[ A+ ] /[ A- ]

DOMINGO SMA. TRINIDAD. B

Dt.4,32-34.39-40; Sal.32; Rom.8,14-17; Mt.28,16-20

 

Dt.4,32-34.39-40 – Ayer y hoy, en la tierra como en el cielo – El Deuteronomio es el primer libro en el que aparece la consciencia de la historia como historia de salvación. Dios se ha puesto al lado de Israel, comprometiéndose con los patriarcas a buscar a su pueblo esclavo en Egipto, y conducirlo, al fin, a la tierra prometida. Un mismo y único Dios está en el origen de estos hechos: ¿Por qué no ha de estar también interpelándonos  en los acontecimientos de nuestros días? Dios es único y su amor es eterno. La palabra de Dios vale hoy como ayer; y espera del hombre siempre la misma respuesta de adhesión.

 

Sal.32 – Himno, con la estructura típica: introducción, motivos, conclusión – Invitación a la alabanza con acompañamiento musical. Los buenos o justos, son la comunidad litúrgica del pueblo elegido. Alabanza y acción de gracias se encuentran con frecuencia unidas.

 

Transposición cristiana. El plan de Dios es un plan de salvación que no pueden frustrar los planes humanos adversos; que incorpora en su realización las acciones de los hombres, conocidas por Dios. La confianza, como enlace del hombre con el plan de Dios, se convierte en factor histórico activo, para encarnarse en la historia de la salvación. Como el plan de salvación de Dios no tiene límites de espacio o de tiempo, así este salmo queda abierto hacia el desarrollo futuro y pleno de dicha salvación, queda disponible para expresar la confianza de cuantos esperan en la misericordia de Dios.

San Pablo nos habla del maravilloso plan de Dios, que desea salvar a todos los hombres por Cristo: «A mí, el más insignificante de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, e iluminar la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo… Según el designio eterno, realizado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ef. 3,8.9.11).

 

Rom.8,14-17 – Como es el Padre, es el Hijo – En una oración enseñada por Jesús, las comunidades cristianas del tiempo de Pablo llamaban a Dios «Abba», término arameo que significa papá. Jamás un hebreo o un pagano se hubiera atrevido a semejante familiaridad. Sólo el Espíritu ha podido inspirar a los cristianos tal audacia. Dios es padre, porque quiere revelarse y darse a nosotros en toda su divinidad. Dios nos invita a ser semejantes a él, dejándonos libres, para que se pueda decir también de nosotros en relación a él: como es el padre, es el hijo.

 

 Mt.28,16-20 – El evangelio entre los paganos – Luego de una vida oscura vivida en Galilea, he aquí que ha llegado la hora de la verdad, en la que se revela la gloria de Jesús. Luego de una existencia discutida y confrontada, perseguido desde la infancia hasta la muerte, Jesús manifiesta quién es: «el cielo y la tierra», están en sus manos, se le ha dado todo poder. Contando con ese poder, y con la conciencia de la presencia permanente y activa, del resucitado, los discípulos han de emprender la misión universal. Ahora el misterio de este hombre, que Israel no ha sabido reconocer, «pertenece a todos los pueblos». Jesús confía a sus discípulos la tarea de dar testimonio y de tener la certeza de su presencia siempre renovada, hasta el fin de los siglos.

 

+++++

 

Esta fiesta tiene el carácter de una síntesis. Tras haber vivido los grandes tiempos litúrgicos, de Adviento a Pentecostés, se impone reflexionar sobre la unidad trinitaria. A lo largo de estos tiempos litúrgicos se ha revelado la acción de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto nos da pie para hacer una reflexión sobre el tema de la unidad, – Padre, que sean uno como tú y yo somos uno para que el mundo crea que tú me enviaste-; tampoco nosotros podemos emprender la misión si no ‘somos uno’. Me parece que pertenece a San Cipriano la frase según la cual, “la iglesia está unificada a imagen de la unidad trinitaria”.

 

Ahora pongo al principio la sencilla y acertada reflexión del p. Rupnik:

 

UN MINUTO CON  EL EVANGELIO

Marko I. Rupnik.

 

Enseñar a todas las naciones: ésta es la misión que Cristo nos dio. No pocas tentaciones se han presentado ante esta misión. Uno de los grandes riesgos es considerar lo que debe enseñarse como una doctrina teórica, como una especie de escuela. Pero puede ser todavía más grave pensar que creer es lo mismo que aprender, y que hacerse cristiano significa aprender y entender una doctrina. Pero Cristo dice: Enseñar a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. En la base, por lo tanto, hay un acontecimiento: el bautismo. Con él, el hombre participa, por medio de Cristo, en el amor inquebrantable y en la vida misma de Dios. Este amor de las santísimas Personas es total y absoluto, hasta el punto de ser un solo Dios. Por ello, también el hombre encontrará su sentido y su plena realización en el amor, con el cual se une libremente a los demás. La enseñanza a la que Cristo nos llama tiene su fuente en el bautismo y de él saca vida.

 

+++++

  1. Jean Nesmy escribe a propósito de esta fiesta: “Si la fiesta de pascua nos recuerda más especialmente que toda misa es sacrificio o memorial, la fiesta de la Trinidad debería grabar en los espíritus de todos los fieles la convicción de que toda liturgia es eucarística, acción de gracias, alabanza de Dios; y este carácter no le es menos fundamental que el de memorial, aun cuando quizá sea menos familiar a los cristianos de hoy. Es una lástima, pues así tendríamos más entusiasmo en nuestras «celebraciones» y también más estima de las vísperas, que nos preparan para la fiesta.

 

Esto equivale, pues, a decir también que el oficio de la Trinidad cae muy bien el día de la octava de ese pentecostés, en que el Espíritu Santo vino a enseñar a los discípulos de Cristo la alabanza a Dios por sus grades maravillas. Hasta tal punto, que a este mismo Espíritu se le invocaba solemnemente en ciertas fórmulas muy antiguas del ordinario de la misa, para que uniera a todos los fieles en una misma aclamación trinitaria: «Te ofrecemos la eucaristía, Trinidad eterna… Concede que todos los que toman parte en tus cosas santas sean uno contigo, de modo que sean llenos del Espíritu Santo para la confirmación de la fe en la verdad y para que puedan clamar a ti y a tu muy amado Hijo Jesucristo en una doxología por la que sea para siempre alabanza y poder con tu espíritu Santo». (Espiritualidad del año Litúrgico).

 

++++++++

 

Muchas veces se corre el riesgo de reducir a una fría abstracción lo que debería ser el centro vital de donde se desprende nuestra vida.  Dado que este misterio ilumina nuestra existencia, debemos acercarnos a él unidos a Jesús.

 

¡Somos tan pequeños y frágiles sobre la tierra, sobre este fragmento de arcilla desde donde la humanidad mira hacia las estrellas inaccesibles! Pero un día, vino alguien y abrió una ventana en el horizonte de los hombres. Su acción tenía la fuerza serena de la luz del alba, su palabra una potencia que alzaba y ponía en camino también a aquellos para quienes todo parecía terminado.  Sin embargo, él no reconducía a su propia persona las energías del amor que libraba, sino que las dirigía siempre hacia aquél que él llamaba su Padre, como si recibiese su ser de aquella fuente.  Aquellos que vivieron con El y escucharon su palabra no siempre estuvieron en grado de comprenderla verdaderamente. Pero cuando él desapareció de su vista, después de haberlos amado como nadie los había amado antes, experimentaron que Él no los había abandonado: una fuerza dentro de ellos, su Espíritu, los guiaba hacia la verdad de aquél hombre con el cual habían compartido un cierto período de camino. Este Espíritu les recordaba todo lo que Él les había dicho y les interpretaba las cosas que estaban sucediendo y las que iban a suceder.  Era como un progresivo descubrimiento del significado de lo que había sido dicho y hecho de una vez por todas: poco a poco se hacía más claro a sus ojos el sentido de la historia de la salvación.

 

El cristianismo es, indudablemente, el impulso más fuerte hacia lo Divino, porque manifiesta al hombre invadido por la vida de la Trinidad.  Si es así,  hay muchas auroras  que todavía no se  levantan ante nosotros, tantas auroras antes del día en el que, participando del domingo que no conoce ocaso, nuestros corazones palpitarán en la luz celeste; terminarán fundiéndose en la inmensa beatitud divina de la Santísima Trinidad.

 

 ++++

 

Vivimos en un mundo que no obstante tantas tensiones y tantos contrastes aspira hondamente a la unidad; de la misma manera que deseamos la paz, la justicia, la verdad, buscamos la unidad. San Pablo en la carta a los Efesios nos exhortaba hace unos domingos a desarrollar esas virtudes fundamentales para la convivencia comunitaria: “sean siempre humildes y amables; sean comprensivos y sopórtense mutuamente con amor; esfuércense en mantenerse unidos en el espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4,1ss). Como las demás virtudes, también la unidad será el resultado del amor que ha sido derramado en nuestro interior porque el Espíritu Santo nos ha sido dado.

 

Nos interrogamos ansiosamente cuál es el camino para llegar a la unidad. Los medios inventados, tales como los grandes organismos internacionales, parecen las más de las veces reducidos a la impotencia. Las guerras continúan, las brechas que separan a los hombres son cada vez más profundas y variadas, la pobreza se ahonda, las tensiones crecen. En nuestras familias no encontramos muchas veces la unidad que deseáramos. También al interno de las pequeñas unidades, como la familia o los lugares de trabajo, existen muchos fermentos de disgregación que frustran radicalmente nuestro anhelo de comunión. ¿Se podrá entonces pensar que se trata de una utopía?

 

La solemnidad de hoy nos hace volver la mirada a la fuente y modelo supremo de unidad: Dios. Dios no puede ser más que uno: “El Señor está arriba en el cielo y abajo en la tierra: y no hay otro”, tal es el dogma que se desprende del A.T. ¿Se trataría por lo tanto de un Dios solitario? En ese caso, no habría en él comunión y no podríamos mirarlo como un modelo de unidad. No es así. Ya nuestra experiencia nos prepara para esta revelación, todo lo que conocemos de la vida consiste en una relación, comenzando con nosotros mismos. O soy sujeto (yo) o soy objeto (a mí) frente a los otros “tú”. Vivir es esencialmente entrar en relación: la persona incluso en su autonomía irrepetible se realiza sólo en la relación con los otros, desde el momento que el hombre es creado a imagen de Dios, algo de semejante debería existir en su interioridad.

 

De hecho, en Dios existen personas. Ninguno de nosotros habría podido soñarlo, ni atrevido a formularlo, si no hubiera venido una de esas Personas, el Hijo, a revelárnoslo: “a Dios nadie lo ha visto jamás: sólo el hijo unigénito que está en el seno del Padre, lo ha revelado” (Jn 1,18). Ciertamente, esta revelación ha levantado el velo sobre la vida íntima de Dios, pero sin eliminar el Misterio. El Misterio es una cosa más grande que nosotros, que nos supera por todas partes y que de ningún modo puede ser encerrado en nuestros conceptos, pero existe también un medio ofrecido por Dios para penetrar en su vida íntima. Revelándonos el nombre de las tres Personas, Jesús nos ha delineado de algún modo también su rostro: Padre, Hijo y Espíritu. ¿Antropomorfismos puros? Cierto, Dios debe hablar a nuestro modo, porque si hablase a su propio modo no entenderíamos nada, pero en nuestro lenguaje nos ofrece un conocimiento verdadero si bien, imperfecto.

 

En el cielo, por lo tanto, hay un Padre que nos ama y cuya naturaleza es bondad. “Nadie es Padre como Él” escribió Tertuliano (s.II). Hay un Hijo, que es la Palabra infinita en la que Dios se expresa: Sabiduría generada por el Padre. Y existe el Espíritu, que es el vínculo sustancial de amor que los une en un solo ser. Son tres y uno inseparablemente. Hay alteridad al nivel de las Personas, y unidad al nivel de la naturaleza.

 

Dios se revela por lo tanto como una comunión de Personas, y con esto nos indica el secreto para realizar el anhelo de unidad. La reflexión de los datos bíblicos ha llevado a la teología a concluir que en Dios las personas no son autonomía, sino relación: “Esse ad” escribía Santo Tomás, lo que podría traducirse por: “Ser para”. Es la relación con el Hijo lo que constituye al Padre como Persona, y viceversa, si lo entendiéramos en su totalidad no veríamos más nuestra persona como un pequeño mundo cerrado, que se construye a sí mismo en el aislamiento, sino como una entidad abierta que busca de relacionarse fraternalmente con los otros, volviéndose acogedor hacia ellos y sabiendo ir al encuentro entregándose. Vivir es amar, y amar es darse. Así en Dios, y así también en las relaciones humanas.

 

Esta relación Dios no la realiza únicamente en el seno de la Trinidad, sino que lo extiende a los seres que su amor ha creado. La historia Bíblica nos revela a un Dios que interviene en la vida de los hombres para establecer con ellos una comunión: Adán, Abraham, Jacob, Moisés, son presentados como amigos de Dios. “El Señor hablaba a Moisés como un amigo habla a su amigo” (Ex 33,11). Así, el Altísimo que habita en una luz inaccesible se hace maravillosamente cercano. No solamente cercano, sino íntimo a nosotros: “Si alguno me ama, vendremos a él y haremos nuestra morada en él” (Jn 14,23); como no recordar a San Agustín cuando refiriéndose a Dios exclamaba: “Intímior íntimo meo”. Toda la inmensidad y la gloria de Dios, “que los cielos no pueden contener” habitan en la pequeña fragilidad del corazón humano. Alguien que lo ha entendido nos ha transmitido esta estupenda conclusión: “He descubierto el Paraíso en la tierra, porque el Paraíso es Dios y Dios habita dentro de mí” (Elizabeth de la Trinidad).