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LOS JESUITAS. El año 2040 la Compañía de Jesús cumplirá 500 años; su fundación data del  27 de septiembre de 1540 mediante la bula del papa Pablo III, Regimini Militantis Ecclesiae. La historia de estos cinco siglos de existencia se revela rica, compleja y no pocas veces tumultuosa. Y, no pocas veces, tormentosa.

 

Así, por ejemplo, el 29 de enero de 1767, el rey de España, Carlos III, decretó la expulsión de los jesuitas de todos los dominios del Imperio. Y lo mismo hicieron  Portugal, Francia y Nápoles. La consecuencia inmediata fue que todas las misiones en los territorios de estos reinos, que estaban extendidos alrededor del mundo y que estaban a su cargo, quedaron abandonas. Las misiones de la Alta y Baja Tarahumara quedaron solas y los misioneros fueron llevados a pezuña de caballo, (a pie y hostigados por la caballería), hasta Veracruz para ser enviados a ver a dónde. El colmo del escándalo fue la supresión de la Orden decretada por el papa Clemente XIII (1758-1769) mediante un Breve con el rimbombante título de “Dominus ac Redemptor” del 21 de julio de 1773. Al Superior General, Lorenzo Ricci y a  sus asistentes, el buen papa los hizo encarcelar en la prisión de Sant’Angelo: el P. Ricci murió ahí. Pienso estar en lo cierto cuando creo que Dios usa santamente de la ironía. Como sabemos, el papa actual es un jesuita; cuando resultó electo, los cardenales le sugirieron, ¿en broma?, que tomara como nombre Clemente XIV.    El prefirió el de Francisco; ¿cuál Francisco, el de Asís o el de Javier? Juan Pablo II también  intervino la Orden. El 7 de agosto de 1981, el p. Arrupe, General de la Orden, cayó víctima de un derrame cerebral y el papa JP II, el  6 de octubre de 1981 comunicó a la Compañía que no se nombraría nuevo superior hasta que él lo autorizara. Se temió lo peor: otra supresión pero todo terminó en una intervención mediante la designación de un comisario, un viejo y buen jesuita, de las confianzas del papa, Paolo Dezza. En la supresión de 1773 fueron las casas de Borbón quienes instigaron y manejaron al papa. En la intervención del papa JP II obraron factores internos de comunidades religiosas, algunas muy conocidos por sus escándalos, pero de cuyos nombres no quiero acordarme. Tumultuosa, pues, la historia de los jesuitas. Esto es solo una probadita.

 

Tan admirada como vilipendiada, la Compañía ha escapado siempre a clasificaciones fáciles. ¿Qué es la Orden religiosa conocida como Compañía de Jesús? Esencialmente no es más que una orden religiosa católica romana entre otras: sus miembros hacen los votos de pobreza, castidad y obediencia; se ejercitan en ministerios tradicionales:   predicación y administración de los sacramentos, y, como muchos otros, parten a la misiones a países lejanos. Jerónimo Nadal, jesuita de las primeras horas y de gran influencia, decía: «el mundo es nuestra morada» afirmando con ello que un jesuita debe sentirse como en su casa en cualquier parte del mundo donde tenga que desempeñar su trabajo.

 

A escasos diez años  de la fundación, los jesuitas abrieron sus primeros colegios para alumnos laicos, cosa que ninguna orden religiosa había hecho hasta entonces de manera sistemática. Por ello, los jesuitas comenzaron a caracterizarse. Sus colegios los obligaron a introducirse en la cultura secular. Se convirtieron en poetas, astrónomos, arquitectos, antropólogos, hombres de ciencia, de teatro, reviviendo el clasicismo,  y de otras muchas cosas.

 

Gozaron de una gran consideración, pero igualmente, fueron acusados y detestados, incluso en los medios católicos. Durante siglos, la historiografía ha  reflejado esta ambivalencia: tan pronto los jesuitas son considerados como santos, e inmediatamente después, demonios.  En los últimos 20 años se ha producido un acontecimiento importante: los historiadores han abordado el tema sobre los jesuitas de una manera más imparcial.  Han comenzado a plantearse la pregunta: ¿quiénes son ellos?  Este nuevo acercamiento se ha revelado extremadamente fructuoso. Ahora se sabe más de los jesuitas que nunca y nosotros podemos lanzar sobre ellos una mirada más nueva e instructiva.

 

IÑIGO DE LOYOLA. El 2 de febrero de 1528, un piadoso gentilhombre, vasco, de nombre Iñigo de Loyola llegó a París.  A sus 37 años quería obtener un diploma universitario. Se inscribió en la universidad en donde vivió por más de un año hasta que se instaló en el colegio de Santa Bárbara. Ahí, convivió  largamente con dos estudiantes menores que él, Pedro Favre, – beatificado en fast track por Papa Francisco -, y Francisco Javier. Los tres hombres se unieron por una gran amistad entre ellos y después se les unieron  otros cuatro estudiantes: Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla y Simao Rodrígues. En esa época Iñigo toma el nombre de Ignacio.

 

Inspirados por Ignacio, éstos « amigos en el Señor», como se calificaban a sí mismos, hicieron la promesa, en el verano de 1534, de ir juntos a Tierra Santa para permanecer, al menos por algún tiempo, ahí donde Jesús vivió y para trabajar «por la salvación de las almas». Es el caso que no pudieron cumplir sus deseos en razón de las perturbaciones políticas en todo el Mediterráneo y decidieron ponerse a disposición del Papa para las misiones que éste tuviese a bien encomendarles.  El 15 de Agosto, en el curso de una misa celebrada por Favre, el único que era sacerdote en el grupo en esa época,  se comprometieron en voto a seguir esa vida y vivir en pobreza. Como todos, por lo demás, deseaban ser ordenados sacerdotes, habían hecho promesa de castidad en el celibato. Ellos no sabían todavía, en ese memorable 15 de agosto de 1534, que  daban el primer paso que conduciría, seis años más tarde, a la fundación de la Compañía de Jesús.

 

Antes de abandonar París, se juntaron a los siete primeros otros tres estudiantes: Claude Jay, Paschase Broet y Jean Codure. En 1537 los diez compañeros, ahora revestidos por su prestigioso diploma en maestros en Arte de la Universidad de París, llegaron a Venecia. Ahí fueron ordenados sacerdotes y esperaban embarcarse para el próximo Oriente. Mientras esperaban, se dedicaron a la predicación y a otros ministerios en el norte y centro de Italia. Cuando se les preguntaban quiénes eran, respondían sin más que ellos pertenecían a la «Compañía de Jesús» (Societas Iesu). A medida que los meses pasaban y se convertían en años, tomaron conciencia que las tensiones políticas hacían imposible el viaje a Tierra Santa. ¿Qué hacer entonces? Permanecer juntos y buscar nuevos miembros. En tal circunstancia, ¿no deberían decidirse a fundar una nueva orden religiosa?

 

En el verano de 1539, se encuentran en Roma. Durante tres meses se reúnen todos los días para pensar en el futuro y en la medida de lo posible, planearlo. No solamente deciden, por lo pronto, permanecer juntos y fundar una nueva orden, sino que, en el espacio de dos semanas llegan a establecer las grandes líneas de una manera suficientemente precisa para  ese fin y, luego, someterlo a la aprobación de la Santa Sede. Dan a este documento el nombre de: Formula Vivendi. (Proyecto de Vida). La Santa Sede pone algunas objeciones, se preocupa un tanto, introduce algunas modificaciones y acepta finalmente la “Formula” que es aprobada y que figura tal cual en la bula de Pablo III ya citada. La fecha de  publicación de la bula es del 27 de septiembre de 1540.  En esa fecha nace la Compañía de Jesús.

 

El 19 de abril siguiente los compañeros eligen como superior a Ignacio que permanecerá en ese puesto, Superior General, hasta su muerte en 1556.  Antes de esta elección, Francisco Javier, había partido para Lisboa, en  búsqueda del Rey Juan III de Portugal a fin de prepararse y partir en misión para las Indias, lejano Oriente, diríamos hoy. Francisco Javier llegaría a su destino dos años más tardes y se convertirá en el misionero más célebre en los tiempos modernos. Mientras Francisco Javier continúa su obra de evangelización más allá de la India y se dirige a las regiones del Sureste Asiático, Ignacio permanece en su puesto en Roma para asegurar el gobierno de la joven compañía. Se dedica completamente a la redacción de las “Constituciones”, que describen las estructuras y procedimientos que habrán de regirla.

 

Compuesta de diez miembros en 1540, la Compañía conoció un desarrollo extraordinario de suerte que a la muerte de Ignacio, seis años más tarde, contaba con mil miembros. Excepción hecha de las Islas Británicas, (Ignacio mandó 12 jesuitas a Inglaterra que fueron tranquilamente decapitados por las huestes de Enrique VIII, episodio poco conocido), y de Escandinavia, la Compañía se instaló prácticamente en toda la Europa Occidental donde inmediatamente abrió colegios. Los colegios,  la marca de fábrica de los jesuitas. La Compañía se instaló igualmente en ultramar. De los 1000 jesuitas contados en 1556, 55 se encontraban en Goa,  India, y 25 en Brasil donde habían desembarcado en 1547. Dos años más tarde, en 1549, Francisco Javier penetra en Japón y echa las bases de la que será la misión cristiana más lejana en el  extremo Oriente. Francico Javier funda la misión en Japón el 15 de agosto de 1549. Este gran misionero muere en 1552 cuando estaba a punto de alcanzar la China Continental.

 

En América Latina, simplemente, se hicieron presentes desde Patagonia hasta las misiones del padre Kino sj, que trabajó en lo que ahora es Arizona y Sonora. Fundaron todas las misiones de la sierra Tarahumara, que quedaría como Vicariato Apostólico, es decir, un territorio gobernado por el Papa. Así quedó hasta que Prigione lo desmanteló.  En EE.UU, sobre todo después de la supresión, los jesuitas tuvieron un éxito que dura hasta nuestros días. Siguiendo las riveras del Potomac, llegaron a lo que sería Geoge Town, ahí fundaron un colegio que hoy es la gloriosa Georgetown University; cerca está la Universidad Católica de Washington, también de ellos.

 

Desde La India, concretamente, desde Goa, lejanas tierras, Francisco Javier escribió una carta a Ignacio de Loyola, que hemos dejado en Roma, la cual carta refleja el espíritu con el que fue fundada la Compañía. ¿Por qué esta carta no puede ser leída por los universitarios católicos, que debe haberlos,  en nuestros días?  ¿Se dice que el cristianismo es la religión de la angustia, que es triste, que es la religión de los esclavos? ¿No será, más bien, que, quienes somos esclavos, estamos tristes y angustiados, somos los que solemos llamamos cristianos? Una religión no produciría esos genios de la acción y el pensamiento, si fuera la religión de la angustia. He aquí la carta de Francisco Javier a Ignacio:

 

“Visitamos las aldeas de los neófitos, que pocos años antes habían recibido la iniciación cristiana. Esta tierra no es habitada por los portugueses, ya que es sumamente estéril y pobre, y los cristianos nativos, privados de sacerdotes, lo único que saben es que son cristianos. No hay nadie que celebre para ellos la misa, nadie que les enseñe el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría o los mandamientos de la ley de Dios.

 

Por esto, desde que he llegado aquí, no me he dado momento de reposo: me he dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no habían recibido aún este sacramento. De este modo, purifiqué a un número ingente de niños que, como suele decirse, no sabían distinguir su mano derecha de la izquierda. Los niños no me dejaban recitar el Oficio divino ni comer ni descansar, hasta que les enseñaba alguna oración; entonces comencé a darme cuenta de que de ellos es el reino de los cielos.

 

Por tanto, como no podía cristianamente negarme a tan piadosos deseos, comenzando por la profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, les enseñaba el Símbolo de los apóstoles y las oraciones del Padrenuestro y el Avemaría. Advertí en ellos gran disposición, de tal manera que, si hubiera quien los instruyese en la doctrina cristiana, sin duda llegarían a ser unos excelentes cristianos.

 

Muchos, en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquiera, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: “!Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del cielo y se precipitan en el  infierno!”.

 

¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ellos podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que les han confiado. Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando de lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al arbitrio de Dios, diciendo de corazón: “Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India”.

 

Y allá ha ido el papa Francisco con el sencillo y fraternal mensaje del evangelio, desprovisto de “toda sabiduría humana”; elemental y sencillo mensaje. Después de todo, qué otra cosa más elemental y sencilla que anunciar la urgente necesidad de perdón, reconciliación, paz a un mundo tristemente dividido por el odio y la guerra. Qué cosa más importante que invitar a los jóvenes católicos de Asia, y a todos los jóvenes de Asia, a la valentía del testimonio: “Cristo les llama a ustedes y a mí a despertar, a estar bien despejados y atentos, a ver las cosas  que realmente importan en  la vida. Y, más aún, les pide y me pide  que vayamos por los caminos y senderos de este mundo,  llamando a las puertas de los corazones de los otros, invitándolos a acogerlo en sus vidas”.

 

¿No querrá Papa Francisco visitar el antiguo Vicariato Apostólico de la Tarahumara que por siglos estuvo a cargo de los jesuitas y donde muchos de ellos sellaron con su sangre el mensaje? ¿No querrá, él, tan sensible al problema migratorio, visitar nuestra Ciudad que conoce a la perfección el drama de los migrantes? No olvidemos que envió a su Secretario de Estado a México para tratar el problema de los niños migrantes con los países de la zona. Tal vez.