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Mi única tristeza

Es no ser santo.

Leon Bloy

 

Solo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego, según aserto de Aristóteles. No se trata, pues, de pasarla bien o de la ausencia de problemas, sino de esfuerzo, de virtud y disciplina. La alegría tampoco será el resultado de hábiles inducciones psicológicas, de un simple “yo estoy bien, tú estás bien”  o de métodos tan peregrinos como el uso de la risoterapia como antídoto del estrés: de 4 a 5, todos a reír. Se me figura a los tratamientos contra las arrugas; los usa uno, y sigue arrugándose.

 

Anhelo universal es el ansia por conquistar la felicidad plena cuando, de entrada, somos conscientes de que, aquello que podríamos llamar felicidad plena, no es posible en nuestra condición de viandantes.   Alegría y felicidad son términos intercambiables,  en último análisis. Separadas serían falsas, ambas. La alegría verdadera no puede más que ser signo de la verdadera felicidad; la alegría de un vicioso, no solo no es signo de felicidad alguna, sino que denuncia frustración. Yo, ahora estoy triste porque el Prof. Emilio Ávalos ha muerto, ahora sí que de muerte súbita, él, tan deportista. Alcancé a despedirme de él, el sábado en la noche, y darle los auxilios espirituales. Sí, hay tristeza; pero, ¡qué gran alegría, al mismo tiempo, saber que la muerte es solo el paso a la Vida!

 

El deseo de felicidad no puede desprenderse de nuestra existencia; toda ella es  su búsqueda, hasta por caminos equivocados.  Al dirigir la mirada sobre el mundo ¿no experimenta el hombre un deseo natural de comprenderlo y dominarlo con su inteligencia, a la vez que aspira a lograr su realización y felicidad? Como es sabido, existen diversos grados en esta «felicidad». Su expresión más noble es la alegría o «felicidad» en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado. De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable. Es muy conocido el texto de S. Agustín: «Señor, tú nos hiciste para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti», palabras con las que expresaba la alegría inmensa del encuentro con Dios, fuente única de alegría y de paz. Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios.

 

Papa Francisco ha publicado lo que técnicamente se llama Exhortación Apostólica, titulada precisamente La Alegría del Evangelio. “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo, siempre nace y renace la alegría”. El fin de dicha Exhortación es   invita a los cristianos a reemprender con nuevo entusiasmo la misión de evangelizar. Pero el camino que propone es el camino de la alegría: “En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años. (n.1). Y tal camino es, en verdad, difícil. ¡Ser testigos de la alegría! ¡Cómo no recordar a Nietzsche que denunciaba la tristeza y angustia del cristianismo, o mejor dicho, de los que nos  llamamos cristianos! «!Sería preciso que los discípulos tuvieran un aire más de redimidos…!». «Sería preciso que me cantaran mejores canciones para que aprendiera a creer en su salvador». «!Demuéstrenme con su rostro que están salvados y yo creo en su salvador!». ¡Vaya reto! Pienso que los que nos llamamos cristianos, nos quedamos en el arrancadero.

 

Sin embargo, debemos afirmarlo: no es el evangelio, somos los que decimos creer en el evangelio quienes somos tristes y dominados por la angustia. Habrá que citar a Gandhi: «Cristo me atrae, me subyuga; los cristianos me dan náusea. Se parecen a esas piedras que llevan siglos dentro del río; por fuera están húmedas, lamosas, pero las parte uno, y su corazón está completamente seco». O sea, el verdadero espíritu del cristianismo no ha calado.

 

Papa Francisco, hombre porteño, dueño del buen caló de las ramblas y decir callejero, ha advertido a los cristianos que no tengan “esa cara avinagrada”, que no tengan “cara de funeral”. Y, es que es difícil fingir alegría con un corazón triste. Este martes decía a los fieles que lo acompañan en su misa diaria: “La Iglesia debe estar siempre alegre como Jesús. La Iglesia está llamada a transmitir la alegría del Señor a sus hijos, una alegría que da la verdadera paz.   En el Evangelio podemos ver un poco el alma de Jesús, el corazón de Jesús: un corazón alegre”.

 

“Nosotros pensamos siempre en Jesús cuando predicaba, cuando sanaba, cuando caminaba, iba por las calles, también durante la Última Cena… Pero no estamos acostumbrados a pensar en Jesús sonriente, alegre. Jesús estaba lleno de alegría: lleno de alegría. En esa intimidad con su Padre: ‘Exultó de alegría en el Espíritu y alabó al Padre’- es precisamente el misterio interno de Jesús, esa relación con el Padre en el Espíritu. Es su alegría interna, su alegría interior que Él nos da”.

 

Y Jesús “ha querido que su esposa, la Iglesia, también fuese alegre”. Francisco ha añadido que “no se puede pensar en una Iglesia sin alegría y la alegría de la Iglesia es precisamente esta: anunciar el nombre de Jesús. Decir: ‘Él es el Señor. Mi esposo es el Señor. Es Dios. Él me salva, Él camina con nosotros’. Pablo VI decía: la alegría de la Iglesia es precisamente evangelizar, ir adelante y hablar de su Esposo. Y también transmitir esta alegría a los hijos que ella hace nacer, que ella hace crecer”.

 

Y concluía: “también en las cosas muy serias, … Jesús está alegre, la Iglesia está alegre. Debe ser alegre. También en su viudez, (momentos de soledad, amplios desiertos sin consuelo, en sus dificultades y problemas y desalientos),  la Iglesia está alegre en la esperanza. Que el Señor nos dé a todos nosotros esta alegría, esta alegría de Jesús, alabando al padre en el Espíritu. Esta alegría de nuestra madre Iglesia en el evangelizar, en el anunciar a su Esposo”.

 

Alegría, felicidad, buenos deseos, será el tema recurrente de este tiempo que nos acerca a la Navidad; la mercadotecnia nos saturará de ellos, trámite los medios, orientándonos al consumo. Camino equivocado. Pero no olvidamos lo dicho por Sócrates: “la felicidad la hace solamente uno mismo con la buena conducta”.

 

La felicidad es posible, también en el dolor  y en la adversidad. Debemos contar con el dolor en sus mil rostros. J. B. Freire, doctor en pedagogía, psicología, en filosofía y ciencias de la educación, (Complutense y Navarra), ha escrito al respecto, analizando el testimonio de los sobrevivientes de los campos de concentración nazis: “Ellos nos enseñan, – también los que no regresaron -, a enfrentarnos audazmente con el dolor, sin miedo al descalabro interior o a la infelicidad (…) Una enseñanza que se concreta en no tenerle miedo al dolor, porque ese miedo encoge y paraliza, y ahuyentamos la felicidad. Por lo tanto, resulta algo ligeramente insensato imaginar una felicidad al margen del sufrimiento, de las dificultades, de los problemas, de los errores, los cansancios, las tristezas”.

 

En efecto, ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. La experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo de infinito.

 

Papa francisco escribe: “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).

 

No se habla, entonces, de cualquier alegría; de una alegría inconsciente y superficial. Francisco habla de la alegría que brota del compromiso de anunciar el evangelio de la paz y la justicia; dice que, la alegría, es el lenguaje obligado de la evangelización. La iglesia encuentra su alegría más profunda al anunciar el evangelio. (Pablo VI)

 

Pablo VI, con visión profética, vio que, eso que llaman falta de sentido, habría de concretarse en la tristeza; vio que, como una pesada capa de efecto invernadero, la tristeza se acumulaba sobre el mundo. Y redactó una pequeña joya de su magisterio invitando al optimismo cristiano.  “Sin embargo, escribe, esta situación no debería impedirnos hablar de la alegría, esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto. Yo comparto profundamente la pena de aquellos sobre quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza. Pienso de modo especial en aquellos que se encuentran sin recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Ellos están presentes más que nunca en nuestras oraciones y en nuestro afecto”.

 

Pera hay, también, una “felicidad inadvertida”. La búsqueda obsesiva y atormentada de la felicidad absoluta, con frecuencia, nos distrae para disfrutar apaciblemente los buenos momentos de una ajetreada jornada habitual. Y, sin embargo, con la suma acumulativa de esos posibles plácidos instantes, lograríamos tonificar el ánimo hasta convertirlo en la tierra propicia para sembrar, siempre en clave de felicidad, las ilusiones y los desencantos, los esfuerzos y las venturas, los bríos y los desalientos, las grandezas y las miserias….., y el estrés, inherentes a la existencia actual.  Y es que, al final, la vida es….. ¡así! Tal cual es y no de otra manera.

 

“Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos. (Pablo VI).

 

La Exhortación de papa Francisco, es todo, menos un librito de autoayuda. Es una invitación al esfuerzo, al sacrificio,  al compromiso de una vida siempre marcada por la esperanza. “La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría”. Y apela a su experiencia: “Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.(n.7).

 

¿Podrán, los discípulos, ser todavía testigos de la alegría cristiana? “Anunciar la Buena Nueva sea la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza -, pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido en sí mismos la alegría de Cristo”. (Pablo VI). ¡Vaya reto!