cada vida experimentamos la falta de luz. Nuestro mundo se torna cada vez más complicado e incompresible. Por eso mucha gente busca una clara orientación y certeras indicaciones para alcanzar una vida más plena. (Grün). En esta circunstancia, dice el papa, “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo.

La fe, sin embargo, no nos dice todo sobre Dios, sobre el mundo, sobre el hombre; exige, como en una apuesta, que nosotros pongamos algo; decisión y valentía de parte nuestra. El papa nos recuera una anécdota de la vida de Nietzsche. “El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a « emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente ». Y añadía: « Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga ». Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.

Así, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.

El hombre es el único animal que muere preguntándose, y ahí acaso resida su valor. Por eso, una vida gobernada por la pregunta acaso sea la más diferenciadamente humana, porque es en realidad lo único distinto que los hombres podemos realizar. Lo conmovedor de las últimas palabras de Goethe, su petición postrera, reside en que esta verdad se patentiza con intensidad, se puede ver y palpar, con el aval del último momento. Decía Borges que sólo tras expirar se puede aspirar a conocer, aunque nunca se consiga, quién ha sido, quién fue, esa persona que ya no está. Entonces se cierra una suerte de ciclo. (Gómez S.)

La lectura de la nueva encíclica papal resulta obligada y ha de ser leída al lado de las dos primeras de BXVI. La profunda crisis de nuestro mundo reside en el abandono de lo que fue nuestra vigorosa tradición cristiana, la vivencia radical de la fe, de la esperanza y la caridad. Ante las palabras enigmáticas de Goehte, prefiero a Pasteur que aspiraba a una fe “como la de un campesino bretón”. Pero, a la postre, ¿cuál es la diferencia de la fe de un campesino bretón y la de Pasteur o S. Agustín? Lo importante es que haya luz en nuestra existencia, la luz de la fe.