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¿Por qué buscan entre
los muertos al
que está vivo?
(Lucas).

«Vivimos en adelante en la esperanza de la resurrección», afirmaba de forma insuperable S. Agustín. En efecto, sin esta esperanza solo quedan el vacío y el absurdo más completos. En contraste, en un epitafio romano datable alrededor del año 50 dC., podemos leer exactamente lo contrario: «In nihil de nihilo quam cito recídimos»: “de la nada en la nada qué pronto recaemos”. Proclamar el gran día que hizo el Señor, (Sal. 118) es abolir el brutal sinsentido que expresa tal epitafio que tan bien define al paganismo de entonces y de todos los tiempos. Qué absurdo volver a la nada de donde venimos; y esto ¡qué a prisa! Nos resta la inconsciente distracción del pagano. La sentencia de Agustín concretiza existencialmente nuestra fe: «Vivimos en adelante en la esperanza de la resurrección». Sí, nuestra vida de creyentes está marcada por la esperanza de una vida sin término en el cielo nuevo y la tierra nueva; “porque el primer cielo y la primera tierra habían desparecido y el mar ya no existía. … Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos; ya no habrá ni muerte, ni llanto, ni luto, ni dolor; pues lo de antes ha pasado”. (Ap.21,2.4).

Esa transformación radical se ha realizado ya, el día de la Resurrección de Jesús de Nazaret. Agustín señala el impacto de esta realidad en la vida concreta diciendo: “Nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos; Jesús, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su carne no experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros para salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros, sus sarmientos, se nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos tener vida”.

El peso de la humanidad doliente.

En los salmos que reza la liturgia en los días previos a la pascua, oímos el grito que brota menos del alma aislada que de la humanidad entera, y debemos aprovecharnos de que hoy día nos acucia más el gran miedo colectivo a fin de tomar conciencia de la fragilidad humana. Esa fragilidad humana está marcada en nuestra carne y en nuestra sangre, pero el pecado lo disgrega todo, todo lo enturbia: cuando cada uno se considera el centro del mundo, cediendo así al egoísmo radical, que no es otra cosa que el pecado original, ¿cómo podrá lograrse la unidad entre estas mónadas que se rozan sin mezclarse? Aislamiento y soledad sin sentido. No; la tierra no es el paraíso, y ni siquiera el paraíso terrenal; los querubines cierran el paso con su espada de fuego a los que quieren hallar aquí, en esta tierra, un nuevo paraíso, y la misma vida presente exige lucha continua cuyo fin es superar las expectativas de recompensas perecederas. En todo caso lo que nos queda aquí es el Lost Paradise, (Milton), ese paraíso por el que el hombre ha suspirado desde que en Adán lo perdió y que ha creído encontrarlo en los ídolos, incluso en los paraísos artificiales.

Ante este fracaso radical.

La comunidad ora y canta implicando a la creación entera, porque la Resurrección tiene efectos cósmicos, como los tuvo el pecado mismo. Entonces, mejor que hablar de una ‘transformación’, hablamos con Pablo de la Nueva Creación. “Y el que estaba sentado en el trono, (El Cristo Glorioso o Pantokrátor que llaman los griegos), dijo: «todo lo hago nuevo»”. (Ap.21,5). “Somos creaturas nuevas, con la novedad de Cristo”, dice Pablo. Por eso, con esta efusión de gozo pascual el mundo entero se desborda de alegría, reza la iglesia; “por que el Cordero de Dios, muriendo, destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” ; y también: “Por él, los hijos de la luz nacen a la vida eterna y las puertas de los cielos han vuelto a abrirse para los que creen el él, ya que en su muerte murió nuestra muerte y en su gloriosa resurrección hemos resucitado todos”. Tal es la única verdad que celebra el cristianismo y que en nuestras “misas”, tal vez aburridas y soñolientas, (G. Marcel), no alcanzamos a descubrir. Nos quedamos en el rito, en lo externo y no alcanzamos a contemplar el misterio. 

Nueva forma de presencia.

La muerte y la resurrección de Jesús no marcan un final, al contrario, son el episodio abierto hacia el verdadero futuro de la historia y del mundo. A la manera del camino que, al terminar el pueblecito, se pierde en lontananza; así, Jesús y su mensaje, su obra, avanzan hacia el futuro total, en la voz y los pies de los pregoneros, sus testigos.

La muerte y sepultura de Jesús, afirma J. Blank, no representan la última palabra para la tradición cristiana sobre el Señor. Más bien se marca para qué la persona de Jesús fue reconocida después por los discípulos bajo una nueva actividad.  El mensaje de que Dios había resucitado al crucificado Jesús, la fe pascual, pertenecía desde el principio al evangelio tal como la comunidad primitiva lo presentó a la opinión pública: «A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello… Sepa, pues, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a éste Jesús a quien ustedes crucificaron». (Hech 2,32.36). No son capítulos sucesivos, sino el proyecto unitario del Padre que se realiza en admirable unidad.

Este mensaje de la resurrección de Jesús no es, por lo tanto, ninguna apéndice suplementario, y en el fondo superfluo, al relato de los evangelios sobre Jesús, sino que expresa la nuevas relaciones con  Jesús de Nazaret en que se supieron inmersos, tanto la comunidad como los propios evangelistas, después de Pascua; para ellos la persona y la causa u obra de Jesús no había terminado en modo alguno sobre la cruz, ni en la tumba, antes bien, se mostraron como iniciadores que podían poner en marcha un nuevo movimiento o desarrollo. Si la muerte y la resurrección de Jesús quedan donde acontecieron, sin testigos ni pregoneros, no estábamos aquí.

La pesada piedra que cubre nuestra tumba.

La piedra que la Magdalena, – figura de la iglesia -, muy de mañana, encontró removida de la tumba del Señor libera nuestra vida de la banalidad. Una vida vivida desde la perspectiva de una tumba cerrada por una pesada piedra y un cadáver dentro es una vida banal. Poco importa cómo se viva. Quien es honesto, manso, bueno y misericordioso termina en la misma tumba; se pudrirá como quien fue ladrón, violento, posesivo e injusto. Y esto hace inútil la vida del hombre. La piedra que cierra definitivamente la tumba anula todo sentido de la vida, anula los esfuerzos del bien y, de hecho, hace triunfar el mal y la nada. La piedra removida, en cambio, arroja una luz de verdad al otro lado de la tumba. El Cristo que vuelve de la muerte hace ver de forma indiscutible que la verdad de la vida antes de la tumba es el amor, porque sólo el amor supera la muerte, solo el amor es más fuerte que la muerte. Desde el anuncio de la Magdalena de que la piedra fue removida, cada uno tiene la certeza de que se puede vivir para resucitar.

Así, pues, la comunidad cristiana debe siempre esforzarse en tomar conciencia de la “centralidad del misterio Pascual” liberándolo de lecturas reductivas meramente apologéticas o espiritualistas. En la Pascua la historia y el mundo están implicados en un nuevo proceso de transformación que los proyecta hacia Dios.  Cristo ha roto la prisión de los límites y de la muerte, del pecado y del fin, y ha inaugurado el reino de la redención y de la gracia. Es necesario devolver la fe cristiana a su matriz radical impidiendo, así, la reducción a un modelo vagamente ritual, filosófico, social o pietista.  El misterio Pascual es lo único que celebra el cristianismo, es el Sol de un nuevo sistema estelar. Todo gira en torno a Cristo Resucitado.  Todo lo a que él se acerca participa de su luz, de su vida; todo lo que de él se aleja es oscuridad y muerte. 

¡Felices fiesta de resurrección!