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La Peste negra.

Se ha firmado la paz en Colombia, la paz entre el gobierno y las farc. Luego de 50 años de guerra y destrucción, y 250 mil muertos, – llama la atención la exactitud de la cuenta -, llegan a un acuerdo de paz. Y el mundo lo celebra; la paz es un bien inapreciable. Enhorabuena. Pero, ¿cómo explicar tantas muertes, desapariciones, terrorismo, narcotráfico, secuestros, atentados y dinero acumulado; tanto dolor, sufrimiento y llanto? ¿Qué decir a las viud@s, huérfano@s y desplazad@s, a los que lo perdieron todo? Con sus peculiaridades, la Cente pasa a ser el conflicto más añejo del Continente. Y, ¿cuántas muertes habrá costado, a México, la violencia criminal del narcotráfico, solo en lo que va de este siglo?
Siria es otro lugar de horror. Igual, muerte, desplazamientos, destrucción, desestabilización global; mucho, mucho sufrimiento inútil y evitable. Los medios nos acercan a ese infierno, con esas escenas nos desayunamos. ¿Qué está detrás de ese infierno? Sí; el petróleo y el gas de la región y, más exactamente, el trazo de los ductos para acercarlos a Europa. Tales ductos tienen que pasar por Siria y los grupos de interés tribales y transnacionales se pelean el paquete. Turquía ha simulado estupendamente un golpe de estado para afianzar a Erdogan y los terribles atentados se suceden a diario; Rusia y EE.UU no van a ver de lejos la pelea. Y la religión sirve de acelerador. En un pecado tan elemental y cotidiano, como lo es la avaricia, ¿residirá la explicación de tanta maldad? Bueno, unas pulgas pueden despoblar un continente.
La peste negra. Se trata de identificar una enfermedad rara que nos amenaza, pero no logramos precisar la naturaleza del mal. Me imagino algo parecido a la sensación de desconcierto de un grupo de especialistas, a quienes los síntomas revelan una enfermedad desconocida y no aciertan en el diagnóstico. Podemos comparar, por ejemplo, ésta situación, con la que vivieron, hace muchos siglos, las sociedades europeas afectadas por “la peste negra”: todo fue devastación y muerte, al grado de despoblar un continente, pero nadie sabía cómo atajar el mal. El mal y su origen eran completamente desconocidos y los remedios aplicados, incluyendo las penitencias y oraciones, resultaban inútiles.
A comienzos del año 1347 aparece la peste negra en Génova proveniente de la colonia Genovesa de Kaffa, en Crimea. Se extiende rápidamente hacia Venecia donde mueren unas cien mil personas. Después se mueve hacia el centro de Italia, en Florencia, donde mueren otras cien mil, llegando luego a Siena donde mata alrededor de ochenta mil personas. De ahí se extendió al resto de Italia y, luego, a toda Europa provocando la muerte de, aproximadamente, la mitad de la población del Continente.
La peste negra llegó a Europa como un modo adelantado de la guerra bacteriológica. Los soldados asiáticos catapultaron cuerpos infectados dentro de los campamentos italianos. El contagio se transmitió mediante las pulgas; éstas se desarrollaban en los roedores presentes en los navíos que se dirigían a Italia. El terrible flagelo se extendió hasta el año 1400. El impacto en la economía, la cultura y la religión fue devastador. Miles de maestros, académicos y líderes espirituales murieron repentinamente. La misma Iglesia se vio tremendamente afectada al perder la continuidad y la estabilidad de su tradición intelectual y espiritual. Durante el siglo XIV, como resultado de la peste, la sociedad europea interpretaba el fenómeno como castigo divino, un Apocalipsis, el fin del mundo. Este pensamiento se reflejó en el arte, la literatura y la teología de entonces.
¿No podríamos decir que también nosotros vivimos en una sociedad que piensa y que vive en familiaridad con la muerte, como resultado de otro flagelo? No se trata de la muerte natural como el resultado final de un proceso, sino de la muerte como cultura. Ante un estado de mucho sufrimiento, ¿Cuál es el papel que corresponde a la Iglesia, a las instituciones, a los gobiernos? ¿De qué manera podremos ayudar? ¿Qué tipo de ayuda se espera? Tales situaciones de crisis dejan daños irreparables. La Iglesia se vio profundamente afectada, como institución por aquella peste, aunque de manera diferente a la que la afecta ahora. Sufrió grandes pérdidas de personas, de pensadores, de maestros, de misioneros; muchos conventos y monasterios quedaron vacíos, y se perdió la continuidad del proceso histórico en ese momento.
Y a la distancia de siglos uno puede decir con cierta arrogancia: ¡y pensar que se trataba de tristes pulgas trasmisoras! Unas tristes pulgas con la capacidad suficiente para despoblar un continente. ¿No estaremos, nosotros, en este momento de nuestra historia, incluida obviamente la institución eclesiástica, en una situación como la arriba descrita? ¿No estaremos en la misma circunstancia? ¿No estará demasiado a la vista el origen y la causa del mal que nos atenaza? ¿No habremos cerrado los ojos para no ver y tapado los oídos para no escuchar?
Bien podemos decir que, ahora, “la peste” que aniquila la humanidad, según lo intuyó Camus, es “la desnudez espiritual del hombre contemporáneo”. “Si este mundo, escribe Camus, no tiene un sentido superior, si el hombre no tiene más que al hombre como fiador, basta con que un hombre suprima a un solo ser de la sociedad de los vivos para quedar excluido él mismo. Cuando Caín mata a Abel, huye a los desiertos. Y si los criminales son multitud, la multitud vive en el desierto y en esa otra especie de soledad que se llama la promiscuidad”. Y qué mayor promiscuidad que recién nacidos tirados a la basura, que la cantidad de muertos regados por la Ciudad, con las expresiones más deprimentes de este proceso de deshumanización, que es nuestra circunstancia. Bebés, niños, mujeres, jóvenes, viejos, inocentes o culpables, nadie escapa al sin sentido cruel de nuestra circunstancia.
Teniendo ante sus ojos la Europa devastada por las guerras, – muerte, al fin y al cabo -, escribía éstas, que en él parecerían extrañas palabras: “lejos de esa fuente de la vida, en todo caso, Europa y la revolución se consumen en una convulsión espectacular. En el siglo XIX, el hombre derriba las coacciones religiosas. Sin embargo, apenas libre, se inventa de nuevo otras, e intolerables. La virtud muere, pero renace más dura aún. Grita a todo el mundo la necesidad de una estrepitosa caridad, y ese amor a lo remoto que «hace una irrisión del humanismo contemporáneo». En tal punto de fijeza, sólo puede causar estragos. Llega un día en que ese humanismo se agria, se convierte en acción policíaca, y, para la salvación del hombre, se alzan enormes piras”. Y concluye: “en la cumbre de la tragedia contemporánea, entramos entonces en la familiaridad del crimen”. Esta es nuestra circunstancia, nuestra situación. Y ante estos textos de extrañas profecías uno puede preguntarse ¿en qué pensaba Camus cuando habla de “ese amor a lo remoto”, de esa “necesidad estrepitosa de amor?, ¿qué o quién era “ese remoto” invocado?, ¿a qué se refería él cuando denunciaba “la desnudez espiritual”? A veces me parece que, Camus, refleja la nostalgia de los que ven la fe y no pueden llegar a ella.
Sí; creo que la avaricia, – aparente pequeña pulga -, pecado capital, está detrás de tanto mal.