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El mal escandaliza. La ciudad se estremece como los seres vivos para sacudirse del mal. El mal indica todo lo que es reprobable, todo lo que no es como debería ser. Partamos de aquí para hablar al respecto. ¿Qué mal más grande que la amenaza continua a la vida y a la integridad? ¿Qué mal mayor que la «fundamental insinceridad» con la que nos estamos manejando?  Lo que acontece en nuestra ciudad es reprobable; simplemente no debería acontecer. Es el mal. Se ha hecho común, fácil, ordinario lo que no debiera de ser; como, si por una especie de enloquecimiento se tornase fácil disponer de la vida humana, potestad reservada a Dios; como si fuese una “moda”, método de autoafirmación de subhumanos y de descarriados. ¡Qué grave es esto y que triste para la ciudad!

Cierto, también la nota roja requiere ser leída con filtros. “Si vemos solo las cosas de este mundo nos entristecemos”. (S. Agustín). Hay muchas cosas buenas. Pero ello no nos impide ver el lado oscuro del momento, sin pesimismo, pero sí con realismo. Agustín vivió el momento amargo de la destrucción de Roma y dejó plasmada su interpretación en la magna obra La Ciudad de Dios, verdadera teología de la historia. «La ciudad son los ciudadanos, no las paredes»», dice. Y nuestro tiempo tiene mucho parecido con ese tiempo. (B.XVI). Hoy también están cediendo los bastiones. Todo se reduce a una lucha innoble por el poder.

 En efecto, el mal dice relación al hombre; todo lo que en el hombre y en su condición existencial es equivocado, e impide que sea verdaderamente hombre, es malo. No es una simple regresión.  ¿Regreso a dónde? Ni siquiera al reino animal pues la “ley de la selva” es más segura que la de nuestras ciudades, pues el hombre tiene la capacidad de pervertir hasta el instinto.

Cité una vez a Angelo Silesius (Johann Scheffler, poeta, teólogo y médico alemán. s. XVII): “Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no veo más que una cosa entre la miseria. El pequeño dios del mundo, el hombre, es siempre del mismo temple. Viviría un poco mejor si no lo hubieran dado un rayo de luz celeste que llama razón y que no le ha servido más que para ser más bestia que las bestias”.

Esta brusca interrupción de la “hominización” ha acumulado mucho dolor innecesario. La república está sobrecargada de tensión, de desencanto, de frustración; promesas no cumplidas, metas no alcanzadas, la extraña capacidad para mentir, de engañar, de confundir con medias verdades y peligrosas polarizaciones; tal parece ser la precepción general. Al tiempo que se recuerda el asesinato artero del empresario regiomontano, realizado por ‘jóvenes valientes’, la “Nación” pide perdón a una mujer guerrillera, militante de esa liga: Solo aludo al gesto, no lo juzgo, pero ¿quién ha pedido perdón a la Nación? Sabemos que la violencia genera más violencia. Lea las entregas de Riva Palacio y Sarmiento esta semana; ahí se exhibe la podre y el uso políticos de los sucesos. Escribe Sarmiento: La nueva clase política rinde homenaje a los guerrilleros que matan a empresarios, pero quiere que los empresarios inviertan más en el país. Paradoja. Comienzan a escasear periodistas valiente e independientes.

El mal, pues, está referido a lo que hay de objetivamente equivocado y desordenado en las cosas, en las estructuras, en las condiciones existenciales y en las actitudes de los demás ante nosotros y de nosotros ante los demás. Que obscuro se torna el horizonte cuando nos informan que el coste de la inseguridad en México asciende a 286 mmdp. Un delito por segundo se perpetra en México. Y la lucha fracasa. Se trata de algo objetivamente equivocado y de un desorden muy grave. El mal cae, entonces, en la dimensión de lo que en religión se conoce como pecado; hablamos entonces del hombre mismo en cuanto éste es fuente de injusticia y de sufrimiento, de opresión y de muerte para su prójimo, bien en forma directa o bien en forma indirecta. El hombre lobo para el hombre, decían los romanos.

Luego, el mal se convierte en problema. Y en un problema muy grande pues el mal impide al hombre el camino hacia la plena realización de su ser humano. Ningún ser humano puede desarrollarse en un clima de maldad, de violencia, de inseguridad. Ahí tiene el mundo de la migración. Todos, sin excepción, nos encontramos con este problema en la vida. A este nivel, el mal nos escandaliza, por ello vemos el rechazo y la condena generalizada a toda forma de mal; las protestas y sus lemas hacen visible el repudio de cualquier alma que los sea, de cualquier persona que no haya claudicado en su esencia. Y al mismo tiempo se trata de un desafío a la intervención práctica, ¡hay que actuar; no podemos quedarnos mirando!, decimos. Y es que no es posible, ante el mal, tomar una actitud de radical indiferencia, ya que afecta al hombre en su realidad y en su responsabilidad. Crecer en esta conciencia significa que el mal ha de ser rechazado siempre y en donde se dé; no deberíamos reaccionar sólo “cuando me toca a mí”

Las reacciones. Una resignación pasiva, una forma de fatalismo cuando se cree que es imposible superar la situación; otra sería la rebelión absurda que puede terminar en la desesperación dado que el mal es grande y tiene recursos y formas de acción que no podemos desactivar. Otra forma es lo que yo he llamado el punto muerto de la protesta; la protesta es una parte legítima que debe disparar otros procesos de acción. No es raro que en estas luchas haya quienes sólo “buscan los reflectores”. Y no debe extrañarnos pues muchas veces las causas nobles sirven para otros fines. Existe también el desprecio estoico, y, sobre todo, lo más grave, según mi opinión, la inconsciencia, el hecho de que ni como personas, ni como familias ni como sociedad caigamos en la cuenta del problema en el que estamos metidos. Ésta nos lleva a una parálisis total y peligrosa. Esta actitud me recuerda a los animales que pacen a la orilla de las carreteras, junto al cadáver atropellado de sus congéneres, tranquilamente. En fin, existe una actitud de lucha confiada y comunitaria contra el mal recurriendo a todos los medios de la técnica y de la capacidad operativa y de imaginación del hombre a fin de disminuir los efectos del mal y atacar sus causas, tanto personales como estructurales.

Aquí no quiero considerar el problema del mal en forma teórica, es decir, en lo que tiene de problema filosófico y religioso, que es muy importante, sino el mal como lo experimentamos a diario. F. Fukuyama manejó en cierta ocasión la idea siguiente: los pueblos tienen un depósito, una herencia, una riqueza acumulada a lo largo del tiempo, que Fukuyama designa con el nombre de “capital social” que no es otra cosa que el conjunto de valores morales que se han acumulados con el paso de los años, de los siglos; a través de generaciones hemos acumulado riquezas morales enormes, sobre todos los valores cristianos que son los nuestros. Fukuyama dice que, de la misma manera que podemos malgastar y acabar con una herencia material, podemos destruir la herencia moral, el capital social. «entonces, dice el autor, podemos ver cualquier cosa.» Y el único agente que puede recuperar esa herencia perdida es, según Fukuyama, «únicamente la sociedad misma».  Creo que es nuestra situación: hemos perdido la herencia mayor, la más importante, los valores morales que heredamos de nuestros antepasados; religión, lengua, familia, patria.  Debemos prepararnos, pues, para ver «cualquier cosa.» Y ya las estamos viendo. En una sociedad que ha trastocado los valores morales puede suceder cualquier cosa. El mal, con su capacidad de destrucción, se enseñorea del ambiente. En estas condiciones no es ético despertar falsas expectativas.

 No se trata de moralismos. La Biblia no utiliza moralismos; más bien, utiliza los conceptos primordiales de luz y tinieblas. El bien es luz, esplendor, belleza; el mal es oscuridad y muerte. “Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Unidos a él somos luz” (IJn.1,5-6). Lo que sucede a nuestra cultura es lo que Pablo dice de la Roma decadente: «han cambiado la verdad de Dios por la mentira por eso Dios los abandonó a los caprichos depravados de su corazón» (ver Rm 1, 24-25). Tal es, en última instancia, nuestra realidad.