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Hemos comenzado el mes de la Patria y no en las mejores condiciones. Catástrofes y violencia homicida. Tiempo de informes, despedidas y novedades, nuevos retos, tibias renacen las esperanzas. Otro vuela a Europa, según oigo. ¡Bueno!  

“No se le vaya a caer a vuestra Majestad”, le dijo el presidente del congreso al emperador Agustín I, en el momento en que le ponía la corona imperial en la cabeza. “Yo haré que no se me caiga”, respondió seco don Agustín al momento que se aprestaba a coronar a doña Ana María Huerta de Iturbide como la Emperatriz del recién nacido México. Imperio azteca, imperio español, Ier. Imperio, 2º Imperio. Don Valentín Gómez Frías se encargó del panegírico y Santa Anna juró fidelidad. Las cosas ya apuntaban mal. Tampoco don Agustín sabía del fácil arte de gobernar; fácil, digo, según la tesis de AMLO. Era el momento culminante de su azarosa carrera, así lo pensaba, al menos en aquel instante apoteótico sin saber que el futuro, que jamás nos pertenece, le preparaba uno más estremecedor cuando se paró ante el pelotón de fusilamiento en Padilla Tamps. Son advertencias que no se deben menospreciar. Es bueno que nuestro gobierno siga vigilando todavía el precio de los chiles en nogada, deliciosa herencia de don Agustín  felizmente se conservada.

Y comienza una retahíla de jefes, presente siempre Santa Anna, nuestro mejor fraccionador y vendedor. Los primeros 34 años de la vida independiente México padeció 43 cambios de gobierno. Los disturbios y la inestabilidad política, producto de la ambición de poder de diversos jefes militares, provocaron que en promedio cada nueve meses y medio la silla presidencial fuese desocupada y ocupada por distintos personajes. Santa Anna es transversal a toda la época y más allá. 

Comenzamos con un emperador, pero también regentes, juntas, poder ejecutivo y triunviratos, según la forma que asumiera la nación recién nacida. La mayoría fueron simples presidentes y cuando ese título tan republicano no basta a la vanidad del agraciado, se hacía llamar Alteza Serenísima. Muchos gobernaron a México varias veces; uno hubo que repitió 11 veces, López de Santa Anna. Los hubo que solo duraron en el poder unas horas y otros desaparecieron sin dejar rastro. La inestabilidad fue la característica de la época y no la hemos superado del todo. ¿O sí? (Cf. Los presidentes. Rosas / Villalpando. Planeta 2001). Veamos.

En el vol. IV de “México a través de los Siglos” encontramos la nota siguiente: «En la vida de las naciones, por brillante que sea y copiosa en acontecimientos raros, suelen en un solo día ocurrir sucesos tan singulares que jamás vuelven a presentarse, o transcurren siglos para repetirse idénticos y de igual trascendencia. La entrada del ejército trigarante, (= de las Tres Garantías: Religión, Independencia y Unión), en la ciudad de México en la mañana del 27 de septiembre de 1821, fue uno de esos actos memorables que quizá no tenga semejante en las edades venideras. Con dificultad se concibe cómo en un solo día, tan serenamente se verificaba la emancipación de un pueblo que, con la independencia, recibía la llave de oro destinada a franquear las puertas de una era rica en promesas lisonjeras y esperanzas felices». Ahora: ¿Qué nos queda de esas tres garantías, de esas posibilidades? ¿Qué hemos hecho con esa “llave de oro” que nos franquearía las puertas del futuro? ¿Somos más libres hoy? Entonces se enfrentó a un régimen colonial que se desmoronaba bajo la estulticia de los Borbones. Ahora nuestra lucha es contra otra tiranía. Hoy no es una potencia extranjera la que tiene sumido a México en este lamentable estado de postración, se trata de familiaridad con la mentira, de la “desnudez espiritual” (Camus), que nos permite, incluso, asesinar sin pena a los niños in ventre. 

«El dominio español había cesado para siempre, y desde ese momento, los ciudadanos de un dilatado imperio, libres y en actitud de servirse a sí mismos, entrarían a gozar de todos sus derechos; se constituirían de la manera más análoga a sus necesidades, con leyes propias y de práctica fácil para avanzar rápidamente en la carrera de la civilización: dueños de un terreno basto y lujoso, en breve tiempo se hallarían hartos de riquezas y tocando la cumbre de prosperidad antes alcanzada por los pueblos cultos».  Nada de esto fue posible. Inmediatamente, la ambición de poder y la estupidez hicieron su arribo. Iturbide destruyó con una mano lo que levantó con la otra cuando se proclamó emperador. Error mortal para él y para el recién nacido. Si la independencia norteamericana era un referente, debieron haber aprendido también el método y la organización de aquel país. Cuando se comparan las dos independencias, la mexicana aparece dañada en su mismo origen. Nosotros lo tuvimos todo y lo perdimos todo. A ellos no se les ocurrió ponerse a matar ingleses ni quitar la estatua de Washington para poner en su lugar otra de Toro Sentado, honorable ciudadano de la tribu cheroqui.

Pero en septiembre de 1821, había motivos para el entusiasmo. «Sobrábale razón a la gente sencilla para gustar con vehemencia siquiera por algunas horas de un sueño venturoso. Todo se prestaba a despertar ilusiones gratísimas, que se creían realizables al contemplar el unánime regocijo de la ciudad, destinada a ser la gran capital del Imperio. En ella estaban vinculados los más solemnes recuerdos, y su situación, sus obras monumentales y el natural influjo de su amplio comercio, y de su numeroso vecindario, de su riqueza y de sus focos intelectuales, exigían que fuera la metrópoli de una nación ya puesta en vía de hacerse poderosa y respetable». 

Y en realidad, el entusiasmo de la Capital fue desbordante aquel día, cuando Iturbide al frente de su ejército hacía la entrada triunfal. «La multitud, ebria de placer no pensaba más que en solazarse y en disfrutar de sus primeras horas de libertad, ni veía más que horizontes risueños y lontananzas de prosperidad interminable». Triste despertar de ese sueño. En aquellos momentos nadie pensaba en la organización de un país. Luego de 200 años aún no podemos organizarlo, ¡Imagínese en aquellos momentos! Casi repentinamente aquellos buenos y recién nacidos mexicanos se vieron ante la tarea imperiosa de organizar un país, cosa que no se nos da muy bien a los mexicanos. Se vieron obligados a ensayar un cambio radical de usos y costumbre, de política y administración. 

El Plan de Iguala y los Tratados de Córdova habían dado las bases, y nada más, de la Independencia; el Plan de Iguala en el art. 15 prevenía sólo que todos los ramos del estado quedasen sin alteración alguna, y aún los empleados políticos, eclesiásticos, civiles y militares, quedasen en el estado mismo en que existían. Se ofrecerìa la corona a Fernando VII o uno de sus vástagos. Los delitos deberían perseguirse con total apego a la Constitución Española, y era evidente la insuficiencia de esas disposiciones para acudir sin demora a satisfacer las emergencias que sobrevendrían al día siguiente al haberse consumado la emancipación; la policía se sintió en el aire, – tampoco tenían para el combustible – y la delincuencia gozaba de relativa impunidad. Aunque no tanto como ahora.  

Hubo también de atenderse el asunto fiscal que necesariamente había de alterarse; el comercio en expectativa de sujetarse a nuevas tarifas y cambios y esperando el desenlace total de los sucesos, quedaba inactivo.  Como podemos ver, la situación que enfrentaban los primeros mexicanos era una auténtica novedad que presentaba retos hasta entonces desconocidos y que debían ser atendidos de manera inmediata. ¿Habría gente capaz de enfrentar esa situación, de conformar un gabinete para llevar a buen término los presupuestos de toda independencia? Los sucesos que siguieron: La Nueva España, que fuera, se desmembró; abarcaba desde la frontea con Panamá hasta Oregon y todo el sur de EE. UU., se inició una guerra intestina que termino con la ‘pax porphiriana’. Esto  nos hace dudar seriamente sobre el particular. Todo nacimiento, y la independencia lo fue, es una experiencia traumática.

Don Agustín, para hacer frente a estas y muchas necesidades más, nombró una Junta que de conformidad con lo estipulado con los Tratados de Córdova se compondría de «los primeros hombres del imperio, primeros  por sus virtudes, por sus destinos, por sus fortunas, representación y concepto, y aquellos que están designados por la opinión general, cuyo número sea bastante considerable, (no existían los pluris), para que la reunión dé luces asegure el acierto en sus determinaciones, que serán emanaciones de la autoridad, y facultades que les conceden los artículos siguientes». Para constituir la Junta Gubernativa Provisional, Iturbide nombró a 38 individuos encabezados por el ilustrísimo Señor D. Antonio Joaquín Pérez Martínez, Obispo de Puebla de los Ángeles, como presidente.  Se redactó el Acta de independencia y se firmó el 28 de sep. 1821. Encabezan la firma el obispo de Puebla y D. Agustín. Así se iniciaba el México Independiente.