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La liturgia de estos últimos copases del Año se torna decididamente escatológica. Lo vemos en la Liturgia de la Horas, El Oficio de Lecturas y en la liturgia de la Palabra de todos estos días. Te comparto esta simple reflexión que, creo, publiqué en El Diario. Creo que debemos prepararnos para este tiempo litúrgico intenso con la meditación de los textos que nos brinda la liturgia. Decía el P. Luis Alonso, comentando la D. V., que el tiempo dedicado a la preparación de homilía es netamente pastoral, evangelizador.

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¿Qué es la vida eterna? En nuestro tiempo, cuando se ha perdido en gran medida las referencias judeocristianas la exposición de nuestra fe exige un mayor esfuerzo, no para “poner al día”, sino para examinar sus principales fundamentos y ayudar a los creyentes. Tal fue el objetivo del “Año de la fe”. Solo una fe comprendida puede ser compartida. Permanece el reto de llevar el dogma a la homilía, como lo hicieron los SS. Padres. Si esto no se tiene en cuenta, cualquier “pastor” o Ponchito, nos da las buenas y las malas.

Sabemos que existen muchas objeciones, dudas y acusaciones en una sociedad secularizada, presa de la duda y la sospecha; pareciera que, una vez más, el mundo de la ciencia nos acusara de oscurantismo y de oposición al progreso. En especial, la escatología revela una total inadecuación entre la fe cristiana y “este mundo”. El fin del Año Litúrgico está teñido con el color del final, o, si se quiere, de la novedad radical. ¿Qué es la vida eterna?

¿Cómo hablar de la «vida eterna»? El mensaje del Nuevo Testamento es muy parco a este respecto y, por principio, nos habla a partir de imágenes y experiencias tomadas de la vida temporal. Sabemos que la discontinuidad entre nuestras experiencias de este mundo y lo que nos espera es radical. Radical, pero no total. De no ser así, no podríamos decir absolutamente nada ni creer absolutamente nada al respecto, ni podríamos siquiera hablar de «vida». Partamos pues de las palabras «vida» y «eternidad».

Vivir es ver a Dios. La vida eterna será la plena manifestación de lo que está ya aquí presente y oculto al mismo tiempo. Consistirá en participar en la vida misma de Dios, es decir, en tomar parte en el intercambio amoroso de las tres Personas Divinas; por el don del Espíritu, viviremos plenamente como hermanos del Hijo e hijos del Padre. La diferencia con el tiempo presente es que veremos a Dios cara a cara. Entre personas espirituales la comunión de vida pasa por el intercambio constante del conocimiento y el amor. Sabemos el lugar que ocupa en estos intercambios vitales el hecho de ver al ser amado. El ver, como el oír y el tocar, son necesarios porque somos corporales. Pero lo que pasa con los órganos de los sentidos se puede aplicar también a un ver, a un escuchar y un tocar espirituales. Conocer a Dios y vivir de su vida se resumen en el hecho de verlo. Veremos a Dios y el «reino de Dios» congregado en torno al Hijo resucitado en la gloria del Padre.

El ver a Dios y la vida eterna aparecen a menudo ligados en el Nuevo Testamento, mientras que el Antiguo Testamento proclamaba que nadie puede ver a Dios sin morir. El final del prólogo del evangelio de Juan nos anuncia la novedad radical que se ha producido en Jesús: «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer». (Jn. 1,18). Porque el Hijo quiere conducirnos a través de él a la pura visión del Padre. La bienaventuranza prometida a «los limpios de corazón» es «ver a Dios» (Mt. 5,8). El que se niega a creer «no verá la vida» (Jn. 3,36). Por el contrario, «la vida eterna es que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn. 17,3). Ahora bien, conocer es ver. Asimismo, «cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn.3,2). Y también, en la ciudad santa los servidores de Dios «verán su rostro» (Ap. 22,4). Ya por anticipado, a los apóstoles se les ha permitido «ver» a Jesús resucitado.

San Ireneo desarrolla con entusiasmo esta correspondencia entre ver y vivir: «Los que ven a Dios están en Dios y participan de su esplendor. Ahora bien, el esplendor de Dios es vivificante. Por consiguiente, los que ven a Dios tendrán parte en su vida.  Este es el motivo por el cual el que es inaferrable, incomprensible e invisible se ofrece para ser visto, comprendido y aferrado por los hombres: para vivificar a los que lo aprehenden y lo ven. (…) Porque es imposible vivir sin la vida, y no hay vida más que por la participación en Dios; y esta participación en Dios consiste en ver a Dios y en gozar de su belleza. (…) La gloria de Dios es que el hombre viva y la vida del hombre es la visión de Dios».

Este texto glosa maravillosamente el Nuevo Testamento. Nos dice que la encarnación del Hijo es una invitación a los hombres para que disciernan a Dios en el rostro de Cristo. «Felipe quien me ha visto a mí ha visto al Padre», contestaba Jesús a Felipe (Jn. 14,9). La visión del Hijo lleva a la visión del Padre. Esta visión es «beatifica»: nos hace perfectamente felices.

Pero esta visión no es un espectáculo inmóvil. Otras imágenes pueden servirnos también para «representarnos» lo que es inaccesible, por ejemplo, la imagen de la fiesta o el banquete. La comida de fiesta asocia el placer de la mesa con el gusto de la convivencia y la alegría compartida. La venida de Cristo se compara en las parábolas a un banquete de boda con la humanidad. Se pueden señalar también numerosas imágenes litúrgicas, especialmente en el Apocalipsis, como la de la ciudad celeste, la nueva y gloriosa Jerusalén, morada de Dios con los hombres. En esta comunidad armoniosa y transparente no habrá sufrimiento ni violencia entre la multitud de hermanos y hermanas. Permitirá a la vez relaciones personales y relaciones de todos con todos. (cf. Creer. B. Sesbüé. p. 616).