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Domingo XXVII de Tiempo Ordinario B

Gen 2,18-24; Sal 127; Heb 2,8-11; Mc 10,2-16

Matrimonio y familia…tienen necesidad de la gracia…para ser devueltos “a su principio” (cf. FC. 3)

 

Oración opcional. Oh Dios, que has creado al hombre y a la mujer, a fin de que los dos sean una sola vida, principio de la armonía libre y necesaria que se realiza en el amor; por obra de tu Espíritu conduce a los hijos de Adán a la santidad del “principio”, y concédeles un corazón fiel, para que ningún poder humano intente dividir lo que tú has unido. Por NSJ…

 

Síntesis

Gen 2,18-24 – No es bueno que el hombre esté solo – El destino del hombre no es el dominio sino el amor. He aquí el por qué de su grito de alegría, de admiración y ternura cuando ve a su lado a la mujer. Esta lectura expresa la unión profunda a la que son llamados el hombre y la mujer. Ellos han sido creados para amarse, para unirse, para «ser una sola carne». La unidad de su amor se irá construyendo a lo largo de toda su vida.

 

Sal 127 – Elaboración en estilo sapiencial: Combina las sentencias generales con la exaltación en segunda persona de una bendición final. Salmo breve.

 

El comienzo es una bienaventuranza. Esta corresponde al que «teme» al Señor, es decir, aquél hombre movido por un santo temor de ofender a Dios. Temer tiene aquí un sentido bastante genérico, fidelidad, reverencia, sentido de la presencia de Dios, temor a ofenderlo; se manifiesta en seguir el camino de Dios, es decir, cumplir sus mandamientos.

 

Los versitos 2 y 3 se refieren a la bienaventuranza en la vida cotidiana, el trabajo y la familia: bienes sencillos y elementales. La imagen vegetal describe la fertilidad, la mesa congrega en torno a la familia, que come el «fruto del trabajo». Así se vuelve experiencia honda y símbolo superior. «Esta es la bendición del hombre que teme al Señor». La bendición de lo sencillo y cotidiano.

 

La bendición familiar realiza en un círculo perfecto y limitado la bendición más amplia sobre el pueblo: el pueblo es bendito, próspero y goza de paz en la medida en que está sano el ser familiar: «que veas a los hijos de tus hijos». ¡Paz a Israel!, concluye el salmo.

 

Heb 2,8-11 – Verdaderamente hombre – Jesús ha seguido un duro aprendizaje antes de ponerse a la cabeza de la nueva humanidad, ha probado la muerte, y no con la punta de los labios o por curiosidad. No ha jugado a ser hombre, por el contrario, se ha hundido en lo más profundo de nuestra condición humana. Cristo ha vivido su destino para el bien de todos, llegando a ser, así, el compañero de viaje de todos nosotros. Habitando a nuestro lado se ha convertido en el hermano mayor, que no se avergüenza de cargar con nuestros defectos. Quien quiere ser guía de otros debe tomar parte en la vida de ellos para despertar en ellos la esperanza.

 

Mc 10,2-16 – En el principio no fue así – Según la ley hebrea, el repudio era un privilegio del varón. (Creo que no es conveniente usar aquí la palabra “divorcio” porque este es más bien una figura del derecho romano. En el derecho matrimonial judío existía más bien del “repudio”, que es muy diferente al divorcio. Basta con que el divorcio pueda ser contencioso). Según Jesús, la responsabilidad de la decisión corresponde también a la mujer y explicando esto, lanza un mensaje universal que va más allá de las leyes hebreas o paganas del tiempo: la mujer tiene los mismos derechos y los mismos deberes del hombre. Los fariseos se limitan al código de Moisés; Jesús se remonta al proyecto original de Dios: no es la ley la que es santa sino el amor. Los discípulos, herederos de la tradición farisea, tampoco lo entienden; Jesús, entonces, responde con un gesto significativo: quien no piensa en la inocencia y santidad de los orígenes, que se revelan en el amor y en la infancia espiritual, no podrá acoger el reino de Dios.

 

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«Si un hombre se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de repudio, se la entrega y la echa de la casa, y ella sale de la casa y se casa con otro y el segundo también la aborrece, le entrega el acta de repudio y la echa de la casa, o bien muere el segundo marido, el primer marido, que la despidió, no podrá casarse otra vez con ella, pues está contaminada; sería una abominación ante el Señor: no eches un pecado sobre la tierra que el Señor, tu Dios, va a darte en heredad.» (Dt. 24,1-4)

 

Este es el texto que está a la base de la pregunta que unos fariseos hacen a Jesús. El texto del Dt. revela lo que hoy llamaríamos “usos y costumbres”; pero en este caso, tales usos y costumbres revelan una fragante injusticia inadmisible sobre la dignidad de la mujer. Queda, además, de manifiesto cómo “los usos y costumbres”, aún con buenas intenciones pueden llegar a trastornar el proyecto original. (Téngase en cuenta que en el derecho judío no había lo que llamamos divorcio, sino repudio).

 

El texto revela una gran injusticia; se refiere a una situación en que la mujer simple y sencillamente no cuenta, se trata de un objeto que ha de ser utilizado mientras sirva, y, si en determinado momento se revela inútil o desagradable, lo más fácil es tirarlo a la calle. Las palabras son, francamente, hirientes: si el marido descubre en ella algo que ya no le guste, simple y sencillamente «le redacta una acta de repudio y la echa de la casa» (v. 1). Mediante semejante recurso, el hombre tiene siempre la facultad de evadir una responsabilidad y quebrantar la voluntad divina basado en una tradición religiosa, en una costumbre. La suerte de la mujer no puede ser más precaria, porque el texto añade: «y ella sale de la casa y se casa con otro, y el segundo también la aborrece, le escribe un acta de repudio, se la entrega y la echa a la calle». Y si fuera poco, por este hecho, la mujer queda « contaminada», es decir, impura, manchada ante la sociedad y, supuestamente, ante Dios; por esta razón el primer marido no puede tomarla de nuevo «porque sería una abominación» y luego el texto remacha advirtiendo al varón: «no eches un pecado sobre la tierra que el Señor, tu Dios, va a darte en heredad». A penas se puede concebir tamaña injusticia. La mujer queda en total indefensión y desamparo.

 

Pero, en realidad, algo parecido se da hoy en el mundo musulmán. Existen películas y documentales, reportajes periodísticos, que hablan de la forma en que la mujer es tratada en esos ambientes, sobre todo en el mundo Talibán. Pero este no es nuestro tema.

 

Así es de que Jesús en su respuesta deja ver que tal legislación reviste una enorme injusticia, que la ley les permitió, – ley hecha en un ambiente masculinista, que por lo demás era el ambiente cultural -, «por la dureza de su corazón», es decir, por su poca sensibilidad y por esa capacidad extraordinaria que tenemos para violentar la voluntad de Dios, apoyándonos en tradiciones humanas y hacer lo que nos venga en gana con buena conciencia.

 

Una cosa sobre la que conviene insistir es que, aunque usemos la palabra divorcio, en realidad, no se trataba de lo que por divorcio entiende el derecho romano. Era, más bien, un repudio, el nombre técnico era Acta de repudio. El divorcio ya presupone otra legislación. Es válido la traducción de divorcio, pero es muy importante notar que en el derecho romano se habla de repudio; en el divorcio la mujer tiene la posibilidad de defenderse y de exigir sus derechos, en el divorcio se presupone el derecho de la mujer, se reconoce su dignidad. En la legislación hebrea, de aquel tiempo, apoyados en un texto antiquísimo, simple y sencillamente la mujer no tiene ningún derecho, se trata de un objeto que, cuando deje de ser útil, ha de tirarse a la basura. Desde esta perspectiva, las palabras de Jesús, antes que ser un texto legislativo, es una decidida defensa de la dignidad de la mujer.

 

En su respuesta, Jesús no está trazando unas líneas del derecho canónico. Jesús se remonta al gesto creador de Dios, al proyecto original tal y como sale de las manos y de la Palabra de Dios. «Pero en el principio no fue así». En el principio “Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer y los dos hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne” (Gen 1,27; 2,24; Cant 2,16; 1 Co 6,16; Ef 5,31). Entonces, la legislación judía, a la que se enfrenta Jesús, reviste una gran injusticia porque desconoce la igual dignidad del hombre y la mujer. La mujer es de la misma dignidad que el hombre. Jesús restablece y ratifica el proyecto de Dios que muchas veces es alterado por el egoísmo de los hombres. Si antes era alterado por la ley del repudio, ahora lo es por la plaga del divorcio, las uniones libres y cosas de esas. Yo diría que este pasaje, a la vez que ratifica el proyecto original de Dios, encierra una decidida defensa de la dignidad de la mujer. El cristianismo ha hecho mucho por la mujer.

 

A lo largo de los siglos, las legislaciones humanas han atentado, y ahora con especial virulencia, contra ese proyecto divino. Tal virulencia ha determinado una decidida intervención del Magisterio de la Iglesia, sobre todo el Magisterio de Juan Pablo II, el Papa de la familia. Los ataques a los que está siendo sometido el matrimonio y la familia en nuestros días, revisten la característica de un verdadero complot. Ante este hecho tiene que proclamarse con valentía y claridad el proyecto divino y la ratificación que Jesús hace de dicho proyecto. “La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y la cultura”, con estas palabras empieza la Carta Magna de la doctrina y pastoral de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia: Familiaris Consortio.

 

En los momentos de duda, de vacilación, cuando no se tienen puntos de referencia precisos y cuando el embate contra la santidad del matrimonio proviene de tantos frentes, es necesario “remontarse al «principio», al gesto creador de Dios; se trata de una necesidad para la familia, si quiere conocerse y realizarse según la verdad interior, no sólo de su ser, sino también de su actuación histórica. Y dado que, según el designio divino, está constituida como «íntima comunidad de vida y amor», la familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es decir, comunidad de vida y amor, en una tensión que, al igual que para toda realidad creada y redimida, hallará su cumplimiento en el Reino de Dios”. (17).

 

La conclusión de Jesús es tajante y sin reservas, así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre (v. 9). La respuesta tajante, y que contradice la costumbre, perturba también a los discípulos que, ya en casa lo interrogan sobre el particular. Jesús no da un paso atrás: “quien repudia a una mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera, y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio” (vv. 10-12).

 

De pocas cosas tan importantes, y a veces tan dolorosas, podemos hablar, como de esta realidad del matrimonio. Mantengámonos a nivel de principio. Nuestro trabajo nos lleva a enfrentarnos a diario con la enorme dificultad que están enfrentando los matrimonios y las familias en nuestros días; y los temas se multiplican casi al infinito. Aquí no los podemos agotar. Lo que yo recomiendo es una lectura atenta, para todo nuestro quehacer y nuestra pastoral de la familia, de la exhortación apostólica Familiaris Consortio. Se trata de una obra magistral en donde son abordados absolutamente todos los temas que nos preocupan hoy. Este documento del Magisterio es un punto de referencia obligado al momento de diseñar nuestras estrategias, nuestros planes, nuestros proyectos en la Pastoral familiar, que va desde la preparación de los jóvenes al matrimonio, hasta el acompañamiento de los matrimonios y las familias y nuestra presencia en las graves dificultades que la cultura moderna, que la pobreza, desigualdad y desempleo, presentan a nuestras familias. La importancia que la iglesia da a la familia la podemos ver en los Sínodos extraordinario y ordinario que papa Francisco ha convocado. Igual, las catequesis que a lo largo de un año ha sostenido los miércoles.

 

Los medios de comunicación han publicado estos días, sorprendidos, algo que nosotros sabemos muy bien: “la familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y estos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma.

 

Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de cerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función social” (42). Por ello, la familia, decía Hegel, es del más alto interés de los Estados. Cuando esta falla, tenemos el fenómeno que estamos viviendo hasta el extremo del dolor estos días. Familias desintegradas, deshechas por la pobreza y la ignorancia, y la marginación, víctimas del desempleo y de los falsos modelos que presentan los medios, olvidadas y abandonadas a sí mismas, que acaban convirtiéndose en cantera de delincuentes. Hugo Almada, Señor, acuñaba esta frase: “nuestras familias, o son formadoras de personas o fábricas de delincuentes”. Pero contamos con el hecho de que muchas veces la familia ni siquiera existe. Tal vez, cerca del 60% de los niños que nacen en nuestra ciudad están registrados con un solo apellido y nosotros ostentamos el primer lugar en divorcios y en menores de edad embarazadas.

 

En este domingo pues, abordamos un tema poliédrico, muchas aristas, muchas líneas, muchas posibilidades, según nuestra experiencia y nuestro amor por la familia, puede ayudarnos a tejer esta homilía dominical.

 

UN MINUTO CON EL EVANGELIO.

Marko I. Rupnik, sj

 

Cristo afirma la totalidad el amor; también el amor entre hombre y mujer participa plenamente en el amor de Dios, e incluso la Iglesia lo reconoce como de Dios y por eso lo bendice, sabiendo que es sacramento. Sólo un corazón duro, es decir, un corazón corrompido por el pecado, no reconoce el don de Dios que es el amor fiel. Un corazón endurecido hace cálculos también sobre el amor y se reconoce dicha relación precisamente porque carece de una verdadera libre adhesión. Sólo Dios puede unir a las personas de forma libre, sin coacciones ni mutilaciones recíprocas. Ya san Juan Crisóstomo afirmaba que Dios ha creado a dos, el hombre y la mujer, para que, en el amor, seamos una sola cosa. Libre adhesión en el amor significa hacerse plenamente semejante a Dios. Esta libre unión de las personas se realiza según el designio del Creador y tiene su fundamento en Dios mismo, en quien vive la perfecta y absoluta unidad trinitaria.