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La Liturgia.  Uno de los signos de la vitalidad de la iglesia, hoy y siempre ha de ser la fuerza, la intensidad y la alegría con que se vive y se celebra la Litúrgica.   La Liturgia es el ámbito privilegiado donde el pueblo de Dios es, con especial intensidad, eso, el pueblo de Dios que celebra a su Señor Resucitado.  La Liturgia es un don de Dios a su pueblo,   para que éste “renueve” las maravillas que Dios ha realizado en su favor a lo largo de la historia; la Liturgia actualiza, hace presente y renueva el amor de Dios manifestado en la historia.  Se trata de una de las inmensas gracias otorgadas por el Espíritu, que nos llama a una adhesión confiada y a una revitalización de nuestra fe. El pueblo de Dios nunca ha existido sin liturgia.

El Año Litúrgico.- Con la fiesta de “Cristo Rey” culmina ese largo tiempo litúrgico llamado “Tiempo Ordinario” con el que concluye el ciclo litúrgico anual en su totalidad.  En realidad, el año litúrgico consiste en una alternancia de tiempos de espera y tiempos de posesión colmada.  Tras las ardientes llamadas del Adviento, viene la antífona de Navidad: «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado», tras las súplicas de cuaresma, los aleluyas triunfales de Pascua; tras las oraciones del Cenáculo, pidiendo la venida del Espíritu, el gozo exultante de Pentecostés; luego, el “ciclo de la espera”, ese tiempo abierto, largo y no pocas veces difícil, como nuestra historia y nuestra vida que culminará con la proclamación gloriosa de Cristo, Señor de la historia y Rey del Universo, realidad final en la que culminará todo.  El año litúrgico, decía Pío XII, es Cristo mismo que pasa de nuevo en medio de nosotros.

El Ciclo de la Espera.  El ciclo abierto con la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad apostólica el día de Pascua, propiamente hablando, no se cierra.  Permanece abierto sobre el futuro. El año litúrgico termina en la espera de la gran manifestación del Señor cuando vuelva al final de los tiempos (Mc. 13,24-32).  «Entonces, se habrá consumado el misterio de Dios» (Ap. 10,7) Esta última parte del año litúrgico tiende hacia la gran manifestación, – parusía –  del Señor glorificado.

Esta parte, pues, del año litúrgico, la más larga,  está marcada por el signo de la esperanza, es un segmento profético, iluminado por la visión de  «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda Nación, razas, pueblos y lenguas y que gritan con voz fuerte: la salvación es de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap. 7,9-10).  El pueblo de Dios se encamina a través de los sufrimientos de esta vida hacia la manifestación suprema del amor Divino cuya manifestación definitiva será la venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.

La festividad de Cristo Rey nos permite ver mediante la liturgia nuestro futuro y el futuro de la creación entera: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva…. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo…..oí una voz potente que salía del trono, esa es la morada de Dios entre los hombres.  Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte, ni pena, ni llanto, ni dolor.  Todo lo antiguo habrá pasado.  El que estaba sentado en el trono dijo: Mira, he aquí que hago nuevas todas las cosas» (cf. Ap. 21, 1-8). Esta esperanza es la que celebramos en cada eucaristía cuando, después de la elevación, los fieles exclaman: ¡Ven, Señor Jesús!; esta es la fe que expresamos cuando, después del Padre nuestro nos confesamos como “el pueblo que vive aguardando a que se cumpla la feliz esperanza y venga del cielo nuestro Salvador Jesucristo”.  El es el centro de la historia, el único futuro, la única esperanza.  La liturgia, que es también pedagogía, nos permite “ver cual es el destino final de nuestra esperanza”. Cuando la reforma litúrgica de 1968 pone como coronación del año litúrgico la fiesta de Cristo Rey quiere hacernos vivir la dimensión escatológica de nuestra vida y de la historia.

Cristo Rey.  Si, como dice nuestro Señor y Salvador, «El Reino de Dios no ha de venir espectacularmente, ni dirán: Vedlo aquí o vedlo ahí, sino que el Reino de Dios está dentro de nosotros, pues cerca está la palabra, en nuestra boca y en nuestro corazón», sin duda, cuando pedimos que venga el Reino de Dios, lo que pedimos es que éste Reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Así hablaba Orígenes, en su comentario al Padre Nuestro. (+ 253.  O. de Lecturas. Fiesta de Cristo Rey)

En efecto, Dios reina en el corazón de sus Santos, en las almas de las personas buenas y justas, pero es necesario que ése reinado de Cristo, la ley de su amor, se haga patente también en las estructuras de nuestro mundo marcadas tantas veces por la injusticia, por el pecado, por el desamor;  es necesario que el Reino de Dios se haga también visible en nuestras familias para que éstas se conviertan en auténticas “escuelas de humanidad”.   Para que el Reino de Dios se refleje en nuestro mundo, necesitamos vivir con autenticidad nuestra fe cristiana.  Comenta Orígenes: “Con respecto al Reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que nada tiene que ver la justificación con la impiedad, ni hay nada de común entre la luz y las tinieblas, ni puede haber armonía entre Cristo y Satanás, así también pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado”.  Así pues, la festividad de Cristo Rey, en espera de la Parusía del Señor, nos invita a vivir plenamente nuestra fidelidad al evangelio para ser testigos del Reino en nuestro mundo.

“El Reino de Dios que está dentro de nosotros, llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a El todos su enemigos, entregue el Reino a Dios Padre, para que Dios sea todo en todo.  Por eso, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos:  Santificado sea tu Nombre, venga tu reino”

De tal manera, pues, que esta fiesta se convierte en la celebración de nuestra esperanza. Ciertamente la manifestación definitiva del Señor es obra del Espíritu Santo. “El me glorificará”, decía Jesús a los apóstoles antes de su partida (Jn. 16,14).  Es el Espíritu Santo el artesano silencioso de la invasión progresiva del mundo por la vida Divina que brota del Misterio Pascual.  Es el alma secreta que mueve el tiempo y la historia humana hacia su plenitud. Pero noquiere  hacer nada sin nosotros.  Tenemos pues, que entregarnos, totalmente, a ese soplo de amor, el Espíritu, que anima la vida de Jesús y anima también la vida de la iglesia.

La obra de Dios será consumada, vendrá su reino, cuando se realice lo que dice el Libero de la Sabiduría «el Espíritu del Señor llena la tierra» (Sab. 1,7). Entonces nuestro mundo se habrá convertido en la nueva creación; el Señor se habrá manifestado plenamente en su gloria real.  En este sentido nos prepara y nos encamina a lo largo de nuestra existencia, el curso siempre nuevo del año litúrgico, el cual debe convertirse en el verdadero marco de nuestra vida y de nuestra actividad. Nos recuerda la verdadera orientación de nuestra vida.

De ésta celebración, de la contemplación de Cristo Rey podemos sacar luces y nuevos impulsos misioneros en la celebración de nuestra fiesta jubilar; de ésta celebración, podemos sacar un propósito renovado de cooperar para que el reinado de Cristo transforme nuestra sociedad, transformando antes, nuestra propia vida.