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De niño, hace muchos ayeres, la posibilidad de encontrar un entierro inflamaba nuestra imaginación infantil; era frecuente oír relatos de personas que al azar habían encontrado un tesoro escondido, oculto en algún lugar impensable. Andaba la gente a dice y dice que ahora, don fulano, al tumbar una pared de la casa por cualquier motivo habíase encontrado con una olla de monedas de oro, o de pesos de plata del 0720. A don zutano sucedióle que, mientras araba la tierra, la reja del arado topó con algo raro que no era una piedra; hurgó, y lo que encontró fue una olla de barro llena con metales preciosos. Decíase que los fuegos fatuos que se veían a intervalos en la pradera denunciaban el lugar donde estaba un “entierro”. Y no era raro que algún aparecido pertinaz indicase el lugar, pero había que preguntárselo y los videntes por lo general enmudecían ante la fantasmal visión. Pero la pared por donde desaparecía el ánima indicaba el punto. Todo aquello permanecía vivo en la imaginación popular de mi pueblo y no era raro que los niños fuésemos al campo en busca tesoros escondidos. Aparte de vagar dulcemente por el campo y una buena asoleada, no encontramos nunca ningún tesoro. Lo que sí ya no me sonaba muy bien era la conseja de que tales entierros fuesen obra de Pancho Villa dado que el Centauro nunca nos honró con su presencia. Lo único que de él quedó en mi pueblo fueron Casimiro Márquez y mi tío Simón Antillón, cabo y teniente que fueron de División del Norte. De cualquier modo, la posibilidad de un hallazgo de tal naturaleza cautivaba la imaginación y la hacía volar al mundo fantástico de lo imaginario, la isla del tesoro, el escondrijo de los piratas, el sitio donde los asaltabancos habrían escondido lo robado por las prisas que les imprimían los sheriffes. Bendita y seductora imaginación de la gente sencilla. Pero no todo es imaginación, realidad sí que la hay y no pocas veces tuvieron lugar esos hallazgos fabulosos.

Buscadores de tesoros, expertos, hábiles, que saben hurgar con la mirada el tiradero donde puede estar la perla de gran valor o encontrar, “por casualidad”, en un campo ajeno, un tesoro, los ha habido.  Luego vienen las prioridades: vender todos los haberes, todas las baratijas y abalorios y comprar la perla de gran valor o el campo donde está el tesoro. Todo con gran “alegría”, que no puede ser de otro modo. La satisfacción de una buena inversión.

Ahí están los arqueólogos con la mirada bien ejercitada. Sucede que en Palestina quizá como en ninguna otra parte, la imaginación popular anda siempre obsesionada con la idea de descubrir tesoros. El hortelano hace en su jardín algunos sondeos ansiosamente y a hurtadillas, con la esperanza en el corazón de tropezar con unas ánforas llenas de antigüedades. Los monjes de Qumrán poseían una guía para los buscadores de tesoros. Muchos siglos después, en las montañas frente al Mar Muerto, ofensivos riscos y cuevas hechos por ventisqueros agotados, unos pastores que buscaban tesoros en dichas cuevas encontraron los famosos manuscritos de dichos monjes; uno de los hallazgos más importantes e impresionantes hasta entonces. Buscaban un tesoro … y lo hallaron: los rollos del Mar Muerto.

De este terreno fértil y de las hondas experiencias humanas, sacaba Jesús el material para sus parábolas: los pescadores, viñadores, ovejas y pastores, la mies y los trigales en sazón; el padre que pierde un hijo y el otro que no lo comprende; de cosas sencillas les hablaba el Señor; y la gente comprendía y, así, con parábolas, parientes del enigma, presentaba Jesús los misterios del Reino.

Así, pues, “el Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. Quien lo encuentra, lo esconde de nuevo, y lleno de alegría, va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo. También es el Reino de los cielos como un mercader que buscaba perlas finas y cuando encuentra una de gran valor, va y vendo todo lo que tiene para comprarla”. ¿Qué quiso decir Jesús con estas parábolas? Es un enigma. Todas las parábolas de Jesús fuerzan al oyente a tomar postura sobre su persona y sobre su misión.

El ha venido a instaurar un reino, el reino de la verdad y de la vida y el amor, de la justicia, de la paz y de la gracia; a inaugurar una nueva forma de relación entre los hombres cuya ley suprema es el amor; el reino es Jesús mismo, su mensaje, su propuesta, la vida misma que trae a la tierra. El habla de los “misterios del reino”, proyecto de Dios plenamente manifestado en él. De esta forma, el reino es el valor absoluto. Quien logra encontrarlo, ha encontrado lo más valioso que existe. Oportunidad y gracia definitivas que no podemos despreciar sino a precio de la vida.

¿Qué no haríamos para encontrar la isla del tesoro, o para obtener el premio mayor de la lotería? La verdadera fortuna de toda vida es el descubrimiento inesperado del Reino de los Cielos. Para lograrlo es necesario hacer como el hombre de la parábola: buscar y, luego, vender todos los haberes para comprar el bien deseado recién descubierto, el terreno donde está el tesoro o la perla de gran valor que está en el rastro.

El mercader anda a la busca de perlas preciosas. Su oficio es buscar, “rastrear”. El hallazgo sigue siendo siempre una suerte, pero hace falta habilidad para descubrir una perla en un bazar oriental. Los rastros, o mercados callejeros son un lugar fascinante donde pueden encontrarse verdaderos tesoros. Me consta. Pero hay que ser hábiles para ello.

No hay nada que pueda compararse con ese tesoro o esa perla de gran valor. La alegría embriaga al hombre que ha logrado tal hallazgo. Para él, lo único que cuenta es la adquisición del campo donde está el tesoro o la piedra preciosa, incomparable. Podemos decir que un tesoro se encuentra por azar, sin embargo, de una u otra forma, se anda en busca del tesoro. Dios es tan respetuoso con la naturaleza y la libertad que sus golpes luminosos, que pueden tumbarnos del caballo, no los regala nunca a los pasivos, los desinteresados, a los indiferentes, sino que los inserta en los caminos dialécticos de los activos, de los “buscadores”, de los que andan inquietos. S. Agustín es el modelo acabado del género.

El hombre que encuentra el Reino en su camino queda transformado de los pies a la cabeza. «Se ha cumplido el tiempo  y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en el evangelio» (Mc 1,15). El que cree en el evangelio, debe saber que ha encontrado un tesoro. En otras palabras, plenamente evangélicas, ese hombre ha entrado en el Reino; y deja que el Reino penetre en él, y le conquiste, en cuerpo y alma. Lo demás, en lo sucesivo, ya no cuenta o cuentan muy relativamente: bienes temporales, búsqueda de una justicia simplemente humana, confianza en sí mismo, en sus méritos… A todo ello renuncia por ese bien superior que a todo lo suple ventajosamente. La hora del cumplimiento ha llegado: este es el acento fundamental de las parábolas.   

La historia de las conversiones ilustra muy bien lo que significa encontrar la perla de gran valor o el tesoro escondido en el campo. Cerca de nosotros está Emmanuel Mounier, (1905-1950), filósofo, fundador del personalismo. Hay en su juventud una crisis, unas dudas de tipo clásico: una religión que ha permanecido en su estadio infantil, y por ello resulta insuficiente, mientras el resto de su personalidad ha seguido su camino ascendente. Luego, postrado en tierra, completamente, inmunizado para la vida por “una conversión intelectual y religiosa … partiendo de cero”. Con el fin de vivir, acepta ser lo que es: “en el fondo un hombre de fe, hasta en la constitución y el temperamento … uno de esos hombres que están hecho para creer … en fin, todas las conversiones no son más que el hallazgo de la perla preciosa o del tesoro escondido. No acabaríamos de citar la pléyade de conversos que llegaron a la fe por los más insospechados caminos. A. Frossard, por ejemplo. “Dios existe. Yo me lo encontré”, titula el hermoso librito donde narra su conversión.  ¿Nosotros, habremos encontrado ese tesoro, esa perla de gran valor?  ¿O vamos al garete por la vida? Es también un misterio.

Esto hacía decir a P.  Claudel: «El hombre pasa toda su vida delante de la puerta abierta. ¿Por qué no entra? Y lo que es absolutamente trágico es que se queda delante de la puerta, y es, en un cierto sentido, hombre de buena fe y de buena voluntad. Podría muy bien volver la espalda a la puerta y marcharse a correr por el campo. Pero sigue toda su vida ante la puerta, y nadie, ni tal vez él mismo, sabrá jamás por qué no ha entrado. Y, sin embargo, Dios no es culpable, puesto que él ha abierto la puerta y no se puede hacer pasar al hombre a la fuerza».

¿No será esta nuestra situación?

La vida espiritual es la sabiduría de las prioridades.